Una generación en el tiempo
He aquí la pregunta de esta ocasión: ¿qué fue lo que hizo la vida soportable -más allá de los afectos familiares y las amistades- de aquellos que nacieron, como yo, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial? Naturalmente cada uno tendrá sus respuestas, pero no es improbable que muchas de ellas coincidan. Eso es lo que hace de una generación, una generación. “Hacer la vida soportable” es una expresión ingenua que, sin embargo, no intentaré justificar con explicaciones abstractas o científicamente presentables. Nada más lejos de mis capacidades e intenciones. Simplemente estoy pensando en personas, cosas, acontecimientos que en algún momento hicieron sentir un ser humano orgulloso de pertenecer a su propio tiempo, satisfecho (aunque fuera sólo por momentos) de estar vivo, contento por la belleza creada y el talento desplegado por sus coetáneos o por generaciones no muy lejanas. En fin, el orgullo de pertenecer a la especie. Todas cosas que no siempre ocurrieron, como es fácil suponer. En medio de todas las existencias hay mares de disgustos, aburrimiento, separaciones, desencantos (consigo mismos a menudo), parcialmente compensados por pequeños o grandes placeres que terminaron por dar cierta identidad generacional. Como reluciente peces plateados en un mar oscuro, si se me permite ese trillado lirismo.
¿Qué ha hecho más agradable, sin que a veces el interesado lo supiera en el momento, la vida de un miembro de la generación que es la mía? La memoria es errática, un revoltijo de cosas arrumbadas confusamente en un cajón formando un caos enfadoso. Me consuelo pensando en lo que decía André Maurois: la cultura es aquello que queda cuando se olvida todo lo que se ha aprendido. En ese cajón se ha acumulado un revoltijo de objetos, recuerdo y sucesos que no forman (y no tienen porque hacerlo) un conjunto algo coherente. Cada uno de estos fragmentos de memoria alimentó en algún momento la satisfacción de estar al mundo. Regalos inesperados al descubrir la hermosura estética, moral o intelectual que hombres y mujeres aproximadamente coetáneos supieron crear; el orgullo de ser miembro de la especie aunque uno mismo fuera incapaz de crear lo que le producía gusto viniendo de otros.
Una aclaración preliminar: en esta minúscula búsqueda del tiempo perdido en que voy a escarbar en el cajón de mi memoria es inevitable encontrar más fácilmente aquellos que se depositó más cerca de la edad avanzada que de la juventud. Suponiendo que supiera, no tengo muchas ganas de hacer una sistemática arqueología de mí mismo. Lo que se perdió en el tiempo es porque, tal vez, merecía perderse. Los objetos que se depositan en un cajón por último, aunque no sea completamente, encubren aquello que se depositó en tiempos más lejanos.
Aclaro que no estoy pensando en un pequeño ensayo erudito o algo similar y, comenzando a escarbar en el cajón de mis inciertos recuerdos, encuentro de inmediato la belleza descarada y libre de Kim Novak que interpreta Moll Flanders en una película de Terence Young de 1965 y acto seguido Los Duelistas de Ridley Scott de 1977, representación del choque sin fin entre virtud conservadora y fanatismo virtuoso de quien permanece fiel a principios vapuleados por el tiempo: éste, el telón de fondo del enfrentamiento entre dos ex oficiales de las antiguas armadas napoleónicas. Siendo que la caja en cuestión es un embrollo sin orden alguno salto a Pavarotti, otro regalo generacional: equilibrio perfecto de profesionalidad depurada y pasión controlada y me viene a la mente en ese momento su interpretación de Lucevan le stelle della Tosca pucciniana: la vida que se va cuando más está enraizada y los aplausos atronadores del público de medio mundo que siente el desasosiego irremediable de una existencia que se apaga a pesar de una inútil resistencia. En una capa más profunda del cajón de mi mismo, y de mi tiempo, encuentro a Italo Calvino que me ha acompañado desde sus Fábulas italianas de 1956 pasando por el Barón rampante, Las ciudades invisibles, etc.: una creatividad que se reinventaba a cada vuelta de la esquina. En algún momento Calvino escribía algo nuevo y yo estaba ahí como en ansiosa espera. Una especie de perro fiel. Como si esperara el repetirse periódico de un diálogo sosegado entre dos amigos que no se conocen, donde sólo uno parece hablar sin que sea exactamente así. Pienso a ese entrañable Diario americano de 1960 en que el autor queda fascinado por Nueva York, una modernidad que no cabe en su piel, de la que sólo aborrece a los italianos que viven en ella sintiéndose todavía ligados al orgullo nacionalista mussoliniano. Una pequeña Italia que por un momento se sintió potencia mundial y sólo era irrisoriamente pretenciosa entre estos italianos de Nueva York. Misma sensación que ya había experimentado Gaetano Salmenini en Nueva York donde había encontrado refugio del fascismo algunas décadas antes. Y después las esplendorosas cinco Lezioni americane (¡“Leggerezza”!) que nunca fueron leídas en Harvard, como previsto, por la muerte del autor en 1985. “Sólo un poco aquí” decía Nezahualcóyotl. Y la cuerda que se rompe en el momento menos esperado.
