Pirandello, otra vez (Cuentos morales)

8 febrero, 2021

Sigo con los Cuentos para un año del autor siciliano. Por dos razones: la primera es que, además del trabajo (aunque sea en soledad), la literatura es un sedativo para la incertidumbre y el hastío hacia sí mismo cuando uno se convierte en ermitaño doméstico. La otra razón es porque, en el  encierro, Pirandello abre ventanas en paredes que parecían tapiadas oxigenando el intelecto (para llamarlo de alguna manera). En  Cuentos para un año queda dibujada la asombrosa variedad de aquello que los seres humanos somos y, con razonable confianza (y temor), seguiremos siendo. Haré lo que ya hice: comprimir y parafrasear tres cuentos de la obra mencionada. El costo es obvio: el encanto de la narración pirandelliana se pierde. El posible beneficio está en rescatar las parábolas, moralejas, o como se diga, entretejidas en estos cuentos. La literatura, aquí, es apenas un pretexto, una incierta alusión en que se mezclan la actualidad y el pasado.     

Agua y ya

Los acontecimientos ocurren en Milocca, donde no hay peligro alguno que la civilidad llegue algún día. En el pueblo trabajaba un médico, tal Calajó, que gozaba fama de buen estudioso habiendo contribuido a la cura de graves enfermedades. Pero eso era suficiente para alimentar la desconfianza de los paisanos. En efecto nunca lo consultaban salvo en casos de muerte inminente de algún enfermo, cuando ya no había nada que la ciencia pudiera hacer. Para las enfermedades comunes, la gente mandaba llamar a Piccaglione, que medico no era y curaba cualquier dolencia con pelotitas de azúcar de distintos colores. Cinco o seis bajo la lengua y ya. Curación asegurada. Piccaglione era justo el médico que se requería para Milocca: no había estudiado medicina, no tenía ni el menor interés en la ciencia y cuando se le preguntaba algo contestaba desviándose del tema. Pero con sus pastillas de azúcar no mataba a nadie; quien mataba era el doctor Calajó consultado cuando ya no había nada que pudiera hacerse. Sin considerar la otra ventaja del curandero: con él podía prescindirse de la farmacia. Todos sus remedios estaban en un maletín dividido en tantas secciones en cada una de las cuales había una ampolla de vidrio llena de bolitas de azúcar embebidas en alcohol.       

   Y en efecto fue el farmacéutico quien se quejó con el doctor en estos términos: -aquí la población está en manos de un impostor y usted no hace nada. “Es su sagrada obligación defender al pueblo incluso si no quiere ser defendido; defenderlo contra su ignorancia y locura”. Dale hoy, dale mañana, el doctor prometió finalmente que habría presentado una denuncia al prefecto contra ese individuo que ejercía abusivamente la profesión.

La voz comenzó a circular en el pueblo alimentando la indignación de la gente. Todo mundo estaba en agitación. El único que mantenía la calma era Piccaglione quien fue visto dirigirse con toda tranquilidad a la casa del doctor Calajó. El mismo doctor fue a abrir la puerta y antes de que pudiera decir una sola palabra, el otro le entregó un fajo de notitas. Calajó echó una rápida mirada y reconoció la escritura.

-¿Mi mujer?

Sin inmutarse Piccaglione contestó que esa era la forma con que era consultado por su esposa, a través de la sirvienta.

-Por alguna dolencia gástrica de sus hijos.

Y antes de irse añadió: -y por desgracia me temo que sea escarlatina.

El doctor corrió al cuarto de sus hijos y los encontró abrasados en la fiebre y se dio cuenta de inmediato que ya no había nada que hacer. Los dos niños, por suerte, murieron rápidamente, sin sufrir demasiado, como dos pajaritos.

Calajó creía enloquecer por el dolor, reía, gritaba, lloraba, se daba del payaso y al otro doctor que acorrió a su llamado le dijo: -ya verás, ahora serán capaces de afirmar que yo los maté. Me odian porque no soy como ellos, eternamente entregados a esperar un milagro para el día siguiente.

El joven colega consideró que había llegado el momento de decir algo aunque sólo fuera por consuelo: -¿Y tú por qué no haces lo que ellos te piden? Un poco de agua pintada de colores y ya.

Después de pensarlo un rato Calajó entendió. Es cierto –se dijo- quieren morir con un sabor dulce en la boca. Y se prometió a sí mismo que de ahí en adelante, por venganza, así curaría sus compaisanos. Agua y ya.

Tú te ríes

Un jalón furioso lo sacó del sueño aquella noche también. Aturdido todavía en la somnolencia, el señor Anselmo escuchó su mujer gritarle lo de siempre:

-Tú te ríes.

Eran sus celos que le hacían creer que el marido se reía en el sueño entregado a quizá cuáles aventuras amorosas. Y él tenía que ser paciente porque su mujer padecía de un perpetuo dolor de cabeza además de un asma nerviosa y variedad de otros achaques más o menos imaginarios. Mientras el señor Anselmo bajaba para traer a su mujer un dedo de agua con veinte gotas de algo, inadvertidamente se acomodó algunos de los veinticinco pelos que le quedaban en la cabeza. Y otra vez la mujer, que lo vio, armó el escándalo:

-Él se arregla el pelo, incluso de noche, en piyama, mientras yo me estoy muriendo.

