Marxistas y neoliberales

27 mayo, 2019

El que dice que tiene el 100% de razón es una mala bestia, un bandido, el peor de los pícaros.
Czeslaw Milosz, El pensamiento cautivo, 1951

Sin querer poner en un mismo plano corrientes de pensamiento muy distintas (y de diferente dignidad intelectual), tal vez pueda decirse que estamos frente a dos formas de fatalismo, si bien, paradójicamente, una revolucionaria y otra conservadora. Una (el marxismo) postula el progreso como un viento inmaterial que recorre la humanidad desde la prehistoria hasta el socialismo a través de de desarrollos ineludibles. La otra (el pensamiento económico neoclásico que da bases “científicas” al neoliberalismo) ve el mercado como fin de la historia gracias a hipótesis metahistóricas de comportamiento “humano” definidas fuera del tiempo. O sea, fuera de las sociedades, sus cambios, necesidades inéditas y nuevos conflictos. A final de cuentas, dos credos, construidos, el primero, a partir de una filosofía finalista y el segundo en la frontera entre liberalismo económico y positivismo filosófico. En ambos casos dos criaturas de la segunda mitad  del siglo XIX que arriban hasta el presente, siglo y medio después. Las teorías, evidentemente, no corren con la rapidez de las realidades que pretenden explicar.  

¿Cómo no dar la razón a Keynes cuando decía que muchos economistas son prisioneros de ideas pasadas de las que tienen un conocimiento apenas aproximado, cuando tienen alguno? Y ahí estamos nosotros -en la peor de las hipótesis-, convertidos en guardianes de una u otra fe o –en la mejor- dando tumbos entre dos familias de pensamiento que se han combatido a lo largo de generaciones. Naturalmente hay fragmentos de verdad en cada una de ellas. Pero, más allá del equilibrio inestable entre aciertos, equivocaciones, retardos e intransigencias endogámicas, tal vez un parámetro no del todo arbitrario (aunque sea con gran simplificación) de los respectivos aportes consista en mirar a las consecuencias de largo plazo de las teorías rivales.

Por un lado, el totalitarismo socialista (pero aquí más que de marxismo habría que hablar de su versión leninista) que hizo del absolutismo institucional un instrumento de aceleración de la historia, cualquiera que fuera el costo humano requerido. De lo cual Marx no puede considerarse ni responsable ni tampoco del todo extraño. Y, por el otro, una globalización que cumple hoy el antiguo anhelo del liberalismo económico acerca de la plena movilidad de los “factores” productivos y que (haciendo a un lado varios aspectos positivos) ha producido, hasta el momento, una fuerte polarización de riqueza y pobreza al interior y entre los países, además de un retroceso de la responsabilidad pública sobre las condiciones de vida de los individuos. Naturalmente no todos los desarrollos posteriores asociados a su nombre pueden adscribirse al propio Marx, de la misma manera en que la globalización no puede reconducirse mecánicamente a un sistema de pensamiento económico, a menos de leer la historia en clave conspirativa.

Decía Kolakowski que en el marxismo se cruzan tres motivos mayores: una nostalgia comunitaria proyectada al futuro (como respuesta al individualismo burgués), el voluntarismo que convierte el proletariado en una especie de Prometeo colectivo, y el racionalismo que ve la historia en forma determinista a través de leyes universales que gobiernan el cambio social. Y en eso están, me permito glosar sin mayores comentarios, los alcances y los límites del marxismo como aventura del pensamiento.

La otra empresa, cuya expresión actual es el neoliberalismo, comienza en parte como reacción a la visión marxista del capitalismo en tanto que teatro de conflictos de clases. Se necesitaba un pensamiento económico que pudiera afirmar su pretendida neutralidad como una especie de física social, donde el capitalismo, libre de toda historicidad, pudiera verse como materialización de leyes naturales y de pulsiones humanas sin adherencias históricas. Y ahí comienza una larga carrera que va del pensamiento económico neoclásico hasta llegar a los neoliberales de hoy que ven en la globalización sin reglas de nuestros días el cumplimiento a escala planetaria de un antiguo atomismo individual. En los orígenes del pensamiento económico neoclásico, la razón se emancipa de la realidad y se refugia en una especie de mundo virtual, dominado por formalismos matemáticos por los cuales las sociedades se comportan (o deberían hacerlo por su propio bien) como robot. O sea, una “ciencia” social emancipada de la sociedad y encerrada en su pretendida autonomía lógica.

