La militarización de la seguridad pública

11 mayo, 2021

La mitad de sus facultades  está dedicada a engañarse a sí mismo y la otra mitad a justificar ese engaño.


Lev Tolstói, Ana Karenina.

Hace tiempo la barbarie ha dejado de ser una figura retórica para materializarse en un salvajismo que carcome, pedazo a pedazo, a un país enclaustrado en su propio laberinto de impotencias y disimulos. A cada rato descubrimos que un general del Ejército con las más altas responsabilidades o un alto funcionario  gubernamental de la seguridad pública estaban coludidos con la criminalidad organizada. E igualmente nos enteramos que policías de diferentes cuerpos secuestran personas para entregarlas a bandas criminales que exigirán fuertes rescates que, muy a menudo, no les salvarán la vida. Con igual frecuencia también descubrimos fosas clandestinas con cadáveres que no sabemos si fueron arrojados ahí por criminales o por alguna autoridad pública. Mientras tanto decenas de miles de parientes y amigos de desaparecidos deambulan como almas en pena por oficinas públicas donde encontrarán funcionarios ineptos, apático o peor. El número de homicidios dolosos sigue aumentando y hemos pasado de 10 mil en 2006 a una cifra que podría acercarse a los 40 mil en 2020 según proyecciones oficiales reportadas por Forbes. John Kenneth Turner (amigo de Ricardo Flores Magón) habló hace más un siglo de un México bárbaro. Ese de ahora ¿qué adjetivo merece?

Todavía poco tiempo atrás, nuestro actual presidente pergeñó el inconcebiblemente pueril eslogan de “abrazos no balazos” (como si los criminales fueran hermanas de la caridad descarriadas), y criticaba la militarización de la seguridad pública promovida por sus dos antecesores. Pero, apenas llegado a Palacio Nacional, hizo exactamente lo mismo con la artimaña de denominar Guardia Nacional la entrega a las Fuerzas Armadas de la seguridad pública. Y mientras aumenta la presencia militar en el territorio, los muertos se siguen acumulando junto con los desaparecidos y las violaciones de los derechos humanos.   

Ya nos acostumbramos a vivir con miedo mientras escuchamos presidentes de la República (de todos los signos políticos) hablar calmadamente como si todo estuviera bajo control o administraran a países como Nueva Zelanda. La política reducida a simulación e incapacidad reformadora. Según algunas estimaciones, la criminalidad controla entre 30 y 35% del territorio nacional, mientras envenena la existencia de los habitantes de todo el país. Y frente a eso, tenemos una sociedad replegada en el pavor e instituciones sin capacidad de definir estrategias consistentes y de largo plazo. Nada nuevo bajo el sol. Lo nuevo es lo viejo repintado, o sea el continuado recurso a la militarización de la seguridad pública (ahora en la forma de Guardia Nacional) después de dos sexenios en que se demostró que de esta forma la delincuencia y sus víctimas no se reducían sino todo lo contrario y  que la violación de los derechos humanos aumentaba incesantemente.            

A últimas fechas se han publicado algunos ensayos (mencionaré aquí dos) que demuestran como el camino militar contra la criminalidad sea una ruta infructuosa. Lo que, por cierto, se ha señalado en variedad de estudios en toda América Latina. Sin embargo, ni la experiencia propia ni la ajena parecen ofrecer enseñanza alguna frente a sólidas trabas (en los cerebros y en el sistema político mexicano) que se interponen en la construcción de alguna estrategia efectiva contra una criminalidad que extiende sus vínculos al interior de las instituciones. Las autoridades políticas sienten una fácil consonancia acerca del uso de los militares con parte de una población exasperada por el terror y la violencia, así como en varias partes del mundo muchos ciudadanos favorecerían la pena de muerte en momentos de enardecimiento frente a crímenes atroces. La mezcla de potencia de fuego, disciplina y rígidas jerarquías producen una falsa imagen de eficacia militar de cara a una política inflada de oratoria inconcluyente. Reconozcamos, sin embargo, que, en casos extraordinarios (y siempre que las autoridades civiles estén al mando), la intervención militar puede ser necesaria, pero su utilidad ocasional no puede ser una estrategia coherente de combate a la criminalidad organizada. Sin considerar que el uso de los militares ofrece a los gobiernos un pretexto inmejorable para evadir el reto de reformar una policía que ha sido territorio  tradicional de liderazgos personalistas (locales o nacionales), corrupción e  ineficiencia.    

Los ensayos mencionados vienen de profesores-investigadores del CIDE. Pero aquí me veo obligado a una premisa. Con el aire que tira, es frecuente que en ambientes oficiales y entre sus allegados se escuche el siguiente disparate: es CIDE es una institución neoliberal. Lo cual tiene el mismo sentido que decir que el Colegio de México también es neoliberal y que  la UNAM o la UAM son instituciones nacionalistas y revolucionarias. A alguien se le olvida que las universidades no son ni iglesias ni partidos, sino colectividades plurales de pensamiento. De ahí el significado de la palabra universidad desde la Baja Edad Media. Pero, ya encaminados en la zafiedad no hay barrera que tenga. Contrastar los prejuicios, por tan irracionales que sean, es operación defatigante y demasiado a menudo infructuosa, sobre todo cuando recibe la bendición (más o menos solapada) de aquellos que ocupan los asientos más cercanos al centro del poder.

