Terra incognita

5 agosto, 2019

¿De aquí para dónde? En la historia de la humanidad hubo varios momentos en que nuestros ancestros tuvieron frente a sí mapas borrosos inservibles para llegar a la meta deseada o para evitar un desenlace temido. A nosotros nos toca repetir la misma experiencia. Con una distinción. En muchas ocasiones pasadas podían ocurrir desgracias más o menos graves al tomar decisiones equivocadas. Hoy, por primera vez en la historia de nuestra especie, nos enfrentamos a la posibilidad de asistir impotentes a la devastación de las bases materiales de la vida misma al tomar el derrotero equivocado. Nada es inevitable pero cualquier observador medianamente despabilado percibe que hemos entrado a una edad de formidables innovaciones técnico-científicas que avanzan con el deterioro progresivo del contexto natural en que se despliega nuestra coexistencia social.

La línea de marcha está evidentemente equivocada si conduce al (siniestro) aumento de la temperatura planetaria, a la pérdida de biodiversidad, a islas flotantes de plástico que asfixian los mares, a formas delirantes de individualismo posesivos, a la erosión del sentido de responsabilidad y pertenecía a comunidades de destino común, al desarrollo canceroso de la criminalidad organizada, al encanto creciente de líderes políticos que deben su éxito a la histeria contra otros países, contra emigrantes que huyen del hambre y la violencia o contra personas de otro color de piel u otra religión. Entre los subproductos dañinos de tecnologías viejas y nuevas y de egocentrismos socialmente tóxicos hemos llegado finalmente al borde del abismo y aunque la caída no sea fatal, las probabilidades de evitarla no parecen muchas en estos momentos. En síntesis, y sin moralismos quejumbrosos, no percibir la excepcionalidad de nuestro tiempo y la necesidad de experimentar caminos inéditos se ha vuelto una forma irresponsable de aproximarse a catástrofes inimaginables.         

Cuando los seres humanos corremos más rápidamente respecto a las generaciones previas enfrentamos dos problemas. El primero es que los obstáculos se acercan tan aprisa que los tiempos requeridos para esquivarlos se acortan. El segundo es que no es dicho que las viejas formulas para sortearlos sigan siendo eficaces. De cualquier manera, ha dejado de ser creíble -como dirían Adam Smith y sus epígonos- que los melones se acomodan andando. Esa clase de metafísica del ajuste automático puede ser útil para justificar la falta de iniciativa frente a lo inédito, pero ciertamente no reduce de un ápice la condensación de nubes oscuras que flotan sobre nuestras cabezas.              

Es ciertamente asombroso que mientras el mundo corrió en las últimas décadas hacia notables innovaciones tecno-científicas, la caída del comunismo se convirtiera en una coartada para tejer la apología de la sociedad actual hasta hacer tolerables retrocesos de equidad, de derechos adquiridos, de cooperación internacional. Moraleja: si el comunismo fue una desgracia bajo formato de una utopía totalitaria, su derrumbe produjo un efecto sorpresivamente desfavorable: la anestesia frente a la creciente masa de retos irresueltos del resto del mundo. La ruina del comunismo se volvió una coartada para dejar de mirar de manera crítica los problemas (antiguos y recientes) del Occidente victorioso. Vieja rutina universal: ganar la guerra contra un enemigo temible equivale a tener la razón. Renace la apología y desvanece la capacidad autocrítica. Ganar apacigua la conciencia y aletarga la inteligencia.     

En los años 20 del siglo pasado aparecieron ideas nuevas acerca de una posible organización publica del capitalismo en la cabeza de uno de los más grandes capitalistas e intelectuales  alemanes: Walther Rathenau; en la década sucesiva, casi en contemporánea, vinieron a luz tanto el pensamiento económico de Keynes como el New Deal rooseveltiano; desde los años 50 apareció el pensamiento de la Cepal para combatir al subdesarrollo latinoamericano a través de pensadores como Raúl Prebisch, Juan Noyola, Osvaldo Sunkel y otros. Sin embargo, desde fines del siglo pasado, para usar la expresión de Wright Mills, la “imaginación sociológica” parecería haberse resecado. La capacidad de crear nuevos instrumentos de intervención en la economía y en la sociedad, la disponibilidad a pensar en reformas para hacer más tolerable la vida en sociedad se han ido apagando justo mientras aparecían tecnologías más productivas, nuevas áreas de actividad económica junto con nuevas desigualdades y trabajos precarios de jóvenes con horizontes  profesionales menores respecto a la generación previa. Se nos achicó el cerebro justo cuando más necesidad teníamos de él. Y a falta de ideas hemos matematizado su ausencia. Hemos alcanzado mayor precisión analítica alrededor de paradigmas científicos y sociales envejecidos. Hemos llegado a la edad del oro de la tecnología y a la de un metal menos noble en la sociedad y en la política. Curiosa combinación: innovación tecno-científica y esterilidad social.         

