El populismo como moralismo autoritario
Vendría la tentación de dejar de usar la palabra populismo, pero borrar palabras no suprime las realidades que, sobre todo en tiempos recientes, les dan sustento. Y así, a pesar de la aversión hay que seguir ocupándose del asunto. Alguien, con cierta parcela de razón, dijo que el populismo es una continuación del fascismo en forma democrática. Un evidente oxímoron que obliga a reflexionar. Sin pretensiones de originalidad voy a intentarlo.
Isaiah Berlin asociaba el populismo con el romanticismo de inicios del siglo XIX, o sea con aquella corriente de pensamiento que intentaba contrastar la Ilustración con la que nació la modernidad política: los derechos individuales, la separación de poderes, el laicismo, etc. El romanticismo buscaba revaluar la tradición, la religiosidad y proponía una interpretación heroica de la historia. Berlin tenía razón como veremos más adelante, aunque el populismo se haya caracterizado en sus varias manifestaciones por rasgos tan particulares que es ciertamente más fácil hablar de populismos que de populismo.
El mundo entero se parece en nuestros tiempos a un bosque (en llamas) donde brotan por todos lados y sin preaviso varios hongos en forma de populismo que derivan sus aspectos disparejos de las diferentes tradiciones y culturas de cada país. Es el pasado que transmite al presente aquello que de sí mismo, aunque latentemente, persevera. “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, decía Marx. Y en eso no hay ninguna novedad. De este viaje tenemos las primeras noticias desde los tiempos de Aristóteles que define a los demagogos como “aduladores del pueblo”, pasando por Luis Bonaparte que, en aras del poder, se presenta como bienhechor del pueblo entero mientras cumple su famoso golpe de Estado y enriquece su pandilla de allegados, hasta llegar al Perón de simpatías fascistas en los inicios que, décadas después, apoya a sus seguidores que demandan una “Patria socialista” para seguir con Getulio Vargas, dictador del “Estado Novo”, que sin embarazos se vuelve líder populista a inicios de los 50. Un carnaval interminable en el cual Hugo Chávez, con el desparpajo acostumbrado, proclamaba a Cristo como el primer socialista de la historia, hasta llegar a Donald Trump, en el otro extremo del espectro, que, para ayudar al pueblo de su país, reduce los impuestos a los ricos y, por consiguiente, los servicios sociales al pueblo que dice encarnar. Y así podríamos seguir indefinidamente ahondándonos un paso trás otro en la ciénaga de una cultura incapaz de aceptar la modernidad y su producto político más maduro: la democracia como conflicto regulado. En este maremágnum de disparates, a veces de derecha y otras de izquierda, algunas cosas son comunes a toda forma de populismo. Limitémonos a enumerar algunas.
-El eje determinante es el que liga el líder al “pueblo”. Ahí todo comienza y todo termina. Los cuerpos intermedios, como los partidos, los medios de comunicación, los sindicatos independientes, son considerados un estorbo, si bien puedan ser tolerados. Y de ahí viene la idea de fascismo democrático; un fascismo que, aun maniobrando o haciendo fraudes, conserva las elecciones convertidas, sin embargo, en un eterno plebiscito.
-La democracia liberal, con su pluralismo, es otro estorbo frente a una visión maniquea por la cual las sociedades se dividen entre un pueblo “verdadero” y un anti-pueblo compuesto por los opositores que no aprecian la hermosura ética de una sociedad que renuncia a la crítica y al debate para no dar ocasiones a los conspiradores de dentro y de fuera. El maniqueísmo que prepara el terreno a una paranoia sistémica.
-El autoritarismo (que supone la ocupación del Estado bajo un ejecutivo que restringe todos los otros poderes) deja de serlo si se ejerce en nombre del pueblo y de un patriotismo que encarna la pretendida unanimidad u homogeneidad étnica de la nación.
-Así como el pluralismo es una molestia para la causa sagrada que el líder encarna en nombre del pueblo, la alternancia en el poder no es aceptable (o sólo a regañadientes) y de ahí un estilo de gobierno que supone una campaña electoral permanente. En este sentido las conferencias semanales de los ex presidentes ecuatoriano y venezolanos Rafael Correa y Hugo Chávez (y dejemos a un lado nuestras mañaneras), la obsesión twittera, los frecuentes concentraciones masivas de Trump y sus continuos ataques a los opositores políticos y a la prensa.