El primer ensayo es de Alejandro Madrazo, Rebeca Calzada y Jorge Javier Romero. Título “La guerra contra las drogas”, publicado en Política y gobierno en a fines de 2018. En este trabajo hay un estudio minucioso de los casos de enfrentamiento armado que vieron la intervención de las Fuerzas Armadas. Se tomaron en consideración más de 3 mil casos de choque violento con la participación de Fuerzas Armadas y cuerpos policiales y se trató de establecer una taxonomía de las ocasiones que los motivaron. Y así se descubrió que en el 84% de los casos la iniciativa vino de las fuerzas del orden. Establecido esto dato se trató de entender cuáles fueron sus motivaciones. Y es aquí donde surgen varias sorpresas. En 3/4 partes de los casos el enfrentamiento armado se derivó de la mera presencia de la fuerza pública en el territorio. O sea, el enfrentamiento armado no fue preparado sino que fue ocasional y, por consiguiente, desprovisto de toda planeación o estrategia previa. Vayamos a mayor profundidad: en menos del 5% de los casos el enfrentamiento se debió a una iniciativa previa judicial o del ministerio público correspondiente a alguna actividad de investigación precedente dirigida a golpear determinadas organizaciones criminales. En síntesis, en la gran mayoría de los casos la actuación de las fuerzas públicas fue ocasional y sin objetivos predeterminados que correspondieran a algunos objetivos racionalmente establecidos. Lo que recuerda la imagen de dar palos de ciego. En el solo año de 2011 frente a 545 casos de enfrentamientos derivados de una acción de patrullaje en el territorio, hubo apenas 33 casos debidos a una acción previa de inteligencia y sólo 8 debidos a una orden judicial o ministerial. La pregunta es inevitable: ¿Dónde está la estrategia, el uso de información privilegiada y la preparación previa para golpear la criminalidad en sus puntos más sensibles y con mayor efecto de desestructuración de las redes criminales? A juzgar por los datos, esta estrategia no existe y, en estas condiciones, si algún día ganaremos al crimen organizado será por casualidad. Un escenario desalentador acerca de la eficacia del gran despliegue de las Fuerzas Armadas en operaciones de seguridad pública.

Pero hay algo más, especialmente preocupante. Los datos analizados por los investigadores mencionados dibujan la siguiente realidad: en el 46% de los enfrentamientos no hay ni muertos ni heridos, pero en el 37% de los casos hay solamente muertos sin algún herido, lo que en términos de enfrentamiento militar entre bandos contrapuestos es virtualmente inexplicable. Nuestros investigadores definen estas situaciones “eventos de letalidad incalculable” por falta de heridos que permitan calcular la relación entre víctimas fatales y lesionados de diversa gravedad. En este 37% cerca del 90% de los casos se derivan de situaciones en que intervinieron exclusivamente las Fuerzas Armadas. Brutalmente dicho: en gran número de ocasiones, cuando intervienen el Ejército y la Marina no hay prisioneros para entregar a la justicia. Que el lector saque sus conclusiones.

Catalina Pérez Correa (otra investigadora del CIDE) nos informa (en un ensayo publicado en Nexos en enero de este año) que entre 2006 y 2019, según datos oficiales, hubo casi 4,500 enfrentamientos con participación militar. En ellos murieron casi 5,400 personas a manos del Ejército y fueron heridas apenas 747 personas. Otra vez la proporción está fuera de toda lógica de enfrentamiento armado entre bandos contrapuestos. Apuntemos al margen que en una proporción cercana al 80% los elementos de la Guardia Nacional provienen de las Fuerzas Armadas.

Dejemos a un lado los números (de por sí sobradamente elocuentes) e intentemos algunas conclusiones.

1.Al creciente uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública no corresponde ninguna estrategia evidente de combate a la criminalidad organizada más allá del patrullaje del territorio. Es obvio que los balazos son necesarios cuando se enfrentan grupos criminales armados con equipo militar sofisticado y letal. Pero es igualmente obvio que las balas tienen sentido si van dirigidas a objetivos estratégicamente relevantes y no simplemente a la aniquilación del contrincante.      

2.El costo de la intervención de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública es altísimo en términos de violación de los derechos humanos. O sea, muchísimos muertos y pocos heridos o detenidos. Además, según datos de INEGI, entre 2006 y 2016 entre 85 y 88% de los detenidos por el Ejército y la Marina fueron objeto de tortura y malos tratos denunciados frente a la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

3.En 2018 La Suprema Corte de Justicia de la Nación estableció la inconstitucionalidad de la intervención permanente de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública. Sin embargo con la creación de una Guardia Nacional (compuesta mayoritariamente por militares) se dio la vuelta al dictamen constitucional. Es evidente que dadas las actuales condiciones de las policías estatales y municipales (la policía federal ha desaparecido), los militares son imprescindibles pero en algún momento deberá comenzar la reconstrucción de las policías que permita a los soldados regresar a sus cuarteles. Sin embargo, este momento aún no llega. Con las consecuencias que hemos visto. 

Moraleja: mientras no se emprenda una seria reforma de las fuerzas policiales, la intervención de las Fuerzas Armadas sigue aumentando sin que de ello se deriven efectos positivos contra la criminalidad organizada, al tiempo en que aumentan las violaciones de los derechos humanos con ejecuciones sumarias, desapariciones y torturas mientras se viola, más o menos solapadamente, a la Constitución. Con el riesgo de  alterar el equilibrio entre civiles y militares en este país.

¿Habrá o no razones de seria preocupación?

Publicado en México