Sigo hurgando en la memoria y encuentro al Galileo de Brecht puesto en escena en el Piccolo Teatro de Milán por Giorgio Strehler donde me llevaron adolescente desde la escuela en Turín trasladándome de golpe a una magia que era realidad y no lo era. Entre sillones de terciopelo escarlata desde los cuales se observaba el mundo como de otra dimensión. Y Galileo que repudiaba sus certezas científicas sin dejar de ser Galileo. Aprender así que el mundo no es sólo luz y oscuridad, heroísmo y cobardía.
Encuentro las decenas de películas vistas a lo largo de décadas de un cuarteto de genios: Chaplin, Buster Keaton, Totó y Cantinflas (antes de volverse un moralista de régimen). A lo que no puedo dejar de añadir en estos momentos a Roberto Benigni que -suma arte antigua- hace reír con inteligencia, conjuga reír y pensar. Chaplin, Totó y Cantinflas fueron tres formas diferentes de rebeldía contra la pobreza y el moralismo de una burguesía satisfecha de sí misma, entretenida en comidas y bailes de gala y eternamente moralizadora. Chaplin irrumpe en todo escenario y arruina el tinglado dejando entrever partículas de humanidad asfixiadas por el mundo. Su irreverencia absoluta contra la realidad hecha a medida de ricos aborrecidos instintivamente mientras se burla de sus pliegues de falsedad pomposa; el surrealismo de Keaton que es invención continua de lo que no tiene sentido, la existencia descompuesta como un puzle que puede recomponerse en distintas formas; la gestualidad fantasmagórica de Totò y la rebeldía trastornada de las palabras de Cantinflas convertidas en armas arrojadizas del pueblo contra esos poderosos que las usan para justificar su dominio sobre el mundo. Al latinajo erudito, contra-latinajo plebeyo. La representación en la pantalla de esa venganza de los pobres que hace brotar alaridos de alegría de un público electrizado y catapultado a otro mundo donde la justicia es desagraviada.
Sigo escarbando. En alguna otra parte del cajón está Chéjov con su serenidad y suave agudeza entre cuentos que retratan a su Rusia sin complacencia, sin patriotismo barato, con la saña del amor frustrado en la soledad de irremediablemente pequeños seres humanos. Ahí al lado está el tormentoso y antipático Dostoievski que, sin embargo, escribió Los Hermanos Karamazov y Los Demonios, constructor de circunstancias donde los personajes están siempre a punto de estallar rompiendo en cualquier dirección una tensión psicológica vuelta insostenible. Y el Tolstoi de La Guerra y la Paz (ciertamente no el de la Sonata a Kreutzer, cuando el viejo ya había comenzado su camino hacia un puritanismo insufrible). Me topo con la pluma cautivadora de Alexander Herzen (a la cual Isaiah Berlin reserva, con sobrada razón, los elogios más alto: (“escritor genial…imaginación desbordada”) y la maravillosa carta de Bielinski a Gogol que de pronto se volvió un conservador santurrón después de haber escrito esa obra imperecedera que fue Almas muertas. Y Bulgakov y Platonov. Y Vassilij Grossman que, mucho después, pinta un fresco comparable a La Guerra y la paz sobre el holocausto de Stalingrado que derrotó a Hitler entre miles de actos cotidianos de heroísmo y ese halo de locura que revoloteaba sobre el campo de batalla por las ordenes de Stalin, que entendía poco y creía saber todo. El drama de saber la verdad y no poder decirla. Grossman, que describirá después, en Todo fluye, la idea rusa (y no sólo) de que la modernización requiere siervos obedientes como indica la historia rusa desde Pedro el Grande, pasando por Catalina II y hasta Stalin. Y no añado Putin, ya que Grossman tuvo la suerte de no conocer. Y después, ese hilo de genios en la sombra como Solgenitsin, Pasternak, Nadiezhda Mandelstam. Y retrocediendo en el tiempo, Pushkin y Tugueniev, y una secuencia sin fin de hombres y mujeres asombrosos y capaces de ampliar en el lector el sentido (¿sentido?) de la vida a pesar de las limitaciones del propio terruño, el propio tiempo, la propia persona. Está abierto el certamen: ¿a quién le debemos más, a la literatura francesa o a la rusa en el siglo XIX? ¿De quién somos más deudores por el conocimiento de nosotros mismos? Ni me atrevo a intentar responder suponiendo que sea posible una respuesta.