El problema es que la ventana temporal para encontrar respuestas adecuadas a nuestros retos no seguirá abierta indefinidamente (los glaciares siguen desapareciendo mientras los desiertos se amplían) y llegados a este punto, pensando en positivo, sólo se perfilan dos posibilidades. Una es que la tecnología resuelva rápidamente muchos de los problemas que ella misma ha puestos en el tapete. La otra es que los estilos de vida en gran parte de las sociedades (comenzando por las más avanzadas) cambien de ruta y reduzcan el impacto negativo sobre la sustentabilidad ambiental y sobre la calidad de la vida en sociedad. ¿En qué depositar nuestras esperanzas? ¿En una ciencia que descubra prontamente fuentes renovables de energía y reduzca el asalto contra la naturaleza o en una audacia reformadora capaz de promover nuevos estilos de vida, de consumo, de movilidad?

Aquello que puede descartarse sin demasiados titubeos es el retorno idealizado a un comunitarismo cerrado y arcádico que suponga la construcción de un mundo nuevo sin enfrentar las disyuntivas concretas del mundo presente. Huir voluntariosamente de la realidad histórica nunca ha sido una buena opción salvo para Diógenes en su tinaja. El actual vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, escribió hace algún tiempo atrás un libro cuyo subtítulo era, en referencia a la antigua comunidad andina, el ayllu universal. Pero más allá de los irrelevantes vuelos líricos, mientras las altas autoridades bolivianas se dedican al remedo teatralizado de ceremonias indígenas ancestrales y a la retórica de la tierra madre (la Pachamama), el país sigue su estrategia extractiva de gas natural para exportación. La retórica nativista puede ser útil para construir consensos emocionales pero ciertamente no lo es para hacer avanzar una agricultura más productiva en las tierras altas de Bolivia y una agricultura menos expoliadora en las tierras bajas o una industria más competitiva y menos contaminante junto con movilidad social ascendente. Moraleja: el futuro está adelante, no atrás; corolario: los problemas nuevos no se resuelven con soluciones viejas.                 

Aun haciendo a un lado el deterioro progresivo de condiciones de vida que requieren bosques saludables, aguas decentemente limpias y glaciares que no se derritan, y aun haciendo a un lado formas de existencia social más ariscas e insolidarias, de seguir las tendencias actuales, queda un problema político de insondable gravedad. Lo enfrentaré como sugería Nietzsche respecto a las grandes cuestiones: plantearlas como se enfrenta una ducha con agua fría, lo más rápidamente posible.

Cuando el malestar (generado por una naturaleza fuera de control o por una sociedad encerrada en la desesperante soledad de sus individuos) alcanza nueva vetas, la complejidad aparece inmanejable y los seres humanos nos lanzamos normalmente a la búsqueda de soluciones milagrosas. Y esas soluciones asignan en general fantasiosos poderes taumatúrgicos a individuos dotados de fuerte carisma. O sea, fascismo o populismo.  

Y según la memoria histórica, ninguna de estas soluciones ha solucionado en realidad nunca nada, salvo excepciones transitorias como la producción industrial nazi o las colonias estivas en la Argentina peronista. Dejando en cambio, muerte, retrocesos civiles y ofuscaciones nacionalistas. En general  fascismo y populismo han agudizados gran parte de los problemas que prometieron remediar. Ahí donde una colectividad no alcanza los acuerdos mínimos requeridos para emprender las reformas requeridas en condiciones extraordinarias, el encanto del hombre sólo al mando retorna como una maldición nunca del todo exorcizada. Esto es lo que los seres humanos producimos cuando somos presa de la incertidumbre y del miedo. El autoritarismo populista o el totalitarismo fascista tienen en momentos críticos, como los actuales o como los que podrían venir con más fuerza en un futuro no lejano, un encanto insuperable: la simplificación de los problemas y su reducción a fórmulas en que lo complejo se vuelve simple gracias a la disciplina y a la fe en el líder.   

Si la humanidad no encontrara en las próximas décadas una forma para detener el deterioro ambiental y si, en virtud de lo anterior, la vida social penetrara nuevos en territorios de mayor desigualdad, injusticia, incertidumbre y miedo, la consecuencia predecible sería un deslizamiento hacia formas autoritarias de poder político. Y en eso no hay tremendismo sino sólo el reconocimiento de que no tenemos un tiempo ilimitado para reconocer y enfrentar problemas que no tendrán la benevolencia de resolverse solos. Los melones no se acomodan solos.  Hemos entrado en una edad extraordinaria que obliga a la búsqueda de reformas con alta carga de novedad y el aire de normalidad inercial que nos rodea es lo más indecente y peligroso que nos podía ocurrir.

Publicado en Pros y contras