Simenon: USA y URSS (Anotaciones sobre dos novelas)
Obras inolvidables y autores censurables
Hay obras literarias que se admiran y hasta apasionan mientras sus autores pueden resultar poco atractivos o incluso execrables a los ojos del lector. Posiblemente no sea esta la norma ya que toda obra literaria tiende hilos de afinidades más o menos ocultas entre el autor y el lector. Pero, a veces, no es así. En mi caso, una de las obras literarias que más me han emocionado por su prosa descarnada, su ironía y por la precisión descriptiva de los caracteres individuales y de la atmósfera cultural en que se mueven ha sido Almas muertas de Gogol. Y sin embargo, el autor no me resulta atractivo y para entenderlo sería suficiente leer las duras críticas que a mediados del siglo XIX le dirigió ese notable crítico literario que fue Visarión Belinsky quien reprobaba la mojigatería de un novelista que fue amado por su mofa sutil contra la autocracia zarista y el fanatismo eslavófilo. Rasgos que Gogol abjuró en el último tramo de su existencia. Por razones similares se me dificulta amar a Dostoyevsky a pesar de la enorme admiración hacia obras como Los hermanos Karamazov o Los demonios. En pocas palabras, puede haber razones no literarias para no amar a autores cuyas obras literarias cautivan. Lo que no disminuye ni de un ápice el valor de esas mismas obras.
¿Por qué esta premisa? Porque exactamente esto es lo que me pasa con el autor del que hablaré aquí: Georges Simenon. Su amplísima obra literaria (además de las novelas policiacas del comisario Maigret, que lo hicieron mundialmente famoso) ha sido considerada por algunos como el logro de un genio literario del siglo XX. Es posible que esta opinión sea válida, pero quien escribe no tiene la autoridad crítica para sostenerla o cuestionarla, aunque algunas de las novelas de Maigret y algunas otras puedan considerarse importantes por la descripción de entornos culturales y de vida cotidiana desvanecidos en el tiempo. No me entretendré en explicar las razones por no amar a Simenon. Sólo mencionaré su ambigüedad durante la ocupación nazi de Francia y la jactancia que lo llevó a presumir de haber hecho el amor con miles de mujeres durante su vida. A cada uno el derecho de encontrar distintas razones para enorgullecerse. Y a cada uno el mismo derecho para dudar de las razones del orgullo ajeno.
Pero lleguemos al punto: la aguda representación realizada por Simenon de algunos rasgos centrales de la antigua URSS y de los Estados Unidos. Nuestro autor conoció la Unión Soviética en 1932 y vivió en Estados Unidos entre 1945 y 1955. En el primer caso nos referimos aquí a la novela Los vecinos de enfrente (de 1933). En el segundo, a Maigret y los dominios del coroner (de 1949).
Simenon y la URSS
El nuestro tenía 30 años cuando escribió Los vecinos de enfrente. Y a pesar de su juventud y del breve conocimiento directo del país, ofrece un cuadro descarnado y sombrío que muchos años después trazarán las obras de Nadiezdha Mandelstam, Solzhenitsyn, Grossman y muchos otros. La trama es sencilla: el joven cónsul turco en Batum (ayer perteneciente a la URSS y hoy a Georgia, en la orilla oriental del Mar Negro) se enamora de su secretaria quien, por órdenes superiores, intentó envenenarlo. De paso, una tradición diligentemente restaurada por Putin contra sus opositores. En el intento del cónsul por sacar clandestinamente a Sonia (su secretaria) del país, ésta se pierde en los meandros de un país y un régimen donde la diferencia entre verdad y mentira se ha disuelto en nombre de una ideología que ha conquistado el derecho a erigirse a una verdad capaz de justificar los peores crímenes en nombre de un poder incuestionablemente virtuoso. Simenon describe un mundo en que aquello que llamamos sociedad civil ya no existe y sólo subsisten un Estado omnipotente e individuos temerosos que no hablan entre sí por el temor a ser delatados por cualquier media frase que pueda interpretarse como crítica al régimen. El autor de Maigret registra el miedo que alimenta la desconfianza como una neblina mefítica que obliga todo mundo a refugiarse en una impotente madriguera psicológica, los arrestos arbitrarios que convierten a las víctimas en reos de delitos indefinidos, la pobreza difusa con apiñamiento de diversas familias en un solo departamento, las tiendas exclusivas para extranjeros y altos jerarcas del régimen y, finalmente, un espinoso nacionalismo que resurge del pasado para justificar el paroxismo ideológico del presente. Un presente que, recién nacido, ya muestra las señas de una rigidez cadavérica. En esta novela de 1933 Simenon, sin disponer de instrumentos intelectuales particularmente refinados, logra anticiparse a personalidades tan importantes como Gide y Orwell en rasgar los velos de hipocresía y de cinismo que envuelven una realidad de opresión encerrada en una virtuosidad mentirosa.
