El populismo interior según Dostoievski

5 octubre, 2020

En 1862 el escritor ruso escribió el cuento Un episodio vergonzoso que, como le ocurre a menudo, arroja al lector en un ambiente sin salidas honorables para ninguno de los personajes involucrados. Todo mundo resulta ser un misterio para todo mundo y cada voluntad está condenada a producir efectos distintos, incluso opuestos, a sus motivaciones originales. La ignorancia, la ingenuidad, el voluntarismo torpe o la inconsciencia bienintencionada chocan entre sí y con un mundo endiabladamente complejo e irremediablemente enfermo. ¿Y tú que harías metido en ese berenjenal? pregunta desafiante Dostoievski a su lector. Y a éste no queda más que reírse y llorar al mismo tiempo frente a la mezcla de estupidez y fatalidad de aquello que, a falta de palabras mejores, llamamos condición humana. Pero veamos lo que ocurre en Un episodio vergonzoso.

En una residencia aristocrática en las afueras de San Petersburgo, tres altos funcionarios de la administración zarista -cuyo nivel los asimila al grado de General y los hace merecedores del título de Excelencia- discuten amablemente en una noche de invierno. El más joven de ellos formula un argumento que no termina de convencer a sus colegas de mayor edad. “El humanitarismo con los subordinados, del funcionario al escribiente, de éste al criado, del criado al campesino, el humanitarismo, digo yo, puede servir para la renovación de las cosas. Que ¿por qué? Por lo siguiente, véase el silogismo: soy humanitario, por consiguiente, me quieren. Me quieren, luego sienten confianza; confían en mí, luego creen; y si creen, creerán también en la reforma, y entenderán la esencia misma de la cuestión, es decir, se abrazarán moralmente y resolverán todas las cuestiones  de una manera amigable”.

Los compañeros a quienes se dirige lo observan con disimulado escepticismo como se observa a alguien cuyas certezas no merece la pena contradecir.

A la hora de despedirse el funcionario en cuestión, Iván Ilich, descubre que su cochero ha desaparecido y decide encaminarse hacia la avenida Bolshoi donde espera encontrar un carro de alquiler. En el camino se topa con una casa de madera, humilde y de un solo piso, de la que salen, en la noche, música y el alegre alboroto de muchas personas que bailan y zapatean ruidosamente el piso de madera. Nuestro Ivan Ilich, presa de la curiosidad, se dirige a un vigilante nocturno y descubre que la casa es de uno de sus subordinados de menor rango que está festejando su boda. Estando parado en la calle a oscuras y en el frío, nuestro héroe alimenta una idea: ésta podría ser la ocasión para poner en práctica su ideal humanitario apenas expuesto y que no pareció convencer a sus ancianos colegas. Y piensa:

“Bueno… pues supongamos que entro, ellos se quedan asombrados, interrumpen el baile, miran cohibidos y se retraen. Bien, en ese momento yo demuestro lo que soy: me dirijo directamente al asustado Pseldominov [el subordinado que se acaba de casar] con la más dulce de las sonrisas y las palabras más sencillas, mi acto despertará en ellos el sentido de la magnanimidad… Me quedaré una media hora y les diré: ‘tengo asuntos que resolver’. Y en cuanto pronuncie la palabra ‘asuntos’, se les pondrá a todos una cara respetuosamente seria. Con ello les recordaré, con delicadeza, que ellos y yo somos diferentes. Como el cielo y la tierra. Al día siguiente en la oficina mi acto heroico ya será conocido y he aquí que los he vencido; los atrapé con un pequeño gesto  y ya son míos; yo soy su padre y ellos mis hijos […] Todos estos pensamientos se le pasaron por la cabeza en el trascurso de medio minuto”.

Y decide ponerlos en práctica: el gran dignatario va a mostrar su humanitarismo presentándose, amigable e inesperadamente, a una fiesta de boda de esa gente humilde.

Iván Ilich se encamina hacia la casa y apenas al entrar pisa con sus elegantes botas un plato de gelatina que estaba en la puerta de ingreso enfriándose. Es el anuncio de los desastres sucesivos que estropearán las bondadosas intenciones de su excelencia. Con su aparición, después de un momento de desconcierto, los bailes se interrumpen, toda la alegría y el alboroto se detienen mientras los convidados se miran embarazados mientras se agolpan hacia las paredes de la sala haciendo un vacío alrededor de la gran personalidad aparecida de la nada. Y a este punto, todas las frases de espontánea jovialidad que Iván Ilich había pensado pronunciar se les congelan en la garganta y cuando alguna palabra es trabajosamente emitida tiene un timbre de falsedad y afectación. Y de pronto a su excelencia se le ocurre de estar “cometiendo una horrible estupidez”. Por tanto esfuerzo que haga no se le sale ningún comentario gracioso y tampoco puede “sonreír, ni queriendo”.

