Las formas del dolor: un presidente y dos libros
Los seres humanos nacemos y morimos y en medio todas las infinitas formas del dolor son posibles. Y si excluimos ese evento incomprensible que es la muerte, la mayoría de ellas son penas que los hombres imponen a individuos de su propio genero, incluido aquello que hacen en contra de sí mismos. Pero no quiero acongojar el eventual lector, sólo quiero hacer aquí tres cosas: hablar de la inhumanidad de la cultura tlatoánica moderna y reseñar dos libros notables que describen otras tantas formas del dolor.
Una premisa sobre el México eternamente tlatoánico.
La impresión es de un país pre-colonial que persiste en nuevas formas y que vuelve a la luz cuando menos se le espera. Paso a los antecedentes. Ayer se cumplió una marcha organizada por el poeta Javier Sicilia y por el granjero Julián LeBarón para protestar contra la violencia homicida que asola México y que al primero asesinó un hijo y al segundo once miembros de su familia(entre los cuales dos creaturas de ochos meses y una de dos años). El dolor lo debe dejar a uno anonadado, como algo que no puede entenderse. En medio de la pesadumbre ya es un milagro sobrevivir. Otro milagro es tener la reciedumbre para organizarse, protestar y convertir el dolor en condena pública. ¿Qué se espera uno del Estado? Comprensión, solidaridad, cercanía. Sin embargo, nuestro presidente declaró hace alguno día que no recibiría estos dos hombres devastados por el dolor porque debe defender su investidura presidencial y no puede prestarse a eventuales faltas de respeto a la misma. Él –dijo- no se presta a uno show. Eso dijo, show. Y, por consiguiente, no recibirá a aquellos que con la muerte en el cuerpo no saben dónde buscar alguna pizca de conforto para aliviar lo que no puede aliviarse y para que no ocurra a otros lo que les ocurrió a ellos. Pero el Señor Presidente (y las dos mayúsculas son más que adecuadas en este caso), la Autoridad Suprema escogida por la gran mayoría de los ciudadanos (incluido quien escribe esto), giró las espaldas porque debía pensar en la “dignidad” presidencial. El dolor de los mexicanos se ve muy lejos desde el Palacio Presidencial, tan lejos que se pierde en el horizonte frente a la necesidad de tutelar la “investidura”. ¿Qué pensar sino en el Tlatoani ancestral, hierático, intocable, inmutable como un Moloch que domina el mundo sin ser parte de sus habitantes? ¿Cuántos presidentes han enfrentado públicamente las protestas y los denuestos de sus ciudadanos como parte de la vida democrática de sus países? El nuestro, no. El nuestro es intocable. El que se dice de izquierda –y lo repite obsesivamente- frente al dolor de sus conciudadanos manda sus funcionarios a escuchar las quejas. A tomar nota. Él está demasiado arriba para disculparse a nombre del Estado por sus ineficiencias, su incapacidad de tutelar la vida de las personas o, simplemente, para dar un abrazo a individuos que ya no saben si están vivos o muertos o si preferirían lo uno o lo otro. El Sr. Presidente no es un ser humano, es una “investidura”. El “Caballero invisible” habría dicho Italo Calvino. Para ser del todo claros es un individuo que no entiende lo esencial: que es su investidura a obligarlo a mostrar alguna humanidad frente al dolor de su gente. Pero no lo entiende. ¿Cuál es la diferencia de un Tlatoani que se siente un semidios, lejano del mundanal ruido y del grito de dolor que brota de todo el país, que sólo da disposiciones, nombra allegados y pronuncia discursos?
¿Izquierda? Nadie tiene el monopolio de esta palabra que brotó de varias fuentes con Voltaire, Danton, Marx, Herzen, Bakunin, Gramsci, Turati, Blum, Mariátegui, Cárdenas, Fanon, Lumumba y muchos otros que intentaron mejorar la vida de los últimos de este mundo. Pero el presidente mexicano no es de izquierda. Tampoco es de derecha. Él está en otra dimensión, la del discurso florido, donde todo y lo contrario de todo conviven sin problemas. Y aquí me detengo porque no tengo nada más que decir salvo sentir en el cuerpo un sentido de vergüenza y una desazón que deja poco espacio a la esperanza.
Toni Morrison y el dolor como opción inevitable.
La mujer de color, premio Nobel de literatura de 1993, escribió una novela, Sula (1973), sobre una pequeña aldea de negros en su país, Estados Unidos, entre 1919 y 1965. No hablaré de hambre, frío, discriminación, muertes prematuras, promiscuidad, enfermedades y la retahíla de lo que significa vivir sin vivir. Me limitaré a dos episodios dejando Toni Morrison hablar con su voz.
La hija pregunta a su madre: ¿Tú nos querías cuando éramos pequeños? He aquí la respuesta:
“Vienes a sentarte aquí tan tranquila con tu bonito culo y me preguntas si te quería….1895 fue un año asesino, niña. Las cosas estaban muy mal. Los negros se morían como moscas (y) yo me pasé cinco días metida en esa casa contigo y Pearl y Plum. Y tres remolachas. Serpiente ingrata… ¿Eso no es amor? ¿Querías que te hicieras cosquillitas en la barbilla y me olvidara de las llagas que tenías en la boca? Pearl estaba cagando gusanos…En cuando acaba el día, empezaba la noche. Con todos vosotros que tosíais y yo pendiente de que no se os llevara la tuberculosis, y cuando dormíais tranquilos pensaba, oh, Señor, están muertos y os ponía la mano encima de la boca para ver si salía el aliento, y me preguntas si os quería, niña; seguí viva por vosotros, ¿no puedes meterte eso en tu dura cabezota?”