Paréntesis mexicano
Algunos días atrás el gobierno de México otorgó la honorificencia del Águila Azteca a un dictador caribeño heredero de un régimen totalitario que, en nombre del socialismo, oprime desde hace 64 años al pueblo cubano. Todos, siempre, llegamos tarde a interpretar los signos de la realidad que cambia, pero un retardo de 90 años en la comprensión de lo que Simenon ya había entendido en 1933 pone al gobierno mexicano literalmente fuera de los tiempos del mundo. Y lo ubica en una surreal isla temporal incontaminada por la realidad y la consciencia universal.En estricta síntesis: una indecencia intelectual y política. Cuba reproduce el modelo soviético de partido único, ausencia de división de poderes, negación de las libertades individuales y colectivas y nosotros ponemos la placa de la Gran Cruz de la Orden del Águila Azteca en el pecho de un dictador que usa el socialismo como cachiporra contra su pueblo. No estamos sólo frente al atraso cultural de un presidente, sino frente al perturbador aturdimiento ideológico de una izquierda mexicana que sigue entrampada en un pasado que nunca fue digno de admiración. Repitamos lo dicho en otras ocasiones: una izquierda que sigue orgullosa de un pasado del que debería avergonzarse, un pasado en que se mezclan el partido único de la URSS y el semi-único del PRI. Ningún asombro, entonces, que un gobierno mexicano “de izquierda” honre a un dictador. Sello de una coherencia suicida.
Maigret en Estados Unidos
En 1949, con un nuevo episodio de Maigret, ambientado esta vez en Estados Unidos, Simenon, que vive realmente ahí, pone en boca del famoso comisario sus propias opiniones sobre el país en que vive. El novelista registra diferencias en la pobreza entre países: mientras en Francia es evidente, en Estados Unidos, tierra de abundancia y del éxito personal como obsesión colectiva, la miseria es púdica, sin andrajos, pero es más “implacable y desesperada”. Podríamos decir como una culpa que busca ocultarse por traicionar una identidad nacional que rechaza la sola idea del fracaso. Simenon lo dice crudamente: en Estados Unidos la admiración hacia el éxito personal prescinde de razones morales. Merece admiración tanto la estrella de cine como el asesino célebre. Por otra parte, el gánster es socialmente necesario en tanto que responde a una demanda de mercado de bienes y servicios que la colectividad repudiamientras, al mismo tiempo, requiere.
Una sutil hipocresía, registra Maigret-Simenon, se esconde detrás del hecho que en Estados Unidos los bares se encuentren en lugares cerrados generalmente envueltos en la penumbra, mientras en Francia los mismos bares, con mesas y sillas en la calle, acogen personas que pueden tomar bebidas alcohólicas a la vista de los paseantes. En Francia no es necesario esconderse para tomar, en Estados Unidos sí. Como, por cierto, resulta evidente con el merolico callejero que bebe de una botella oculta en una bolsa de papel. En Estados Unidos el bar es el lugar de una soledad que se sustrae momentáneamente a un mundo de reglas que imponen trabajo duro y familias felices. El bar es aquí el lugar, necesariamente oscuro, donde es posible emborracharse sin temor a la condena social. El lugar, podríamos añadir, de una rebeldía solitaria en que el individuo revela su desesperada impotencia, como resulta plásticamente en los cuadros de Edward Hopper. Después de la borrachera, como acto de libertad, y pasada la cruda, el individuo podrá otra vez volverse un empleado diligente y un padre de familia irreprochable.
Maigret-Simenon toma nota de la presencia en cada hotel de una Biblia con su caratula negra al lado de cada cama. En resumen, dice: la Biblia y el bar, como complementos. No por casualidad Simenon termina su novela con estas palabras: “Maigret se preguntó qué estaba haciendo allí”.
Post Scriptum
Lo anterior está lejos de querer poner en un mismo plano la antigua URSS y los Estados Unidos. La peor democracia (y, obviamente, no es el caso de E.U.) es superior a la mejor dictadura ideológica. Y la razón es sencilla: democracia significa libertad, o sea, posibilidad de cambiar la realidad. En cambio, toda dictadura es santificación de un presente congelado.
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