Los anfitriones, gastando sus últimos centavos, se apuran a ir a comprar una botella de mala champaña para homenajear el huésped distinguido. Nadie sabe qué decir. Su excelencia está aterrado de hacer el ridículo y el esposo no puede evitar de mirarlo de soslayo con una expresión que revela su escasa, más bien nula, simpatía hacia el intruso. A pesar de su confusión, el general entiende y “empezó a odiarlo” mientras piensa: “Debo marcharme de tal modo que todos comprendan el motivo de mi visita, es preciso descubrir la finalidad moral…”. Acto seguido Iván Ilich, que no puede dejar de registrar el abismo insuperable entre él mismo y los convidados a la fiesta, registra también: “Veo que entre ellos se cruzan risitas… ¿No será de mí? ¡Dios mío! Pero ¿qué es lo que busco?, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí?, ¿por qué no me marcho?”.

Y al final, no sabiendo cómo irse con desenvoltura, se queda a la cena a la que se había prometido de no asistir. Y se emborracha. Lo que complica aún más una situación ya suficientemente embarazosa. La voz se le ha vuelto pastosa, las palabras son pronunciadas de manera poco clara y está paralizado por el miedo del ridículo. No puede quedarse con dignidad ni tampoco irse sin trastabillar indecorosamente. Algunas de las damas presentes lo miran con sorna y hasta con rabia por haber estropeado el jolgorio de la fiesta y a él “casi le entraron ganas de llorar”. ¿Cómo puede, en las condiciones que se han creado, mostrar “lo bondadoso y espléndido que era y qué cualidades excepcionales tenía y, sobre todo, lo progresista que era”?      

En medio de la desesperación y entre los humos del alcohol, nuestro Iván Ilich alcanza a articular lo que sigue dirigiéndose a su subordinado recién casado: “Porfiri, me dirijo a ti… Dime, si he venido… sí… sí, a la boda con una finalidad. Yo quería elevar moralmente… deseaba despertar sentimientos. Me dirijo a todos: en su opinión me he humillado mucho, ¿o no?”. Es el completo descalabro que se escenifica entre el espanto general. “Al cabo de un minuto se levantó, con la probable intención de marcharse, pero se tambaleó, se enganchó con la pata de una silla, cayó con todo su peso al suelo y empezó a roncar”. Waterloo era poca cosa. La dignidad personal y la misión evangelizadora habían quedado en añicos.            

Y a este punto Pseldominov, su esposa y la numerosa familia de ella entran en pánico. ¿Qué hacer? ¿Llamar a un doctor o a un coche de alquiler para llevar su excelencia a su casa? ¿Pero dónde conseguir uno u otro a esas altas horas de la noche? Y además ¿dónde encontrar el dinero necesario? Nadie tiene ni un centavo y no queda más remedio que hacerlo dormir en la casa de los esposos. Pero hay un problema más: ¿Dónde? De pronto Dostoievski hace oír su vos: “Sí, había motivo suficiente para agarrarse de los pelos”. Todos los habitantes de la casa dormían en el suelo en “colchones de plumas, casi todos estropeados y malolientes”. Así, en medio de la ira y la desesperación de la novia, se decide hacer dormir a su excelencia en el lecho matrimonial que se iba a estrenar esa noche. Y los recién casados se acomodarían sobre un colchón puesto precariamente encima de un par de sillas. “La novia lloriqueaba de rabia” y amenazaba la separación de su marido el mismo día de la boda.   

Por su parte Iván Ilich “se quedó dormido como un tronco” mientras alrededor de él la numerosa familia se acostaba donde podía, abochornada y sin saber cuál sería el destino laboral de Pseldominov después de las vergüenzas de aquella noche.     

De regreso a su casa el día siguiente, Iván Ilich estaba terriblemente enfermo, pero no física sino moralmente. No encontraba excusas para su comportamiento y, sobre todo, por el humillante fracaso de sus ideales humanitarios. Estaba horrorizado pensando en lo que se habría dicho en su oficina de haberse sabido lo acontecido la noche anterior. Las burlas sigilosas, las sonrisas disimuladas. Por ocho días quedó encerrado en su casa sin ir al trabajo y tratando de superar la humillación de su frustrada aventura moralizadora de los pobres. Pero, al final, la voz -más bien los gritos- de su conciencia atormentada, se aplacó y regresó a sus deberes. De vuelta a la oficina descubrió aliviado que nadie se reía de él aunque fuera de soslayo, y fue informado que Pseldominov había pedido el traslado a otro departamento, probablemente por un sentimiento de vergüenza ajena. A quien le trajo la noticia, Iván Ilich le encargó de hacer llegar a su ahora ex subordinado el siguiente mensaje: “yo no le deseo mal alguno… e incluso estoy dispuesto a olvidarme de todo lo sucedido, olvidarlo todo, todo…”.

Así termina el cuento, con su excelencia que perdona generosamente a quien él había causado, con las mejores intenciones, los peores contratiempos en la noche que debía ser la más feliz de una vida desgraciada y miseranda.

¿Habrá una moraleja en esta historia? Tal vez, pero yo no sé qué enseñanzas –de haber alguna- derivaba Dostoievski de su narración, y en lo que me concierne prefiero no pensar en moralejas transferibles a nuestro tiempo. Entre otras cosas, porque, más allá del presuntuoso paternalismo de los hombres de poder, las otras enseñanzas serían probablemente conservadoras. Y en la duda prefiero guardar silencio. Sólo quise reportar esta historia dramáticamente ridícula que, tal vez, encierre enseñanzas que no es el caso enunciar. Ya sólo con el título de esta nota se ha dicho bastante. 

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