“Naturaleza humana” (Sahlins y Tolstoi)
Marshall Sahlins es un antropólogo estadounidense que cuestiona la idea de una “naturaleza humana” fijada desde siempre y que obliga las sociedades a darse ciertas formas para controlar aquello que dejado a sí mismo produciría un estado de guerra permanente entre los seres humanos. La obra que comentamos aquí (La ilusión occidental de la naturaleza humana) publicada en 2011 por el Fondo de Cultura Económica, es un breve recorrido por el pensamiento social que a lo largo de siglos ha fijado una visión suspicaz acerca de la democracia como una construcción peligrosamente expuesta al riesgo de inestabilidad y discordia social.
Partamos de la conclusión de nuestro autor. Gran parte de la historia de la civilización occidental (y no sólo: estoy pensando en la China del reino Qin en tiempos de Xu Zi y Shang Yang) se construyó sobre la idea de que a una naturaleza humana violenta y aprovechada, siempre correspondió la necesidad de construir normas y leyes, capaces de domesticar el instinto a apropiarse con el engaño o la fuerza del fruto del trabajo ajeno. De lo que se deriva que la cultura es una construcción humana que surge como respuesta a una naturaleza naturalmente salvaje. ¿Será exactamente así? Refiriéndose a otro antropólogo estadounidense –Clifford Geertz-, Sahlins invierte los términos de la cuestión: el hombre en su condición natural, pre-social, nunca existió. Al contrario de la percepción común, la cultura es más antigua que el Homo sapiens. En realidad “la cultura es la naturaleza humana” dice Sahlins. Y va más lejos aún. El cerebro humano evolucionó desde el Pleistoceno (2.5 millones de años atrás) bajo el impulso de mantener un conjunto de relaciones sociales extenso, complejo y solidario dada la necesidad gregaria de la dependencia recíproca. Esta habilidad requería una capacidad simbólica que imponía “culturizar nuestra animalidad”. La naturaleza humana como realidad inmutable que surge de la noche de los tiempos no es más que un póstumo invento cultural.
Sin embargo, aquí es oportuna una observación al margen. si la cultura fija en el tiempo ciertos comportamientos, puede ocurrir que estos mismos comportamientos productos de sociedades determinadas terminen por asumir el aspecto de algo primigenio, innato. Dicho de otros términos, y es algo que Sahlins no parece percibir, es posible que aquello que la cultura produjo no termine sólo por ser visto como natural sino que se vuelva natural (en cierto contexto y en cierto tiempo) hasta que en el largo plazo surjan de la sociedad condiciones y presiones capaces de alterar una naturaleza socialmente creada. Pero dejemos este aspecto a un lado y partamos de la historia occidental que produjo esa “naturaleza humana” que a lo largo de milenios hemos querido domesticar en bien de la paz y la estabilidad social. En su Historia de la guerra del Peloponeso (entre las coaliciones formadas alrededor de Esparta y Atenas), Tucídides describe la brutalidad y los engaños con los cuales las facciones contrapuestas se enfrentan al interior de una misma ciudad. Escribe el historiador griego:
Los males se excusaban nombrándolos con nuevos nombres…a la templanza y modestia [se les llamaba] cobardía y la ira e indignación arrebatada, nombrábanla osadía varonil.
Y todo eso en medio del caos, el asesinato, la venganza y las peores brutalidades. Tucídides no tenía en gran consideración la democracia y no asombra que su casi contemporáneo Platón viera la armonía social basada en una república gobernada por una elite culta, el “rey sabio” justamente. La “naturaleza humana” debía ser amansada por los sabios ya que los hombres no podían gobernarse solos sin que sus instintos terminaran por prevalecer alimentando conflictos interminables.
Ninguna asombro, como registra Sahlins, que la primera traducción del griego al inglés de La historia de la guerra del Peloponeso fuera de Thomas Hobbes, el teórico del estado de naturaleza como guerra permanente de todos contra todos. Frente a eso, el único remedio para establecer la paz y la armonía era la autoridad absoluta del monarca en cuyas manos los súbditos renunciaban a su previa autonomía individual o a la posibilidad de construir una autonomía colectiva negociada. En otros términos, el despotismo como remedio inexorable a una naturaleza humana indómita y brutal.
Sahlins dibuja un cuadro desolador: la cultura occidental (él piensa especialmente en Estados Unidos) construida sobre la filosofía de Hobbes para la cual el estado natural de la humanidad es la guerra y sobre la religiosidad fanática de Calvino que ve la mente humana naturalmente proyectada contra las leyes divinas. Paréntesis: será suficiente leer el Castellio contra Calvino de Stefan Zweig para tener una idea de la santurrona brutalidad y el terror interiorizado de la Ginebra calvinista que pretendía ser una respuesta a los vicios (indiscutibles) de la Iglesia romana. La virtuosa Ginebra como uno de los primeros casos históricos de totalitarismo puritano.
Acercándonos en el tiempo damos con Karl Polanyi que mostró concluyentemente como en los orígenes del capitalismo, más que los instintos naturales del hombre (como sostenidos por generaciones de filósofos), encontramos una acción estatal que rompe los nexos solidarios (ciertamente conservadores) de corporaciones, comunidades, etc. El capitalismo no brota de pulsiones naturales, sino que en sus orígenes encontramos voluntades políticas y actos de poder que terminarán por naturalizarse, o sea, por legitimar comportamientos adquiridos.