Y aquí se cruza otro episodio, con la misma madre. El hijo mayor regresa de la guerra y ya no es él que era. Se ha vuelto otra persona indiferente al mundo, lejano de sí mismo. La hija le pregunta a la madre ¿por qué lo mataste? Y la madre contesta:
“Cuando volvió de la guerra, parecía como si quisiera volver a ponerse adentro. Después de tanto trabajo, sólo para hacerlo salir y mantenerlo vivo, quería volver a meterse en mi vientre y bueno…ya no tenía sitio para él en mi vientre. Y él se arrastraba intentando volver a meterse adentro…Tenía espacio de sobra en mi corazón, pero no en mi vientre, ya no. Lo parí una vez y no podía volver a hacerlo…No podía parirlo dos veces…Había hecho cuanto podía para que se alejara de mí y viviera su vida y fuera un hombre, pero él no quería y yo tenía que impedir que se me metiera dentro y por eso pensé en una manera para que pudiera morir como un hombre, no hecho un ovillo dentro de mi vientre, sino como un hombre”.
Una noche, Eva, su madre, fue al cuarto del hijo “lo abrazó más fuerte y empezó a mecerlo. Se balanceó hacia atrás y hacia adelante, meciéndolo (y) enrolló un trozo de periódico hasta formar un canuto de uno quince centímetro de largo, le encendió y, empapado de petróleo, lo lanzó encima de la cama donde yacía el tranquilo y satisfecho Plum”.
Dostoievski y el dolor como inadaptación al mundo.
Es la segunda novela, El doble, del escritor ruso, un texto no muy conocido y escrito en 1845. Aunque se preste a múltiples interpretaciones, algo parece estar fuera de duda: el dolor de un hombre (pequeño funcionario del Estado zarista) dominado por un estado de eterna incertidumbre entre actos de voluntad valerosos y repliegues justificados por una pusilanimidad que encuentra siempre mil escusas. El dolor está aquí en la distancia insuperable entre lo que el personaje pretende ser y, por un lado, lo que es, y, por lo otro, la forma burlona en que sus colegas lo perciben. Es la historia de una inadaptación al mundo que el personaje principal no puede aceptar. Hasta la aparición del doble que aunque se le parezca en todo, hasta en el nombre, es decidido, valiente, capaz de atraer hacia sí mismo (con engaños y simulaciones) la simpatía y la consideración de sus colegas. Dostoievski nunca aclara si el doble es un personaje real o el alter ego psicológico del personaje principal. Y en el fondo, tal vez, poco importa.
Pero, por cuantos esfuerzos haga nuestro personaje original no puede conciliarse ni puede combatir eficazmente su doble que contribuye a amargarle la vida, a estrechar aún más los círculos sociales de los que quisiera ser parte. El otro es la imagen de un sí mismo imposible. Un sí mismo aceptado por la sociedad que no es y, tal vez, él no quiera ser. La novela es la historia de un dolor interiorizado que vive en la indecisión que le impide ser un farsante exitoso, un hombre feliz en una sociedad de estamentos esclerotizados, de falsedades rituales y buenas formas. El dolor, y es lo que Dostoievski no explica, manteniendo una tensa ambigüedad, no se entiende si proviene del hecho que el personaje es lo que es o del hecho de no ser capaz de adaptarse a una sociedad enferma. La novela termina cuando sus colegas lo conducen bajo engaño al psiquiátrico. Único lugar para quien no puede hacer nada efectivo para intentar ser lo que sería aceptable para los demás.
Cerrando el círculo Concluyo volviendo al principio. No puedo escribir -tendría que estar ahí- de estos migrantes de Centroamérica que intentan cruzar el río Suchiate. Hombres, mujeres, niños, críos de brazo que arriesgan sus miserables existencias para encontrarse con una Guardia Nacional mexicana bien equipada y entrenada que los acorrala y los devuelve al infierno de donde intentan huir. Los mexicanos, que hicieron o intentaron hacer lo mismo para escapar de su propia miseria, nos hemos convertido en gendarmes sañudos para calmar los furores xenófobos del racista que ocupa la Casa Blanca y hace retroceder de generaciones la cultura política de su país. La maldad ajena nos contagia y nos hace más inhumanos de lo que ya somos en un país con 34 mi asesinados sólo el año pasado, 60 mil desaparecidos y 50 por ciento de la población que vive en la pobreza. ¿Qué clase de país somos? Estamos rodeados de dolor y hemos dejado de verlo mientras lo escondemos detrás de lustrosos centros comerciales, carros de lujo, hipocresía e ineptitud institucionales. Que ahora se dice de izquierda, como si fuera una redención cristiana, y no es más que otra versión del viejo PRI barnizado de fresco. Mejor callarse y avergonzarse en silencio.
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