Era la letanía acostumbrada y no le hizo mayor caso. Mientras recorría el pasillo escuchó la voz de una de sus cinco nietas que había acogido, con la nuera, en su casa después de la muerte de su único hijo. La mujer, por suerte, se había escapado algunos días atrás con un viejo amigo de su hijo. Y a él le tocaba sostener esa familia ampliada con sus flacos ingresos. Entró en el cuarto de las niñas y a la mayor, su preferida, que presentaba señas prematuras de un futuro raquitismo, y que se había despertado, le dijo:

-Sabes Suzí, me he reído.

-¿Esa noche también?- contestó la niña.

-Sí, y no te imaginas qué risotada.

Ahora Bien, el señor Anselmo estaba absolutamente seguro de no haber soñado nunca en su vida y menos aún de haberse reído en el sueño. Por cierto, dormido o despierto, tenía pocas razones para reír.

El día siguiente quiso consultar el asunto con el médico de enfermedades nerviosas que venía a la casa a ver a su mujer en días alternos. La pregunta fue directa: ¿es posible que alguien se ría mientras duerme incluso si no sueña? En medio de un discurso salpicado de palabras griegas, que daban aspecto científico a su responso, la respuesta del doctor fue definitiva: -no es posible.

-Qué bribonada -le escapó dicho al señor Alselmo- estar contento, al menos en sueños, sin poderlo saber. El sueño le quitaba de encima la cortina de sus angustias cotidianas pero le negaba las delicias que su mujer avizoraba en sus supuestas sonrisas nocturnas.

Sin embargo, una vez, por pura casualidad, recordó la mañana siguiente, el sueño de la noche apenas transcurrida. Había soñado una larga escalinata en la que un colega de la oficina subía, con sus piernas maltrechas, gracias al auxilio de un bastón. Y mientras subía fatigosamente el jefe de la oficina le hacía perder el equilibrio golpeando el bastón en que se apoyaba su colega, quien caía y desde el suelo intentaba dar patadas a su superior que hábilmente las esquivaba. El jefe, a su vez, intentaba penetrar con la punta cruel de su bastón las asentaderas del pobre lisiado. Lo que al final conseguía.

Una vez despierto, el señor Anselmo tuvo una mueca de disgusto. ¡Esa era toda su felicidad nocturna! Pero después pensó que, a final de cuentas, era natural que se riera de esas estupideces. ¿De qué otras cosas podía reírse en sus condiciones? Era necesario volverse estúpido para poder reírse. ¿Cómo podría haberlo hecho de otra manera?

“In corpore vili”

Cosimino, el sacristán, mantenía a sus hijos de vigía al mercado para que le avisaran cuando vieran a la vieja sirvienta de Don Ravaná, el párroco. Finalmente la vieron frente al puesto del pescadero mientras iba a comprar unos camarones. Y ahí mismo se armó la trifulca con Cosimino que, avisado a tiempo, le quería impedir la compra de los crustáceos.

-No –decía- el padre Ravaná no puede comer esas cosas, le arruinan el estómago. Se lo prohibió el doctor.  

Acorrido en el lugar del escándalo, el curato, con cierto embarazo, negó de haber dado a la sirvienta instrucciones de comprar los camarones incriminados. El doctor le mandaba alimentarse exclusivamente con carne hervida, consomé y leche, explicaba a los curiosos que se habían reunido alrededor del puesto del pescado.

El día siguiente el doctor Liborio Nicastro, visitando a don Ravaná en la sacristía, notó que tenía la lengua sucia y mandó que se tomara tártaro emético que ciertamente tenía efectos curativos produciendo, sin embargo, vómitos, agudos dolores estomacales y sudores fríos por su alta toxicidad. El sacristán, que no parecía particularmente contento frente al diagnóstico, quiso que el doctor le confirmara la receta, lo que el médico hizo añadiendo el inexorable latinajo: –Si applicata juvant, continuata sanant.

Con cara oscura y dirigiéndose al cura, dijo Cosimino: -deme el dinero y váyase a su casa. Ahora llego.

Cuando cruzó la puerta de la casa del cura, éste, contrito, le confesó que no había podido resistir a la tentación de los camarones pero que había castigado a la sirvienta que lo había tentado el día anterior con esa comida y, dirigiéndose en tono de súplica a Cosimino, le preguntó: -¿qué habrías hecho tú en mi lugar?

-Habría comido los camarones –contestó seco Cosimino- pero luego habría pagado por mi cuenta mi pecado de gula y no lo habría descargado sobre un pobre inocente.

En efecto, don Ravaná hacía tomar el tártaro emético a Cosimino y, viendo los efectos del medicamente en el cuerpo de su víctima, traía de ello beneficios curativos en virtud del ejemplo. Don Ravaná necesitaba del remordimiento que le daba el sufrimiento de su sacristán para sentirse mejor, incluso si eso le producía un horrible sentido de culpa y llegaba incluso a llorar por ello.

-Lágrimas de cocodrilo, decía el inclemente Cosimino.

Mientras veía su sacristán retorcerse y gemir por los dolores, el cura ofrecía generoso:

-¿Quieres un buen pedazo de pan y un huevito en tu consomé?           

-No quiero nada, déjenme en paz. Usted habla y habla mientras yo tengo el veneno en cuerpo por su culpa. Maldición, perdería la fe, ay, ay…

Finalmente, Cosimino se fue presionando las manos sobre el estómago.

Don Ravaná dijo entonces a la sirvienta: -qué ingrato, con todo el bien que le hice. Bueno, tráeme a mí el consomé. ¿Se lo metiste el huevo?

Terminada su cena, añadió: -ahora tráeme sombrero y capote. Voy a Salir. Me siento muy bien, gracias a Dios.     

Publicado en Reseñas