¿Y Después del Conavid?
La pregunta es: ¿después de esta plaga que se nos vino encima el mundo cambiará algo de su rumbo previo o quedará todo igual? ¿Habremos entendido que así las cosas no pueden seguir o buscaremos las razones razonables (que nunca faltan) para que todo siga su curso sin importunar la digestión de elites timoratas? Intereses económicos abrumadores e inercias viscosas encontrarán sólidos argumentos a favor de dejar todo como está: ha sido un paréntesis, dirán, miremos adelante. Y así, lo mejor que pueda ocurrir es que se abra una confrontación, de éxito incierto, entre inercia y reformas profundas de nuestro sentido de marcha. Pero antes de entrar en el mérito, o sea, antes de mostrar que, por primera vez en la historia de la humanidad, el cambio se ha vuelto nuestra mayor oportunidad de sobrevivencia, tenemos que retroceder en el tiempo para, por así decir, historicizar el presente.
Cuatro décadas atrás comenzamos con Reagan y Thatcher y siguiendo esta senda hemos llegado a Trump y Bolsonaro. Persiguiendo un sueño conservador, construido de espaldas a lo mejor que tímidamente despuntaba en el horizonte, hemos llegado donde estamos ahora. Gracias a ese maldito coronavirus, parecería haber llegado el momento de volver la mirada atrás para observar el camino recorrido. Se trataba entonces de restablecer jerarquías cuestionadas, de rehabilitar privilegios carcomidos por el Estado de bienestar posterior a la Segunda Guerra Mundial, de revertir esa estación de efervescencia creativa nacida en 1968 con el movimiento estudiantil, el renacimiento del feminismo, las nuevas reivindicaciones obreras en varias partes del mundo industrializado y la búsqueda incierta (a veces ingenuamente caótica) de otra cosa, de otra forma de vivir. Frente a este impaciente hormigueo que amenazaba las últimas líneas de defensa de un viejo orden, Reagan y Thatcher fueron la vanguardia de la voluntad de volver a poner las cosas en su lugar y restablecer el orden natural amenazado. Se trataba de hacer retroceder la historia y la empresa, salvo uno que otro contratiempo, tuvo éxito. Y aquí estamos ahora frente a los emisarios de un rancio pasado que pretenden, en su delirio de obscurantismo post-moderno, encarnar el futuro.
El sentido de la marcha iniciada casi medio siglo atrás es hoy evidente por sus consecuencias en el medio ambiente y en sociedades cada vez más anómicas, fragmentadas y desconcertadas. Se trataba de restablecer la hegemonía del mercado, desburocratizar, reducir impuestos, desregular y dar mayor espacio de libertad a los “espíritus animales del capitalismo” –según palabras de Keynes. Desde entonces la planta ha crecido y sus frutos son hoy Trump, Bolsonaro, Orbán, Salvini, Le Pen, Bannon: el potaje indigerible de un pasado que no se avergüenza de sí mismo y un presente de avances tecnológicos entre ascensores sociales bloqueados. Otra vez, Dios, Patria y Orden.
Pero la historia es complicada y aún en medio del evidente intento de hacerla retroceder, tanto Reagan como Thatcher, a pesar de sus seguridades conservadoras, encarnaron en su tiempo algunas pizcas de verdad que deben ser reconocidas porque de ahí vino una parte sustantiva de su capacidad hegemónica. ¿Qué verdad encarnó Reagan a comienzos de los años 80 del siglo pasado? Una muy simple: que había llegado el tiempo de dar el último empujón a un sistema totalitario –la URSS- que, sin la menor vitalidad interna, sobrevivía cansadamente administrando un sueño malogrado desde mucho tiempo atrás. ¿Qué verdad expresaba la señora Thatcher en los mismos años? La necesidad de remover las rigideces de sectores productivos que habían cumplido su ciclo histórico. De paso, obviamente, su proyecto implicaba doblegar la resistencia obrera en defensa del puesto de trabajo y de los derechos adquiridos. Y el corolario: restablecer el desempleo como regulador natural de las distintas demandas sociales. El mercado, como ideología y como realidad, era el instrumento apto para la tarea.
