Tres historias de Pirandello
Contaré tres historias de este escritor. Pero antes debo decir unas cuantas palabras sobre él. Luigi Pirandello nació en Sicilia -la tierra de mi padre, se me permita ese pequeño acto de vanidad sin merecimiento-, y murió en 1936 a los 69 años. Fue el mayor novelista y dramaturgo italiano del siglo XX. Obtuvo, digámoslo entre paréntesis y sin asignarle mayor relieve, el Nobel por la literatura en 1934. Pirandello no necesitaba este reconocimiento para ser parte del grupo de figuras literarias esenciales de su tiempo, como Proust, Conrad, Musil, Mann, Kafka, Zweig. El individuo, para él, no es una persona sino varias y más que personas es, en el curso de la vida, y a menudo en el mismo momento, varios personajes que les son impuestos por sus necesidades, imaginación, traumas, su subconsciente, por la necesidad de ser aceptado en su entorno, por la sociedad que impone roles sin pedir la anuencia de quienes tienen que asumirlos. Esos personajes conviven y riñen dentro de un yo que, sabiéndolo o menos, se busca a sí mismo sin posibilidad alguna de encontrarse. El yo socrático que se revela en el alma inmortal no es aquí más que una consoladora fantasía pre-cristiana; una necesidad de rehuir de la irreductible complejidad de la vida y de nosotros en ella.
Pirandello mismo es esa multiplicidad viva: un talento que inquieta por su exuberancia, por la vastedad y variedad de su obra y por la ausencia de un punto de equilibrio final. Pero aquí me referiré (y apenas de pasada) a uno solo de sus textos que, no por casualidad, es la colección de varios libros de cuentos que en algún momento reunió bajo el título de Novelle per un anno (Cuentos para un año). No se trata sólo de una obra de dimensiones portentosas (327 cuentos por 1,469 apretadas páginas) sino de un recorrido que desborda continuamente sobre una variedad vertiginosa de historias humanas que no presentan una moraleja, una enseñanza, un sentido. Es la humanidad en el infinito despliegue de sus contradicciones, ilusiones, estupideces, su dignidad, generosidad y cobardía, su ridiculez involuntaria, miserias, aflicciones, infortunios y sus escasos (siempre transitorios) momentos de satisfacción. Pero aquí debo detenerme ya que no soy un crítico literario y no podría penetrar más en una obra tan rica de personajes, matices, circunstancias sin caer en muy prescindibles lugares comunes. Me limitaré en lo que sigue a contar con mis palabras (ni modo), parafraseando a nuestro autor, tres de las historias que, como otros tantos fragmentos, forman ese prodigioso caleidoscopio (Las mil y una noches como arquetipo involuntario) de los Cuentos para un año. Comencemos parafraseando, con descabellada audacia, la pluma del nuestro.
El tren silbó
El escribano Belluca, ese era su nombre, había sido internado en un manicomio de pobres: pronunciaba frases incomprensibles y los colegas que, más por curiosidad que por compasión, habían ido a verlo, temían que de esa no habría salido con vida. El hecho es que la tarde anterior, frente a una áspera reprimenda de su jefe, se le había abalanzado con gesto amenazador. Prueba irrefutable de enajenación mental. Alguna incomprensible enfermedad debía haberle afectado su sano juicio. Y además Belluca siempre había sido un hombre paciente y sumiso: silencioso y puntual en la oficina. Parecía vivir circunscrito, así decían, por los libros contables sobre los que trabajaba. Se parecía a un viejo burro acostumbrado a su rutina, curtido a ser fustigado y ser objeto de burlas de sus superiores y sus colegas. Nunca había dado muestra de fastidio y mucho menos de insubordinación.
La tarde anterior, por una vez, el jefe había tenido razón reprochándolo. Belluca no había hecho nada durante el día entero y cuando el principal le había exigido una explicación, su respuesta fue:
-El tren silbó, licenciado.
Y en medio de los colegas que lo observaban intrigados, añadió:
-Sí señor, silbó y supiera usted hasta dónde llegué, hasta Siberia, hasta las forestas del Congo.
El jefe de la oficina, que ese día estaba particularmente malhumorado, lo maltrató y llegó a zarandearlo. Pero esta vez, en medio del asombro y el terror de los presentes, Belluca se rebeló y entre gritos descompuestos repetía ese asunto del silbido del tren e incluso en el hospicio de los locos imitaba ese chiflido. Sin embargo, sus ojos generalmente apagados eran ahora lucidísimos como los de un niño, de un hombre feliz. De sus labios salían expresiones extrañas, poéticas, inconexas. Quien sólo se había ocupado de números y de libros contables ahora hablaba de frentes
montañosos cubiertos de nieve, de grandes cetáceos en el fondo de los océanos.