¿Quién me ha mayormente alegrado (mejorado, ampliado, enriquecido) la vida y está repuesto en estanterías polvorientas que la señora de la limpieza se rehúsa a desempolvar? Haré un rápido listado de autores que me han acompañado en diferentes periodos. El Hugo de Nuestra señora de París (el mundo como estupidez virtuosa y atrocidad santificada), Norman Mailer (Noches antiguas, La canción del verdugo, Los ejércitos de la noche y montañas de espléndidos ensayos periodísticos), George Orwell (incluso Homenaje a Cataluña que, a pesar de su belleza, desarrollaba una tesis equivocada: la idea que la defensa de la República española tuviera que convertirse en una revolución, lo que hizo perder el posible apoyo de la burguesía a la república y, finalmente, provocó la derrota) y esa colección de ensayos (El león y el unicornio) que hace no mucho publicó el FCE, especialmente aquél donde se describe el carácter de los ingleses. Una exhilarante introspección nacional. Y el Somerset Maugham de El temblar de una hoja para no hablar de todo Joseph Conrad y las primeras tres novelas de Salman Rushdie.
Ahí cerca está Camus y ese delicado y honesto retrato de un joven franco-argelino en El primer hombre; una narración autobiográfica que no pudo terminar por su muerte en un desgraciado accidente de carretera y que su hija (que dios o quien sea la bendiga) transcribió y publicó 34 años después. El Camus que no podía aceptar al mismo tiempo el régimen soviético junto con censura, procesos políticos y campos de concentración contra los santurrones que defendía la pretendida Patria del socialismo. Y para no olvidar que la vida no es sólo el contraste de virtud y pecado, el gran sacerdote de la izquierda francesa y el feroz polemista jesuita-marxista de la postguerra,el Sartre de Las palabras. En esta confusión, mezcla de recuerdos y olvidos, ahí cerca encuentro a Pirandello que, con su eterno aliento metafísico, escudriñó entre asuntos humanos que en la mayoría de los casos no tenían ni explicaciones ni arreglos. E Ibsen que se entretenía a incomodar la vida y las certezas morales de la burguesía virtuosamente luterana de su tiempo en Casa de Muñeca, El pato salvaje o Un enemigo del pueblo. Y Elena Poniatowska que, como un pintor de genio, cuenta la vida de Tina Modotti en el ambiente de los comunistas mexicanos de los años 20, su abnegación y sus cegueras dogmáticas además del entorno de una burguesía millonaria que descubre las tradiciones mexicanas como si fueran su patrimonio exclusivo. Un patriotismo estético, nada más. Que los pobres sigan jodiéndose, al fin y al cabo están acostumbrados y es así como forman parte del folclor. Y Octavio Paz, el Coloso de Rodas de las letras mexicanas. Pocas lecturas en mi vida me han producido tanto placer como sus textos desbordantes de inteligencia y luminosa escritura. Imposible dejar de mencionar Las trampas de la fe, El peregrino en su patria, El laberinto de la soledad, Vislumbres de la India en el contexto de una de las obras más asombrosas de la cultura mundial del siglo pasado. Y de su inmensa obra poética, sólo cito la biografía de nuestras derrotas en Nocturno de San Ildefonso.
Y después, pero no en orden de importancia, encuentro a ese Dickens con el que me topé en varios momentos y que se pasaba la vida, él también, burlándose sin piedad de las acomodadas clases medias victorianas hipócritamente piadosa y rocosamente cierta de su virtud. Y su grito al cielo contra la grandiosidad sin fe de San Pedro en el Vaticano. Sigo explorando el cajón y encuentro parte de las ideas y sentimientos de mi generación en García Márquez: ese colombiano amigo de dictadores y escritor insuperable. Sólo pienso en El otoño del patriarca (y la escena maravillosa de la vaca perdida en el balcón presidencial), Crónica de una muerte anunciada (a la que Sófocles no habría rechazado aponer su firma), Los cien años de soledad y esa odisea caribeña de Vivir para contarla en que es difícil pasar una página sin interrumpir la lectura por las lágrimas de una risa que a veces destila amargura y el sentido de lo irremediable entre las puestas del sol caribeña y las ruidosas imprentas de los periódicos cachacos. Pero, al final, siempre ese descarado humor de la costa atlántica de Colombia.
