Vershinin y Panglós

24 agosto, 2020

Son dos personajes literarios surgidos de la pluma de un ruso y un francés. ¿Qué tienen en común? La visión optimista del futuro y el presente movidos en la ola de una providencia benevolente. En el primer caso, es el progreso que recorre como un espíritu bondadoso la historia del mundo. En el segundo, es el diseño divino que opera infatigablemente como un engranaje invisible productor de justicia y bienestar para la humanidad. Pero siendo que incluso el Panglós volteriano se enfrenta a veces a una realidad brutal y estúpida o, a menudo, las dos cosas a la vez, entonces interviene, para salvar la situación, el futuro: el lugar donde se apiña todo aquello que el presente niega. Y aquí aparece Vershinin, uno de los personajes de Las tres hermanas de Chejov.

Panglós es el piadoso cura, preceptor y asistente espiritual de una familia de la nobleza alemana, en el Cándido de Voltaire, al que le ocurren las peores desventuras, incluida la de ser ahorcado, (aunque el autor lo resucitará al final de la obra)  sin dejar de confiar en el bondadoso proyecto divino para la vida terrenal. La filosofía de Panglós puede sintetizarse con sus propias palabras:

De los males individuales se compone el bien general; de suerte que cuánto más males particulares hay, mejor está el todo.

Pero supongamos que este coriáceo optimismo se cuartee por cualquier razón (en especial por falta de fe en el inmejorable equilibrio de las cosas), interviene entonces, como se dijo, el Vershinin de Chejov. ¿Quién es Alejandro Ignatievic Vershinin? Es coronel y jefe del batallón de artillería acantonado en una pequeña ciudad de la provincia rusa. El oficial, hombre de mediana edad, participa a las reuniones sociales en casa de las tres hermanas (huérfanas de un antiguo general de brigada) y no pierde ocasión para repartir entre los convidados el foco de su sabiduría:

Entre dos, trescientos o incluso mil años –la fecha poco importa-, se vivirá una vida nueva y feliz… Nuestra vida actual será recordada con terror y será objeto de burla. Sí; todo lo que ahora rige parecerá pesado, inservible, fastidioso y extraño. Oh, entonces, ciertamente la vida será muy linda, muy linda.

Al margen, en el estreno de la obra, el papel de Vershinin fue representado nada menos que por Stanislavski, el gran teórico del teatro ruso.

El Cándido se escribió en 1759 y treinta años después estalló la Revolución francesa. Las tres hermanas se representó por primera vez en Moscú en 1901 y 16 años después explotó la Revolución rusa. En el primer caso, el optimismo panglosiano produjo, en las fases iniciales de la revolución, miles y miles de muertos en un vendaval de virtud cívica intolerante, que Dickens describirá, con la acostumbrada mezcla de sarcasmo y precisión, como una nueva forma de absolutismo en su Historia de dos ciudades. En Rusia, la confianza de Vershinin en un futuro luminoso se trasmutó en el primer experimento moderno de una sociedad totalitaria; un ensayo que, entre millones de muertos, congeló una entera sociedad durante casi todo el siglo XX difundiendo en el mundo una visión autoritaria del socialismo y regalando, después de la conclusión de su ciclo histórico, a Rusia y al mundo, un autócrata plebiscitario (una especie de Porfirio Díaz en versión eslava) que toma venganza de sus enemigos con el uso de venenos sofisticadísimos que habrían hecho la envidia de Lucrecia Borgia. Con la diferencia que la de Lucrecia es una historia envuelta entre las nieblas de la leyenda; la de Putin es historia de concretísimos y sofisticados venenos dirigidos a opositores que se agitan en una sociedad que avanza, por así decir, entre magnates corruptos y corruptores, represión y manipulación política y telenovelas de uso interno que describen un país que existe sólo para una ínfima minoría estrechamente ligada al poder. Una nueva versión de los antiguos boyardos. Y viene inexorable la tentación de recordar que México y Rusia protagonizaron hace poco más de cien años sendas revoluciones que, a comienzos de este siglo, presentan un Producto Interno Bruto per cápita similar. Lo que no parecería ser testimonio de un éxito histórico arrollador.  

Antón Chejov ha sido uno de los mayores creadores literarios que dedicó su obra a describir con ironía y compasión humana una sociedad amodorrada en sí misma y propensa a rehuir su realidad a través de sueños edificantes concluidos regularmente en la mediocridad acostumbrada y en renuncias fatalistas. Hasta la llegada de una tragedia colectiva que, una vez concluida, nos dejó la tramoya teatral de una democracia inexistente.                

La moraleja es banal. Hay países que esperan a veces el paso de las generaciones para conquistar un futuro democrático con alguna equidad social, donde las instituciones sean respetables y respetadas, donde los ciudadanos se sientan protegidos por la ley y donde la vida colectiva no dependa de la voluntad caprichosa de un solo individuo. Y cuando finalmente se supera el régimen previo que impedía el cumplimiento de los mejores anhelos, el presente que se asoma muestra toda la distancia de las aspiraciones incubadas a lo largo de tanto tiempo. Y ocurre así que la tradición se rompa sólo a media o que incluso la renovación implique volver a los estratos más profundos de la realidad que se quería superar. Y uno experimenta la angustiosa impresión de estar viviendo al mismo tiempo la ruptura y la continuidad. Una ruptura que es en realidad una restauración de los estratos más vetustos de aquello que se quería, finalmente, dejar atrás.   En estos casos –quién sabe si al lector se le ocurre alguna situación concreta cercana a él mismo y que se asemeje a lo que se acaba de decir- y sin que aparezca nada parecido a la nostalgia de un pasado indecente, el entusiasmo por el futuro, vistas sus primeras manifestaciones, claudica. Y viene a la mente la vieja conseja: cuidado con lo que sueñas, podría materializarse, si bien en formas inesperadas. Imposible regresar al pasado en las alas de la añoranza panglosiana hacia un mundo supuestamente perfecto. Pero resulta igualmente difícil seguir alimentando la esperanza de Vershinin sobre un futuro en que “la vida será muy linda, muy linda”.

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