Sólo un vecino de casa del escribano negaba que se hubiera enloquecido. Había que conocer, decía, las condiciones “imposibles” de su vida doméstica. En su vivienda habitaba con tres mujeres todas ellas, por distintas razones, ciegas, su esposa, la suegra y la hermana de la suegra que pasaban todo el día entre alaridos y quejas porque nadie las servía. En el departamento vivían también sus dos hijas viudas, una con cuatro y la otra con tres hijos. Y esas doce personas debían encontrar lugar cada noche, entre llantos y riñas, en las únicas tres camas que había en el lugar. Y todos dependían del pobre salario de Belluca que redondeaba sus ingresos copiando cartas en las noches cuando finalmente caía el silencio sobre un caos que no parecía terminar nunca. Pero ya en la madrugada sus ojos cansados se le cerraban, la pluma le caía de la mano y él se desplomaba vestido sobre un sofá que debía haber tenido tiempos mejores.
Cuando el vecino fue a verlo al hospicio, Belluca se reía de los médicos que lo creían loco. Ojalá lo fuera, decía. A lo largo de muchos años él se había simplemente olvidado de que el mundo existía. Y una noche en que se había tirado en el sofá sin poder conciliar el sueño, de pronto, en la lejanía, había escuchado el silbido de un tren y fue como si sus oídos se destaparan, como si aquel tren de paso hubiera anulado por un momento sus miserias y lo hubiera abierto al mundo. Con el pensamiento había corrido detrás del tren que se alejaba hacia destinaciones desconocidas donde la vida vivía mientras él estaba encerrado en su desbarajuste doméstico y en su trabajo hecho de números sin sentido y siempre iguales a sí mismos. Gracias a aquel silbido, se había dado cuenta de que su existencia miserable era una prisión que lo excluía del mundo. En los mismos instantes en que sufría dentro de su vida “imposible” había montañas cubiertas de nieve que se alzaban en el cielo nocturno, océanos, forestas…
Decidió que cuando se hubiera repuesto del todo habría ido a disculparse con su jefe, pero le habría dicho que, de ahí en adelante, no debía exigirle demasiado. Tendría que aceptar que entre cuentas y balances él se escapara de cuando en cuando para dar un salto en Siberia o en las forestas del Congo. Y pensó que habría añadido:
-Se hace en un momento licenciado. Ahora que el tren ha silbado.
Sólo un comentario. El silbido del tren puede tomar muchas formas que abren horizontes y rompen los muros de la pobreza pegada al cuerpo como una segunda piel. Por desgracia, en la vida de las mayorías ese tren nunca pasa y el silbido, cuando es emitido, no traspasa la membrana que conduce los ruidos del mundo al cerebro, a la consciencia o como se diga. Ser pobre es estar excluido del mundo mientras se está en medio de una bulla que no deja escuchar sino a sí misma.
La herejía cátara
El profesor Bernardino Lamis era titular de historia de las religiones en la Universidad de Roma y tenía dos alumnos que seguían cuidadosamente las lecciones del venerado maestro. Seis meses antes había salido una “mastodóntica” monografía sobre la herejía cátara del profesor alemán Hans Von Grobler que la crítica italiana había ensalzado hasta el séptimo cielo. Ahora bien, hay que saber que tres años antes el profesor Lamis había escrito dos grandes volúmenes sobre el mismo argumento que ni la crítica italiana ni Grobler habían tomado en consideración. Lamis, heridos en el corazón, no podía evitar de pensar amargamente que los críticos italianos, en su pávido servilismo, consideraban como una piedra preciosa todo los que venía del exterior mientras veían como un burdo guijarro sin valor lo producido entre los confines nacionales. Nuestro profesor había escrito una minuciosa reseña crítica del libro alemán revelando todas sus fallas y errores de perspectiva histórica. Pero ninguna revista italiana había publicado su ensayo. No le quedaba que desahogar toda su bilis acumulada en la lección sobre la herejía cátara que habría tenido, como parte de su curso universitario. Ahí revelaría con abundancia de detalles sus incuestionables argumentos contra la obra de Von Grobler.