Alrededor de Reagan miles de académicosy periodistas prestigiosos ensalzaron su política internacional como requisito para reponer el prestigio internacional de Estados Unidos después del varapalo en Vietnam. Mismos académicos que cantaban las loas de un nuevo darwinismo social y construían elegantes teorías por las cuales, en el largo plazo, reducir los impuestos a los ricos era instrumento de justicia social. El mundo al revés con la bendición de la ciencia. Y alrededor de la señora Thatcher había una legión igualmente numerosa de economistas ortodoxos, que nunca habían digerido al New Deal, a Keynes o a Kaldor, quienes reclamaban el retorno a la virtudes eternas de la mano invisible de smithiana memoria, o sea, un pequeño salto atrás de dos siglos consagrado por la ciencia encarnada en académicos como Friedman, Solow y masas de discípulos dispuestos a jurar que el mercado era el correspondiente social de la gravitación universal. El encuentro definitivo de la historia con la naturaleza humana.
Moraleja: cuatro décadas atrás repusimos en el trono al mercado -con la exaltación de quien restaura una virtud profanada- y a su alrededor se construyó una hegemonía cultural que llega hasta el presente definiendo los límites de lo posible, lo razonable y lo inevitable. Entendámonos el mercado es esencial para evitar posiciones de renta e impulsar la innovación a través de la competencia. Otra cosa es saber si puede ser un sustituto eficiente de la inteligencia colectiva, de la capacidad humana para construir acuerdos y proyectos y para enfrentar problemas que no se miden en pesos y centavos o en rendimientos bursátiles.
En nombre de esa cultura que liga Reagan con Trump o Thatcher con Boris Johnson, en nombre de una cultura para la cual el Estado mínimo es el mejor Estado, hoy tenemos un calentamiento planetarios fuera de control que amenaza la humanidad y la vida en sus varias formas; fenómenos meteorológicos anómalos y devastadores, océanos contaminados convertidos en inmensos depósitos de sustancias tóxicas y de millones de toneladas de plástico, una deforestación que contribuye a la emisión de Co2 en la atmósfera, criaderos cerrados de vacas, cerdos y aves que dispersan volúmenes descomunales de azoto que envenenan terrenos, ríos y faldas freáticas, una creciente amenaza contra especie animales y vegetales cuya diversidad constituye la vida misma de este planeta, megalópolis convertidas en cámaras de gas con estilos de vida, de consumo y de transporte insostenibles y, finalmente, una alteración del hábitat de muchas especies animales que ha desencadenado virus que atacan a los humanos, sin considerar a los miles y miles de otros virus que se asoman en el horizonte como futuras amenazas mortales a escala planetarias. No es necesario ser agorero de desastres para ver las calamidades globales que nos embisten conjuntamente con una dura polarización social que crea desesperanza, retroceso en las expectativas de centenares de millones de jóvenes condenados a una calidad de vida inferior a la de sus padres, la tentación de encomendarse a Mesías populistas que amenazan aquello que nos queda de la democracia creada por las luchas de los que vinieron antes de nosotros, la huida masiva hacia las drogas como suspensión momentánea de la angustia del vivir y, finalmente, la propagación de una criminalidad organizada que envenena la convivencia colectiva hasta convertir algunos países (México in primis) en ciénagas sangrientas en que merodean impunes miles de sicarios.
El Covid de nuestros días es el anuncio de cosas peores que se nos avecinan y es una llamada de alarma que indica la necesidad de cerrar el ciclo iniciado cuarenta años atrás y que nos ha traído nuevas formas de bienestar y nuevos avances técnicos conjuntamente con una amenaza nunca vista a la sustentabilidad de la vida en este planeta. El sueño conservador de hacer retroceder la historia al dominio irrestricto del mercado como en el siglo XIX (según la férvida imaginación de miríadas de economistas ortodoxos) ha producido políticos reaccionarios convertido en una amenaza a la calidad de la vida y a una democracia que, a pesar de sus imperfecciones, ha permitido a muchas sociedades algún grado de control sobre sus gobernantes.
