Ideología y sociedad: desajuste y secuelas
Estoy lejos de creer que la diferencia entre derecha e izquierda se haya disuelto como está de moda afirmar desde hace años. Pero, al mismo tiempo, es evidente que la línea divisoria se ha hecho más irregular que antes con la irrupción del calentamiento planetario, la insostenibilidad de formas de vida que amenazan a la humanidad y las incógnitas relativas al lugar del trabajo entre cambios tecnológicos de insospechada amplitud. La frontera entre derecha e izquierda se complica además por la explosión de fanatismos religiosos, nacionalismos redivivos, la anomía difundida y multitud de nuevas formas de estupidez y narcisismo de masas. Así que a los viejos problemas que, en gran parte del mundo, no estaban ni lejanamente solventados se agregan otros cuyas consecuencias es arduo imaginar. Y la mezcla no puede que alimentar temores e inseguridad.
Sin embargo, lo anterior constituye una narrativa demasiado genérica a la hora de comparar, por ejemplo, Escandinavia con América Latina o China con Canadá. Más vale entonces limitarse a nuestro vecindario, a esta América Latina que desde hace dos siglos sigue dando tumbos, a pesar de varios progresos, sin encontrar un camino que la acerque a las fronteras de civilidad (aunque insatisfactorias) que otros países han alcanzado desde hace generaciones.
En estas partes del mundo hemos vivido por mucho tiempo, y en parte todavía hoy, una curiosa anomalía: una izquierda con pocos obreros y una derecha con pocos empresarios. Las grandes mayorías rurales han sido en general extrañas a la brecha derecha-izquierda salvo marginalmente y en situaciones esporádicas de ira colectiva y fervores milenaristas. Hemos vivido una desunión entre composición de las clases sociales e ideologías prevalecientes. Sin embargo, frente a escasos núcleos obreros respecto al conjunto de la población hemos tenido estalinistas, trotskistas, maoístas, guerrilleros, marxistas variablemente ortodoxos, anarquistas, socialistas reformadores y variedad de subdivisiones al interior de cada categoría. Un universo ideológico de fracciones enfrentadas con tanto dogmatismo (y esquirlas de razón) como medio milenio atrás entre luteranos, calvinistas, jesuitas, anabaptistas o anglicanos. Con una diferencia, que las sectas cristianas se contendían la fe de millones de creyentes mientras en tiempos todavía no muy lejanos las contiendas ideológicas por nuestros rumbos se proyectaban sobre núcleos estrechos de clase obrera en sociedades predominantemente rurales que darían lugar después a megalópolis de marginalidad social, desempleo e identidades fracturadas.
Y del otro lado, una clase empresarial igualmente diminuta y condicionada por una antigua cultura rentista enganchada a diversas redes políticas. Una burguesía raquítica con resabios aristocráticos envuelta en un liberalismo en que no cree o cree como quien va a misa por si acaso. Estas tierras han sido teatro de enfrentamientos ideológicos con estrechas bases sociales. Como una guerra de religión en tierra de infieles. Y ocurre pensar que esta desconexión entre sociedad e ideología implicó, por lo menos, tres consecuencias.
1. La ilusión de minorías ilustradas de que el tema central fuera la construcción del socialismo cuando el problema real era salir del atraso, lo que, sin embargo, habría supuesto (suma herejía) aceptar e impulsar un capitalismo apenas decente tanto por sus consecuencias en los niveles de vida de las mayorías como por su armazón institucional.
2. La difusión de tendencias corporativas en las cuales los pequeños núcleos obreros en sectores específicos buscaban conseguir alguna renta de posición en lugar que construir nexos de solidaridad con otros núcleos de trabajadores con igualmente escaso peso social y, sobre todo,
3. La falta de representación política de las grandes mayorías sociales en el universo rural (antes) y en un mundo urbano (después) de trabajo informal y precario que no cabía ni entre la clase obrera ni entre una burguesía emprendedora.
Moraleja: mucha ideología y corporativismo (como hipocresía de clase y vínculo corrupto entre líderes laborales y gobiernos) y poca política. Y en este vacío de política se insertaba (y sigue haciéndolo) un populismo capaz de unificar amplios sectores populares en nombre de prodigiosas promesas sociales puntualmente incumplidas. Ideologías a todos decibeles, corporativismo disimulado, populismo palmario y una burguesía emprendedora diminuta y tendencialmente rentista: este ha sido, simplificando, el polígono de fuerzas propio de nuestro subdesarrollo de ayer, de hoy y, probablemente, de mañana.
