La vergüenza como un primer paso. Un cuento de Kurt Vonnegut.
Voy a contar un cuento. No mío, naturalmente. El cuento se titula El rey y la reyna del universo y aparece en una colección de cuentos póstuma del novelista estadunidense Kurt Vonnegut (1922-2007). Me limitaré a contarlo añadiendo sólo esa pequeña introducción para aclarar circunstancias y motivaciones.
Vivimos tiempos raros. Estamos en el pleno de una revolución científica y tecnológica que no veíamos desde hace generaciones y, al mismo tiempo, un tiempo de retrocesos en la cultura política que hace tolerable en la mente de centenares de millones de seres humanos niveles de autoritarismo disfrazado de “verdadera democracia” y de regresión cultural. En un contexto así es inevitable sentir nostalgia por antiguos líderes conservadores como Adenauer, De Gaulle, Eisenhower y varios otros que, a pesar de todo, tenían altos sentidos de responsabilidad. En Europa ha renacido un nacionalismo cerril con puntas de nostalgias para-fascistas, Estados Unidos acaba de salir de la presidencia de un individuo seriamente perturbado y con gran apoyo popular, en Rusia y China, la peor autocracia que parecía encaminarse hacia la salida está regresando con fuerza, en India gobierna, aquí también con gran apoyo popular, un nacionalista hindú xenófobo y en América Latina ha regresado el populismo con su estela acostumbrada de retórica, inconsistencia programática y líderes más o menos estrafalarios entre los cuales un peronista que suelta disparates con la tranquilidad que sólo ignorancia permite. En el otro extremo del subcontinente, otro presidente (by the way, el nuestro) frente al Covid, varios meses atrás se encomendaba públicamente a una imagen sacra que llevaba en la cartera como talismán contra todos los males. Por cierto, estoy hablando de alguien que no deja pasar un solo día sin autoproclamarse como hombre de izquierda. Los despropósitos más ridículos parecerían girar por el mundo sin que se levante el huracán de risa (o llanto) que merecerían si viviéramos tiempos normales. Moraleja: hemos perdido (y no sólo la clase política) aquellos frenos inhibitorios que evitaban en el pasado que cualquiera soltara con la máxima tranquilidad las estupideces más vergonzosas con el aire de estar leyendo las tablas mosaicas de la ley. O sea, hemos perdido, o estamos perdiendo, la vergüenza, o como se pueda llamar el aflojamiento de los mecanismos de autocensura. Una especie de entropía moral que autoriza cualquier lunático o político anodino a proclamar remedios milagrosos o a sostener diagnósticos basados en visiones sociales burdamente arcaicas.
De ahí la razón del cuento que sigue, donde Vonnegut retoma el valor humano de la vergüenza, incluso del sentido de culpa que nos muestra nuestra inconsciente complicidad con un mundo cargado de injusticia. A la cual, añado al margen, el populismo adjunta una auto-satisfecha rusticidad de pensamiento.
Como ya dije en otra ocasión en estas páginas, no soy un crítico literario. Sólo soy un lector convencido de algo. La literatura y la ciencia son las dos caras de una misma empresa humana: la de entendernos y entender el mundo que hacemos y que nos hace. Chejov, Tolstoi, Dickens, Calvino, Pirandello, Balzac, Amos Oz, Vassilj Grossman, Mailer, Proust, Mann, Conrad, Rushdie, Cervantes, Murasaki Shikibu y tantos otros nos han acercado, en distintos tiempos y lugares, al mejor entendimiento de lo que somos, podríamos ser o hemos sido como personas y como colectividades. Lo mismo que hace la ciencia teniendo como objeto el mundo físico o la realidad social como enjambre de relaciones entre seres humanos que se mueven en el tiempo.
Por eso la literatura ni es ni ha sido nunca un simple entretenimiento; es el territorio en que, liberados momentáneamente de las apremiantes incumbencias de la vida, nos acercamos a lo que el mundo ha hecho de nosotros mientras intentamos, más o menos infructuosamente, estar al margen de sus turbulencias o, incluso, pretendemos cambiarlo. La literatura es la ciencia de la fantasía, o al revés. No importa.