Cambiar de rumbo, antes de que sea demasiado tarde, se ha vuelto un imperativo de sobrevivencia que impone modificar mucho de aquello que define nuestro presente. Lo que requiere la activación de una acción colectiva capaz de dar al Estado nuevos instrumentos de intervención y nuevos espacios de legitimación condicionada por la vigilancia de sociedades conscientes de los peligros y dispuestas a cambiar formas de vida que se han vuelto amenazas colectivas. Una tarea tan enmarañadamente compleja como imprescindible.
Hace más de dos siglos atrás Samuel Johnson decía que el nacionalismo es el último refugio de los canallas y pocas veces eso ha sido más cierto que hoy. Necesitamos respuestas globales a problemas globales. Ningún país se salvará solo del calentamiento planetario o de las futuras pandemias. Mientras tanto, Trump, para ilustrar el sentido de un nacionalismo tan reaccionario como irresponsable, quita los fondos a la OMS, apoyándose en los retardos reales de la OMS en alertar de los peligros de la pandemia y encubriendo así sus propios retardos; trata en todas las formas de quebrar a la Unión Europea y enarbola la bandera irresponsable de su “America first”. Los conservadores ingleses (con el apoyo de un pueblo extraviado) salen de la Unión Europea mientras Holanda, Luxemburgo e Irlanda se vuelven paraísos fiscales para atraer inversiones foráneas sin ser sancionados por una Unión Europea tímida hacia aquellos que minan su existencia y la solidaridad entre sus miembros.
No solamente necesitamos más Estado y mejores Estados para contrastar la libertad suicida de mercados sin responsabilidades sociales (las “aguas gélidas del cálculo egoísta” de que hablaba Marx), sino que necesitamos acuerdos internacionales reforzados para fijar políticas coordinadas contra el calentamiento, la deforestación, la contaminación de mares, ríos y terrenos, para financiar grandes proyectos mundiales de investigación sobre fuentes energéticas alternativas, para sancionar a las naciones cuyas políticas amenazan al resto del mundo.
Muchos países compran toneladas de carne de zebú criado en los terrenos deforestados del Mato Grosso y de una Amazonia que se empequeñece a ojos vista. Y así se financian fazendeiros que reducen la diversidad natural de las grandes forestas tropicales a sabanas uniformes, corrompen a los políticos de su país y asesinan indígenas y defensores brasileños de la naturaleza. ¿Es lícito seguir permitiendo todo esto para comer carne barata? ¿No ha llegado el tiempo de imponer sanciones que sólo fuertes acuerdos internacionales pueden hacer posibles? La familia Benetton posee casi un millón de hectáreas en Patagonia destinadas a la cría de las ovejas para obtener la lana de sus prendas multicolores. El costo es la expulsión de los mapuches de sus tierras ancestrales además de los costos ambientales de una monocría de ovejas. ¿En nombre de la sacralidad del mercado es esto admisible? Y si el gobierno argentino (peronista o no) lo permite (por pusilanimidad o por la costumbre antigua de favorecer a intereses económicos poderosos) ¿no ha llegado el tiempo en que una organización mundial ponga un alto a estos abusos imponiendo sanciones al gobierno argentino o al comercio mundial de las prendas Benetton? Moraleja: hay que reforzar a la ONU, dotarla de dientes capaces de morder; hay que fortalecer pactos regionales (como la Unión Europea) capaces de tutelar la democracia, promover la investigación científica y contrastar inercias empresariales que permiten acumular riquezas envenenando el mundo y estrechando nuestras posibilidades de sobrevivencia. Dejar las cosas como están tendrá tres consecuencias mayores. Impulsar tentaciones populistas con su plétora de Mesías atrabiliarios, amilanar la capacidad de reforma de gobiernos democráticos intimidados frente a los grandes poderes económicos internacionales y seguir destruyendo el planeta. ¿No es esto suficiente para cerrar el ciclo conservador iniciado hace cuarenta años atrás y abrir uno nuevo para el cual harán falta ideas y voluntades inéditas, alientos de experimentación y una nueva arquitectura de acuerdos internacionales? Hace tiempo alguien dijo: No sabemos que ocurrirá si las cosas cambian, pero ¿acaso sabemos qué ocurrirá si no cambian?
Publicado en Pros y contras