En sus reducidos términos, nuestro atraso puede verse como la combinación de una clase obrera de escasas dimensiones enfrentada a una burguesía igualmente escasa en términos sociales y con una incierta cultura empresarial. Las dos caras de una persistente carencia estructural. Y así el populismo ha sido, y sigue siendo, una atractiva salida supra-ideológica a una estructura débil pero con alta capacidad de autodefensa. En este círculo seguimos encerrados. Un cerco que hace mucho tiempo atrás encarnaba la incapacidad del universo rural (socialmente mayoritario) para producir una clase dirigente que supiera empujar hacia mayores niveles de productividad, bienestar social y complejidad productiva. Hoy estamos frente a la misma impotencia, pero ha cambiado el sujeto socialmente mayoritario, que está constituido por ese hibrido urbano (hecho de clase obrera estabilizada, trabajadores público, empleados de servicios y comercio e inframundo de trabajo precario) que tampoco puede expresar grupos dirigentes con sentido del Estado y estrategias de desarrollo económico sostenibles en los terrenos de la productividad y el bienestar.
Pasan las generaciones y se mantiene la impotencia de las mayorías para sacar los países de su atraso. Y en el decorado de esta impotencia colectiva encontramos políticos mediocres y vociferantes, funcionarios públicos sin dignidad burocrática, populistas vendedores de milagros y una burguesía a la cual las cosas le van generalmente lo suficientemente bien para evitar la responsabilidad de guiar el desarrollo de sus países. La política se encarga de mantener las cosas como están sin alteraciones de fondo en los desiguales equilibrios económicos establecidos. Y frente a eso, una izquierda que cuando habla mucho de sí misma como fórmula salvadora expresa a menudo un moralismo impotente. En lugar que trazar caminos para salir del atraso se testimonia la pureza de la propia causa.
No se trata de discutir si viene antes la distribución o la producción de la riqueza: el reparto del pastel o su ampliación, lo que constituye una frontera entre izquierda y derecha. Si se distribuye antes de producir la consecuencia inevitable es la inflación; si ocurre lo contrario lo más probable es que las empresas resulten insostenibles por falta de un mercado dinámico e interactivo. Marginalmente: los mercados internacionales funcionan como impulso para el desarrollo sólo si activan una creciente productividad al interior de economías cada vez más integradas. En otros términos: de un mercado interno dinámico no se escapa. Producir y distribuir son dos actos que avanzan de manera simultánea (o no muy desfasada) o ninguno de los dos puede progresar en el largo plazo. Una economía productiva es una economía integrada y con sectores rurales misérrimos o gigantescas periferias urbanas entre comercio informal, desempleo y delincuencia, la integración es un espejismo. Tal vez podría simplificarse todo lo anterior diciendo que el atraso expresa la ausencia o debilidad de una clase dirigente capaz de construir alrededor de sí misma consensos sociales creíbles.
Y llego a la crónica, o sea a la narración de las consecuencias cotidianas de nuestro atraso. Pocos días atrás en plena Ciudad de México patrulleros con tanto de placas, uniforme, armas y demás símbolos de la dignidad de su oficio, agredieron en la calle y manosearon impunemente una joven mujer que no había cumplido delito alguno. Y uno se pregunta: ¿Cuántas excepciones forman una regla? O sea, ¿es este un Estado que merezca ese nombre? Sigamos. Prácticamente no pasa día sin que algún empresario público o privado se apropie indebidamente de cuantiosos recursos públicos huyendo al exterior o amparándose frente a una ley a menudo complaciente. Para no hablar de la sarta sin fin de episodios de incompetencia, irresponsabilidad o improvisación de funcionarios públicos incapaces. Lo que deja una duda: ¿es más dañina la corrupción o la incompetencia? De cualquier manera, con esa “burguesía” (con perdón de Weber) ¿es imaginable salir del atraso? Y no hablaré de la clase política porque ahí, generalmente, cuanto más se sube, tanto más el aire se vuelve rarefacto junto con una admirable verbosidad. No es que uno quiera ser pesimista, pero ¿cómo se puede ser optimista? Viene la angustiosa duda de que el atraso no sea un momento de nuestra historia, sino nuestra historia. Hasta prueba contraria.
Publicado en Pros y contras