El cuento en cuestión tiene como línea narrativa subterránea la sociedad moderna (en este caso Estados Unidos durante la Gran Depresión de los años 30), o sea una sociedad organizada en forma capitalista con los corolarios de la división en clases sociales y del dinero como máxima insignia del éxito. (Elena Guarro en su Los recuerdos del porvenir, mete en la cabeza de uno de sus personajes esta idea: “No entendía la opacidad de un mundo en cuyo cielo el único sol era el dinero”). En realidad estos rasgos no son exclusivos de la nuestra edad, pero es indudable que en ella adquieren una preeminencia particular. Añadiré sólo un par de observaciones más antes de entrar en el mérito del cuento de Vonnegut. La primera es que, por tan odiosa que sea la sociedad capitalista, hasta ahora no hemos encontrado nada mejor para producir la riqueza sin la cual el bienestar es un espejismo. Lo que conduce a una segunda observación: siendo que en el horizonte no parece vislumbrarse algo mejor, la tarea que en este ciclo de la historia humana toca a todas las sociedades es luchar para civilizar, domesticar este animal salvaje que es el capitalismo, para hacerlo más vivible a las mayorías, para penetrarlo de razones sociales capaces de atenuar la motivación exclusiva del dinero, de los pesos y centavos como razón, condición y condena de gran parte de los comportamientos de la humanidad. Punto, paso al cuento.
Henry y Anne regresaban de noche a sus casas del baile en el Athletic Club y cruzaban el parque la ciudad. Ambos pertenecían a familias de abolengo mercantil y financiero. Los dos tenían un muy buen aspecto, iban vestidos de etiqueta y se amaban. “Todo era tan alegre y fácil, tan natural y limpio” para los dos, que apenas tenían diecisiete años. Henry iba de smoking y Anne estaba envuelta en un vaporoso vestido de tul azul y la adornada el collar de perlas de su madre además de las orquídeas que Henry le había regalado. Mientras recorrían el parque a oscuras no podían dejar de pensar en las noticias de sucesos trágicos ocurridos de noche en el parque que estaban cruzando. Y para controlar su ligera ansiedad hablaban de tonterías como vivir en Florida sin dinero, pescando, recogiendo naranjas para alimentarse y durmiendo en alguna banca pública. De pronto desde la oscuridad se perfiló una figura de hombre. La luces del aparcamiento, al final del parque, hacia donde se dirigían, les aparecieron como las puertas del paraíso a un millón de kilómetros de distancia.
Henry se dio cuenta que la pechera blanca de su camisa debía parecer un faro para locos y ladrones que merodearan por aquellos rumbos. Anne cubrió con las manos las perlas de su madre. El hombre les pidió que se pararan, sólo será un segundo, añadió. Dijo llamarse Stanley Karpinsky y aclaró que no quería su dinero ni sus perlas. Se quedó mirando a los dos, fulgurado por su belleza y elegancia, y les dijo que le habrían parecido a su vieja madre polaca el rey y la reina del universo. Ella que se había pasado la vida fregando pavimentos y ni había encontrado el tiempo de levantarse desde su posición de rodillas para aprender inglés. Los tomaría por un par de ángeles. Después de este preámbulo Stanley Karpinski pidió a los dos que lo acompañaran a su departamento para que su madre los viera. Está cerca, dijo, dejaremos que los vea y podrán marcharse tranquilamente. Vale, dijo Anne, “eso es divertido”.