Sigo la exploración del mí mismo que vive fuera de mí. Y encuentro Elías Canetti toda cuya obra es una mina de diamantes del espíritu, descansado descreimiento de un judío sefaradí que repite la historia de su pueblo huyendo da un lado a otro de Europa. Y entre los jóvenes, Javier Cercas (Los soldados de Salamina y Crónica de un instante, sobre todo). Y Aldous Huxley (¡Amarillo cromo!), Benito Pérez Galdós (¡Nazarín!), Steinbeck, Edmund Wilson, Vargas llosa, especialmente lo que escribía en su juventud genial y pienso en Conversaciones en la catedral, en La guerra del fin del mundo y La tía Julia y el escribidor. Sobre lo demás me callo, salvo elogiar El paraíso en la otra esquina.
En algún lugar está ese cascarrabias sublime de José Saramago de quien recuerdo El evangelio según Jesucristo, El año de la muerte de Ricardo Reis y varias otras obras tal vez menores (¿pero quién soy yo para decirlo?). Y después Günter Grass, Emile Zola, Balzac, Flaubert, Elsa Morante, Primo y Carlo Levi, Tommasi di Lampedusa, el Carlo Emilio Gadda de L’Adalgisa, Mo Yan y Gao Xingjian y el viejo, valeroso, Lu Xun, combatiente contra la modorra opresiva de la sabiduría china y, para quedarme en Oriente, ese tesoro prodigioso de La novela de Genji de Murasaki Shikibu,escrito hace dos mil años atrás. ¿Y cómo no mencionar al Quijote donde en cada página se protagoniza el contraste-hermandad entre utopía y realismo que desde siempre sacude Occidente y el mundo entero? Utopía y realismo que muy a menudo se disuelven, entre el caballero andante y su escudero, en una risotada que puede ser sonora o silente. Y Stefan Zweig que, con precisión de entomólogo, psicólogo e historiador, describe las vidas de María Antonieta, Fouché, Magallanes y su propia, maravillosa, existencia en la Viena cosmopolita de antes de la Primera Guerra Mundial retratada con la nostalgia de quien ha comenzado a morir en vida en El mundo de ayer. Hasta el desenlace fatal de Río de Janeiro.
Pero la mía como toda vida no está hecha de solas novelas. Hubo espacio (a veces demasiado) por Lenin y Mao y sepa dios cuántos revolucionarios honestos, habladores, tomísticamente puntillosos de los cuales sólo muy tardíamente entendí ser déspotas cuya genialidad no podía justificar las muertes inocentes que causaron consciente o inconscientemente. ¿Y sin embargo qué decir de Frantz Fanon y muchos otros hombres de genio? Y Gramsci, un yacimiento sin fondo de observaciones, agudezas, curiosidades e inteligencia infatigable. Con Marx mis cuentas siguen en suspenso como le ocurre a gan parte de mi generación. Fue ciertamente uno de los mayores pensadores del siglo XIX y el primer tomo de El capital, Los manuscritos del ‘44, los escritos históricos sobre la guerra civil en Francia y el 18 Brumario, los Grundrisse siguen siendo obras maestras que sólo el vano esnobismo de nuestro tiempo ha expulsado de las lecturas universitarias. Y Walter Benjamin y el infinito Leszek Kolakowski para no mencionar a ese Nietzsche capaz de voltear de cabeza el mundo entero y obligar el lector a preguntarse lo que ni de casualidad se le habría ocurrido sobre el mundo y el propio papel en él.
Pero en el mismo cajón hay muchas otra fuente de alegría, de asombro y admiración ¿Cómo no evocar a la memoria la entrañable figura de Marlon Brando y Paul Newman, Marylin Monroe, Silvana Mangano, Anna Magnani, Mastroianni, Vittorio de Sica, el Fellini de La strada, 8 y 1/2 e I vitelloni, y, los hermanos Taviani, Woody Allen, 2001, Odisea en el espacio, Monicelli, Ojos negros de Michalkov, Pietro Germi y El Tercer hombre con Orson Welles, Stephen Cotten, Alida Valli y Trevor Howard y, otra vez, Orson Welles del Cuarto poder y de Mr Arkadin. Y Krysztof Kieslowski que no pudiendo hablar de cosas importantes en su Polonia comunista termina por hablar de lo esencial y lo accidental que se entretejen en la vida cotidiana de sus connacionales.