¿De dónde viene este conjunto de trazos comunes a multiplicidad de experiencias de populismo convertido en régimen político? De una época de incertidumbre en que entre globalización y revolución tecnológica se ponen en cuestión puestos de trabajo, futuros esperados y posiciones sociales adquiridas. En ese contexto de malestar es comprensible que grandes sectores de población pierdan confianza en los partidos tradicionales o en sus propias capacidades de organización y entreguen sus expectativas a demagogos que canalizan las frustraciones colectivas hacia la xenofobia, hacia visiones conspirativas del mundo y expectativas ilusorias. El punto es apoyarse en el pueblo naturalmente virtuoso y en contra de elites corruptas. Y no es que no haya en esto distintos grados de verdad, pero la certidumbre con que se afirma esta tesis deja entrever un moralismo que no prepara generalmente cambios profundos sino sólo renovación de las elites en la cabeza del Estado y, desde ahí, nuevas redes clientelares, nuevas formas de nepotismo e impunidad hacia los seguidores más entregados y confiables. La sociedad civil se disuelve bajo organizaciones sociales controladas por el Estado.
¿Cómo se explica entonces que, en muchos casos, los líderes carismáticos encarnación del “pueblo” sean magnates, como el mismo Trump, Berlusconi o Babic en la República checa? Por una mezcla de razones: el uso de un lenguaje popular (a menudo condimentado de vulgaridades) que busca acercar empáticamente líderes y masas. Pero además de estos bajos expediente que nos devuelven a los demagogos censurados hace más de dos mil años por Aristóteles, los ricos que pretenden encarnar el pueblo tienen variedad de chivos expiatorios a los cuales responsabilizar por todas las desgracias reales o temidas: la clase política tradicional, los media, los tecnócratas, la burocracia.
Después de lo que se ha dicho, debería ser bastante claro porque América Latina ha sido y sigue siendo un teatro privilegiado del populismo a escala global. Porque aquí la desconfianza hacia las instituciones y los partidos que las representan se justifica más que en otra parte por la distancia abismal entre derechos civiles formalmente reconocidos y condiciones sociales recorridas por fragmentaciones abismales que recorren generaciones sin cambios sustantivos. Porque aquí es mayor la distancia entre el liberalismo de los derechos individuales y la democracia como marcha hacia una creciente homologación social.
Pero hay otro aspecto relevante. Sobre todo en América Latina el populismo se alimenta del espíritu religioso-comunitario que surge del imaginario de armonía que viene de la Colonia y de la idealización del mundo precolombino. En aras de la equidad prometida por los líderes populistas los derechos individuales, la visión de la democracia como conflicto regulado, pasan directamente en un segundo plano. De lo que se trata es construir en la tierra esa dimensión natural o divina de armonía patriarcal en que todo mundo conoce su lugar y acepta la autoridad del líder carismático como guía profético hacia un futuro mejor. Una especie de divinización del caudillo que supone la moralización del arbitrio y una desconfianza que re-aflora periódicamente en la democracia liberal como forma de convivencia basada en el conflicto regulado por normas concordadas. Es una sociedad que rechaza sí misma en nombre de la añoranza de una comunidad que se ha perdido en el tiempo convirtiéndose en una nostalgia fuera de la historia.
Si añadimos que en la historia latinoamericana lo nuevo ha venido siempre de afuera en la forma traumática de la Conquista y la colonización, la dependencia tecnológica, el comunismo, las instituciones liberal democráticas, los estilos de vida modernos, etc., es comprensible que el populismo se apoye en una voluntad declarada de alejamiento del resto del mundo para descubrir una propia identidad supuestamente impoluta e independiente de los cambios globales. Una especie de utopía regresiva basada en el deseo, más o menos explícito, de construir una propia identidad al margen del resto del mundo.
En lugar de aceptar el reto de acercarse a una calidad democrática y a niveles de bienestar comparables con los países más avanzados del mundo, lo que implicaría reconocer las propias fragilidades institucionales y las propias injusticias sociales normalizadas, el populismo ofrece un atajo hacia ningún lado, en una dirección que hasta ahora nunca ha conducido fuera del atraso. Pero, aunque los resultados hayan sido y sean pobres (aparte el ingreso de las masas en la política en tiempos ya lejanos) y a veces desastrosos (véase Venezuela), la conciencia queda a salvo gracia a las buenas intenciones declaradas que justifican tanto la voluntad de aislamiento de una realidad mundial conflictiva como el anhelo de un autoritarismo basado en la añoranza de un pasado idealizado. Los caudillos providenciales son cosa nuestra y que dios los bendiga. Por lo menos hasta cuando resultará evidente que crearon más problemas de los que prometieron resolver.
Publicado en Pros y contras