En 1944 el economista austriaco Friedrich Hayek publicó Camino a la servidumbre, donde aseguraba que toda iniciativa económica del Estado no solamente alteraba el funcionamiento natural de los mercados, sino que estaba destinada, escalando a través de consecuencias inevitables, a producir una sociedad totalitaria. Alejarse del mercado significaba acercarse a una arbitrariedad política que terminaría por escaparse de control. Argumento económico e ideología conservadora se ligaban estrechamente. El texto no tuvo mayor influencia, salvo entre los economistas ortodoxos más conservadores, hasta los años 80 del siglo pasado, cuando, entre crisis fiscales, inflación y aceleración de los procesos (técnicos y económicos) que hoy reunimos bajo la palabra globalización, fue redescubierto como reivindicación de un pensamiento ultraliberal no suficientemente apreciado en el pasado. Y en la actualidad tenemos diferentes formulaciones técnicas de una idea que ya era vieja cuando nació en la formulación de Hayek. ¿Por cuáles razones dudar de ese liberalismo económico extremo que hoy prevalece en universidades y ambientes políticos conservadores?

Limitémonos a tres observaciones. La primera es que las sociedades más avanzadas del mundo (en bienestar y equidad) son viejas socialdemocracias (Suecia, Dinamarca, Nueva Zelanda, etc.) donde el Estado ha jugado y juega un papel crucial como instrumento de compensación social. Con toda evidencia, las predicciones catastróficas de Hayek (el totalitarismo función del gasto público) no se han cumplido.    

La segunda fuente de perplejidad sobre el automatismo virtuoso del mercado es que la oleada de privatizaciones que ha embestido el mundo en las últimas cuatro décadas, además de eliminar empresas públicas sobredimensionadas e ineficientes, se ha llevado entre las patas actividades en las cuales los privados han mostrado ineficacia y cortedad de miras. Ya nos hemos acostumbrado al agua embotellada sin percibir el retroceso implícito en la responsabilidad pública relativa a este servicio esencial. Sin mencionar el impacto ambiental. Probablemente la mayor parte de las privatizaciones en el sector eléctrico, en los sistemas de pensiones, en salud, procesamiento de basura, ferrocarril, etc. ha resultado en peores servicios y mayores costos para individuos y colectividades.            

La tercera circunstancia, que refleja una regresión del sentido de colectividad, es la extendida desconfianza hacia la fiscalidad general como instrumento de compensación de diferencias sociales excesivas entre ricos y pobres. Aquello que décadas atrás se manifestó como una rebeldía de las elites frente a sus responsabilidades sociales se ha vuelto un sentido colectivo. Lo que implica una retracción consensuada de espíritu de pertenencia y de responsabilidad, para no hablar de justicia y de decencia. Una sociedad es algo más que un campamento provisorio, y sin mayores compromisos, entre nómadas dedicados al comercio.

Concluyamos. En los años 20 del siglo pasado, Estados Unidos registraba un aumento del ahorro respecto a las inversiones, una diferencia que se canalizaba en instrumentos financieros destinados a asegurar cada vez mayores rendimientos que no podían venir de una base productiva de insuficiente expansión. De ese desequilibrio fundamental nació el crack bursátil que precipitó el mundo en la depresión con Hitler y la  hecatombe de la Segunda Guerra Mundial como frutos maduros de un irresponsable liberalismo económico. Pasemos al presente: hoy también hay señales de exceso de ahorros en los circuitos financieros globales además de grandes empresas más interesadas en el valor de sus títulos bursátiles que en invertir. En contratendencia encontramos sobre todo a China e India. La pregunta es si esto será suficiente para evitar una crisis global asociada a un exceso de ahorros que no pueden sostener sus rendimientos a falta de una aceleración de las inversiones. Si la diferencia se ampliara ulteriormente, la crisis podría ser la única forma para que empresas, gobiernos y sociedades asumieran que la desreponsabilización del Estado, la polarización del ingreso, la financiarización de la economía y demás ingredientes del escenario neoliberal son económica y socialmente insostenibles. Restablecer el sentido común a veces requiere traumas. Esperemos que no sea así pero el camino que recorrimos desde hace décadas, bajo la bandera de una economía que se regula a sí misma, no sólo alimenta retrocesos civiles, sino que agiganta desequilibrios que no son manejables indefinidamente. Mientras tanto, para mejorar el escenario, el cambio climático se nos viene encima en la ola de automatismos virtuosos que nos hacen correr alegremente hacia consecuencias inimaginables. Ciertas certidumbres ideológicas, sobre todo cuando vienen de los economistas (nuevos gurús de la racionalidad), son una amenaza para todos. No repetiré lo que decía Shakespeare sobre los abogados pero tiendo a pensar lo mismo a propósito de la mayoría de los economistas.             

Publicado en Pros y contras