Entraron en el edificio y frente a una escalera empinada vieron un pequeño cartel que decía: Stanley Karpinsky, licenciado en Ciencias y Químico Industrial. 3er Piso. En la luz incierta de la escalera vieron que el aludido debía tener algo menos de treinta años. El viejo edificio olía a repollo, era insalubre e inseguro y era la primera vez que Henry y Anne pisaban un lugar así. Subiendo la escalera se cruzaron con una vecina a la que le dijo Stanley: ellos son dos buenos amigos míos y tienen mi trabajo en gran estima añadiendo: vienen del baile y ahí todo mundo habla de mis experimentos y quisieron ver los resultados y, de paso, saludar a mi madre enferma. La casa y el laboratorio de Karpinsky se reducían a un solo ambiente en una buhardilla. En el centro sobre una mesa había varios aparatos químicos y en un rincón oscuro yacía la anciana en una cama adosada a la pared. Entre susurros Karpisnky explicó a los dos jóvenes que debían fingir admiración frente a los aparatos en la mesa confirmando que los magnates de la ciudad habrían invertido millones en ellos convirtiendo a su creador en un millonario. Ese era el sueño de mi padre y mi madre y por ello me mandaron al colegio y después a la universidad e incluso a un curso de postgrado ahorrando cada centavo. El padre había muerto trabajando como una mula y a la madre tal vez le faltara poco tiempo de vida ya que el día siguiente debían operarla y los médicos le habían advertido que las esperanzas eran pocas. Se trataba ahora de escenificar una comedia para dar a la mujer, probablemente al final de su vida, la satisfacción del éxito de su hijo. En voz muy baja este añadió que con todos mis títulos no le dan trabajo ni de lavaplatos. Mi madre no puede esperar años para ver mis éxitos, tal vez sólo le quede esta noche y si no obtengo un gran éxito esta noche ya no servirá de nada. En ese momento la vieja mujer se despertó.
Henry y Anne representaron bien la parte que se les había asignado cubriendo de elogio al hijo y augurándole un futuro de grandes éxitos y riqueza descomunales. “La mujer estaba boquiabierta y radiante”. Karpinsky también estaba loco de felicidad. La vida de sacrificios de su madre finalmente recibía su recompensa, adquiría un sentido. “Su dicha viajó al pasado a la velocidad de la luz e iluminó todos los momentos infelices”. Y en ese momento irrumpió la policía que había sido alertada por los poderosos padres de Henry y Anne acerca de un posible secuestro. La madre de Karpinsky se aflojó en la cama, “gimió y murió” y la última imagen de su vida fue su hijo en manos de la policía.
Anne lloraba y fue llevada por su padre al coche que esperaba en la calle. Henry salió del edificio y estuvo caminando solitario por la ciudad toda la noche. La mañana siguiente, después de una noche en que se había liberado de su traje elegante quitándose la pechera almidonada, arremangándose la camisa y con los zapatos lustrosos que habían adquirido el color de barro de la ciudad, fue a ver a Anne que la noche anterior había comenzado a escribir un libro. Le recibió su madre que le preguntó: “¿Ya sabes la buena noticia?”. Los padres de Henry y Anne habían conseguido un buen trabajo en una industria química a Karpinsky. La mujer lo decía como queriendo decir que no había nada malo en el mundo y no había nada que no se pudiera arreglar. La apatía de Henry destrozó su optimismo y exasperada le dijo: Anne está escribiendo un libro en que nos trata como si fuéramos delincuentes y a ti no hay forma de sacarte una media sonrisa. Anne intervino: “El libro no habla de vosotros. Trata de mí. La peor persona de él soy yo”. Henry dijo a la madre de Anne que debían ir a ver el señor karpinsky para disculparse. La voz de la señora se apagó: no soportaba la idea que Anne y Henry tuvieran que enfrentarse a las tragedias de la vida. Para eso servía el dinero: para comprarse “una infancia de por vida”.
Cuando el señor karpinsky los vio entrar a su cuarto exclamó: “Vaya, el rey y la reina del universo”. Los dos le dijeron que lo sentían mucho y karpinsky agradeció. El rey y la reina del universo habían sufrido un encontronazo con la vida y la muerte y ahora querían saber lo que todo aquello significaba.
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