Mientras estaba entretenido en estas incumbencias vitales para su dignidad profesional, le había caído en casa la viuda de su hermano con sus siete hijos. Y donde antes reinaba la paz y la concentración del estudioso se hizo el infierno. Y el colmo llegó cuando la cuñada encargó a uno de sus hijos robar los libros de la biblioteca del profesor para venderlos en las librerías de usado. Cuando el profesor Lamis se percató del saqueo de su preciosa biblioteca decidió abandonar en el acto su casa y su adorado jardín y recluirse en dos cuartuchos donde reconquistó paz y concentración para prepararse para su famosa lección sobre la herejía cátara. Dedicó tres día febriles a la tarea y la mañana en que se encaminaba a la universidad cayó un diluvio sobre Roma. Llegó completamente empapado. Pero después de tres días de concentración para sintetizar sus extensos estudios estaba excitado frente a la inminencia de su memorable lección en que habría expuesto el tema con claridad, los orígenes, las razones, la esencia y la importancia histórica de la herejía cátara. El salón de clase en que entró era oscuro incluso en los días soleados y más aún en aquel día de cielo plomizo. Esperaba la presencia acostumbrada de sus dos alumnos y entrevió una multitud de asistentes. Evidentemente, pensó, había circulado la noticia de su formidable lección de aquel día. Contrariamente a su costumbre, el tema y sus rencores almacenados lo llevaron a usar un tono de voz vibrante y a gesticular. Era su revancha contra todos los que lo habían ninguneado. Y aquellos buenos jóvenes lo escuchaban en un religioso silencio.
Cuando estaba a la mitad de la lección llegó uno de sus dos alumnos que se había demorado por la lluvia torrencial. No sabía si entrar para no interrumpir el calor de la exposición profesoral. Apenas entreabrió la puerta y pudo ver que sobre los pupitres descansaban las gabardinas goteantes en un salón desierto en que eran el único auditorio del profesor Lamis. Cuando los estudiantes de derechos del salón de al lado salieron ruidosamente para recoger sus gabardinas, el viejo estudiante del profesor les impidió el paso.
-Por caridad no entren, no lo mortifiquen. El profesor habla solo.
Mientras tanto, Lamis seguía:
-Ahora bien, si los primeros albigenses, según nuestro ilustre historiador alemán…
Aquí también me permitiré una escueta glosa final. ¿Cuántas veces, profesores o no, hemos hablado creyendo de ser escuchados? ¿Y cuántas veces hemos creído que nuestra palabras tenían un sentido para aquellos que, aparentemente, escuchaban? Uno de los tantos actos de confianza que ayudan a vivir.
Mundo de papel
El señor Balicci tenía dos características: era un lector voraz, sobre todo de libros de viajes, y sufría una pérdida progresiva de la vista. Cuando leía parecía que se iba a comer los libros tanto metía la nariz entre las hojas abiertas. Su vista se deterioraba irremediablemente y al final decidió contratar a alguien que ordenara sus libros en los anaqueles dispuestos en su departamento. Apoyaba su frente al lomo de los textos y volvía con la memoria al contenido de aquellos libros de viaje, de filosofía, de historia y literatura. Regresaba con su memoriosa fantasía a los particulares que se les habían grabado en la mente: las cuatro linternas encendidas del barco fondeado en un puerto desierto al amanecer; la llameante puesta del sol de otoño en que se perfilaban las siluetas de dos grandes caballos negros que comían el heno en sus sacas colgadas del cuello al final de una avenida arbolada. Pero llegó el punto en que no pudo aguantar más aquel silencio angustioso de sus libros. Y puso otro anuncio en el periódico solicitando un lector o una lectora. Llegó una señorita que, sin embargo, leía con tono declamatorio y gestos enfáticos.
El señor Balicci antes le pidió que leyera en voz baja y después, ya que ni eso era suficiente, le dijo que leyera sin pronunciar las palabras; él se habría encargado se seguir la lectura con su memoria mientras la muchacha pasaba de una página a la otra. La recién empleada quedó estupefacta. ¿Cómo leer a un ciego sin usar la voz? Pero eso, exactamente era lo que se le pedía. Él explicó. Yo puedo seguir con la memoria mientras oigo el crujir del paso de las hojas. Así quedará todo igual como está en mi memoria ya que es su voz a dar un falso color a mis recuerdos.
Un día Balicci le encargó de leer un libro de viaje en Noruega y le pidió que le recordara los detalles de la catedral de Trondhjem en cuyo costado, entre los árboles, estaba el cementerio donde los deudos llevaban flores frescas cada sábado. A ese punto la mujer se enojó y no pudo retenerse mientras exclamaba: pero yo estuve ahí y no es como está descrito aquí. Balicci también se alteró y replicó:
-Le prohíbo decir que no es como está escrito ahí. Debe ser así y basta. Usted me quiere arruinar. Váyase.
Cuando la mujer se fue, recogió el libro del suelo y Pirandello, como voz fuera de campo, comenta: “Nada debía tocarse. Así era su mundo. Su mundo de papel. Todo su mundo”. Un comentario para concluir: Keynes decía que muchos de nosotros somos prisioneros del pensamiento de economistas muertos desde hace generaciones. Muchos más son prisioneros de libros que se han vuelto más importantes de las realidades que intentaban describir, si no, incluso, explicar. No es necesario ser ciegos para vivir en un mundo de papel y devaluar la realidad que debería alimentarlo.
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