Llegando al presente encontramos en la parte dominante de las ciencias sociales que se enseñan en prácticamente todas las universidades del mundo la idea del capitalismo como expresión de pulsiones naturales de seres humanos a la competencia, al egoísmo, a un aséptico individualismo posesivo. La realidad al revés. Si no existe un individuo pre-social, la idea de una inmutable naturaleza humana es una pobre ficción. En las aulas universitarias la sociedad y la cultura que crearon un individuo históricamente determinado por sus relaciones sociales se vuelven producto de un individuo puesto fuera de la historia, de la cultura y la geografía. Un monolito psicológicamente homogéneo en la antigua cultura de las islas Fiji como en la Ámsterdam mercantil del siglo XVII. Filosofía, sociología, antropología y, especialmente, la economía se vuelven teológicas: el hombre es un animal antisocial y egoísta como queda demostrado por el pecado original que causó su expulsión del Jardín del Edén. Ahí comienza la historia. ¡Y qué viva la Ciencia social!
Antes de Platón y Tucídides, y mucho antes de Montesquieu, Heráclito sostenía que la unidad (la coherencia de cierta estructura social) viene de los contrarios, la armonía del conflicto, una línea de pensamiento que llega (en la lectura de Sahlins) hasta John Adams, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, y su visión de la democracia como equilibrio de poderes en pugna.
Traduzcamos lo anterior en términos más cercanos no sólo al capitalismo de nuestra era sino al capitalismo del subdesarrollo en que vive gran parte de la humanidad. Sólo la mayoría de los débiles organizados puede hacer posible algún equilibrio frente a la minoría de los fuertes coaligados en la defensa de sus privilegios. O sea, sólo la política puede corregir los desequilibrios y las injusticias que vienen de una economía que concentra poder y riquezas en pocas manos. Pero si las instituciones (materialización de la política) no cumplen la tarea de equilibrar las fuerzas por su inconsistencia interna, porque los políticos representan sí mismos o porque son cooptados por fuerzas de la economía o del poder, entonces el subdesarrollo se vuelve un desequilibrio permanente imposibilitado a remediar la polarización que impide la formación de una unidad que se crea y recrea gracia al conflicto dinámico entre sus partes.
Volvamos a lo anterior: la “naturaleza humana” no existe fuera de la cultura, es más, la cultura es la naturaleza humana y la cultura es historia. De ahí a la conclusión de Sahlins: “La naturaleza humana es un llegar a ser en vez de un ser constituido para siempre”. Si eso es cierto no es fácil imaginar qué pueda quedar de la microeconomía o de una sociología basada en hipótesis de comportamientos meta-históricos que conducen a deducciones abstractas tan lógicamente consistente como históricamente irrelevantes.
Mientras leía el libro de Sahlins leí al mismo tiempo las memorias que la hija mayor de Tolstoi (Tatiana) escribió en 1928 sobre su ilustre progenitor (Sobre mi padre). Y muchos hilos se cruzaban espontáneamente entre dos textos sin relación recíproca y que comencé a leer sin pensar en que hubiera correlación alguna entre un texto de antropología y filosofía política y las memorias de la hija de uno de los mayores novelistas de la historia universal. Gran parte del texto concierne la relación, al mismo tiempo, amorosa y tormentosa entre Tolstoi y su mujer Sofía. Esta última registra en su diario que su marido visita cárceles, comisarías, tribunales, asiste al reclutamiento de los soldados. “Era como si desviara los ojos de todo lo que fuera alegría y felicidad en el mundo para ver sólo lo contrario”. Frente al espectáculo de tanto dolor humano, el novelista ruso llega a la sencilla conclusión de que si hay personas en miseria es porque otros viven en la abundancia y su propia riqueza comienza a resultarle insoportable. Tolstoi no puede vencer la idea de liberarse de sus bienes para conducir, él y su numerosa familia (10 hijos), la vida normal de un campesino ruso. Registra Tatiana acerca del conflicto entre sus padres: “Ambos defendían algo mucho más importante que sus vidas: ella, el bienestar de sus hijos; él defendía su alma”. En su diario el novelista ruso escribe en agosto de 1910: “La vista de este dominio señorial [que desde generaciones había pertenecido a su familia] me causa tal tormento que sueño con huir, con desaparecer”. Tres meses después Tolstoi cumple su proyecto, huye para morir de pulmonía pocos días después en una pequeña estación ferroviaria. Tatiana, a casi dos décadas de este acontecimiento, evocando el conflicto entre sus padres, escribe: “¿Quién se atrevería a designar al culpable? ¿Puede renunciar el espíritu a defender su libertad? ¿Puede reprocharse a la carne que luche por la existencia?”. No tengo ninguna conclusión. Sólo me pregunto: ¿cuál de estos dos seres humanos que se amaron y confrontaron durante buena parte de sus vidas encarna algo pretendidamente homogéneo que pueda llamarse “naturaleza humana”?
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