Sigo revolviendo en el cajón y encuentro en desorden y olvidados a medias Braudel, Pirenne, Cipolla, Toynbee, Schama, Judt, Polanyi que, casi siempre, no solamente fueron grandes historiadores sino que escribían la historia con la pluma ligera de un novelista atrapando al lector entre las maravillas y las tragedias de nuestra colectiva vida pasada. Muchos de ellos no se amaban pero, a fin de cuenta, ¿a quién le importa? Lo importante es que los amaran muchos de mi generación, incluyéndome a mí. Y Gaetano Salvemini y no sólo como historiador, sino como un socialista que terminó por conciliarse con el liberalismo sin dejar de ser socialista. En el desorden de mi cajón me topo con Keynes, con su Consecuencias económicas de la paz, sus ensayos de chispeante inteligencia y su sentido del humor, como cuando encontró casualmente a Wittgenstein, personaje idolatrado en Cambridge -y teóricamente desmontado por Piero Sraffa (amigo de Gramsci)- y escribe a su mujer: Hoy encontré a Dios en el tren de Londres de las 5 pM. Y entre los economistas no puedo olvidar Claudio Napoleoni, Paolo Sylos Labini y Nicholas Kaldor.
Pero muchas otras cosas me han alegrado la existencia, me la han hecho más ligera, estimulante o más consciente de sí misma, lo que, obviamente, no ha coincidido siempre con la alegría. Quiero terminar este ya demasiado largo ensayito memorioso mencionando tres cosas que no pertenecen a la categoría de los novelistas, los historiadores, los economistas, los actores o directores de cine. Me doy cuenta a este punto que no he incluido músicos ni pintores. Será para otra ocasión, tal vez. Pero dos solas menciones que me salen del alma (o como se diga): Bob Dylan y Ana Belén que canta los poemas de García Lorca. Todo diverso, todo igual.
Concluyo con tres platos que también me han (en este caso) deleitado la existencia y que vienen de tres distintas partes del mundo a las que pertenezco. Comienzo con la “Cassata siciliana”, un dulce a base de frutas confitadas, bizcocho mórbido, ricotta, mazapán, pistache y gotas de chocolate. Y Dios bendiga a los árabes, griegos, normandos y sículos que participaron en distintos momentos y con diferentes ingredientes en la elaboración de ese esplendor barroco. El otro plato viene del otro extremo de Italia (Piemonte) y es la “Bagna cauda”: un guiso austero (¿luterano?) a base de mucho aceite de oliva en donde se cuecen cantidades descomunales de ajos y anchoas hasta disolverse y que se come mojando en esa salsa espesa varias verduras crudas y, sobre todo, el cardo (Cynara cardunculus), un vegetal que se parece al apio salvo que es gris en lugar de verde y de que es amargo. Otro regalo de la cocina de los cielos. Y finalmente los mexicanísimos chilaquiles que, tal vez, no sea necesario que yo describa sobre todo en el contraste entre lo crujiente de la tortilla tostada, lo picante de la salsa y lo dulce de la crema de leche.
Me gustaría poder decir, si no fuera escandalosamente vanidoso, que quien escribe ha sido influenciado por todos los gigantes de mi generación y las anteriores y cercanas. Obviamente no es así. In primis, porque la memoria falla y de muchas cosas y lecturas quedan ya sólo vagos recuerdos. Me consuelo sabiendo que ciertos nombres evocan en mi desordenada cabeza ternura, respeto, admiración, orgullo por esos individuos de mi misma especie y tiempos no muy lejanos del mío. La gente de mi edad sabe de qué se habla cuando se menciona Marlon Brando, Fellini, Camus u Octavio Paz. En algunos años más las señas de identidad de los que vendrán serán otras. Otros cajones con diversos contenidos para la vida de cada uno. Y además, las memorias de uno son una cosa y uno mismo es otra cosa. Dos universos que se cruzan justo a tiempo para alejarse, a veces con añoranza y otras con la vergüenza por haber amado lo que no debía amarse y desconsiderar lo que, en cambio, era esencial. Las generaciones pasan y cada una tendrá sus mitos. Yo me he limitado a meter mis manos en el cajón del mí mismo fuera de mí y extraer viejas impresiones derivadas de objetos desordenados para homenajear (palabra horrible) y recordar algunos seres humanos que, sin saberlo, me mejoraron la existencia. Para quien pueda interesar.
Publicado en Pasado vivo