El frenesí de pureza y sus daños

13 julio, 2020

La historia es aparición de nuevos temas y valores que degradan la atención hacia aquellos que ocupaban antes gran parte del interés. Una perpetua secuencia de montaje y desmontaje de perspectivas. Sin el olvido -esa “hemorragia del tiempo” (que, sin embargo, nunca es un corte nítido con el pasado) de que habla el filósofo Remo Bodei (1938-2019) comentando la obra de Marcel Proust-, nuevas ideas y preocupaciones no tendrían el espacio para aligerar el lastre de certezas envejecidas. Una necesaria liberación de cargas que entorpecen la marcha mientras se abren horizontes y se asumen nuevos lastres que sólo serán percibidos como tales en algún momento posterior con sucesivas oleadas de orgullos que se volverán materia de bochorno y actos de fe disueltos en el aire como un nebuloso recuerdo extratemporal.

Pero la necesidad de superar el pasado (lo que fuimos y no queremos seguir siendo, a pesar de una recurrente nostalgia que hace del pasado un paraíso perdido)  puede ser también otra cosa: una voluntad más o menos consciente de esterilizar el presente y congelar el tiempo. Hemos vivido en las tinieblas y ahora que hemos salido a la luz, todo aquello que nos recuerde el pasado es visto como una culpable condescendencia con el mal del que nos hemos emancipado, o intentamos hacerlo.

Después de la muerte de George Floyd en Minneapolis, asesinado por policías racistas (casi un pleonasmo en mucha parte de Estados Unidos), se ha levantado una impresionante ola de protestas y de indignación bajo el lema “Black lives matter”. Pero aquí necesito abrir un paréntesis. Por varios aspectos, Estados Unidos sigue siendo un país culturalmente primitivo y las señas de esa demora de la consciencia colectiva son varias (aparte de los 60 millones que votaron por Trump en 2016): el racismo es una de ellas, pero no la única. Y añado por estricta decencia que, por cierto, nosotros también, en México, bajo disfraz nacionalista, ocultamos ese mismo fardo secular. Pero volvamos a nuestro vecino. La cultura de la frontera (glorificada por Hollywood a lo largo de casi un siglo) es  un hecho único a escala mundial: un país con 330 millones de habitantes y más de 350 millones de armas de fuego (incluso de combate) para uso personal. El Far West (la debilidad del Estado que otorga a cualquiera el derecho de hacerse justicia por sus propias manos) se resiste a morir y se ha incrustado en la psique colectiva como un derecho humano que produce periódicamente matanzas de inocentes. Una rocosa forma de enajenación colectiva que, en su última novela (La decadencia de Nerón Golden), Salman Rushdie describe con amargo sarcasmo:

Los asesinos con armas de fuego estaban ejerciendo sus derechos constitucionales, pero los padres de los niños asesinados eran antiamericanos.

Sin considerar que en varios estados de la unión persiste la pena de muerte, indicador supremo de una visión puritana del castigo como sangrienta venganza de Estado: vigencia del Dios sañudo del Antiguo Testamento.

Y sin embargo en este país ha nacido el movimiento Me too de rechazo de la violencia, el acoso y la discriminación contra las mujeres que se ha extendido a varias partes del mundo. Y de ahí ha venido, como dijimos, la oleada de protesta contra el racismo que también ha traspasados las fronteras nacionales. Una de las secuelas de este enjuiciamiento del racismo ha sido el furor iconoclasta contra los monumentos en honor de personajes del pasado percibidos ahora como racistas. En Estados Unidos y en Europa varios monumentos han sido removidos por las autoridades mientras otros han sido destronados por movimientos espontáneos de repudio y otros más han sido ensuciados con botes de pintura. Entre estos últimos, en Italia, le ha tocado el turno al monumento de un notable, y conservador, periodista del pasado, Indro Montanelli (un icono del periodismo del siglo XX, junto a Oriana Fallaci, si bien en distintos frentes), en Inglaterra la misma suerte le ha tocado a Churchill y en Estados Unidos a Thomas Jefferson. En California se ha removido de su pedestal el monumento a Junípero Serra, primer explorador europeo que se estableció en esa tierra. La estatua de Colón, que desde un siglo y medio campeaba en la rotonda central del capitolio de California, ha sido removida por las autoridades. Después de lo cual uno se pregunta qué ocurrirá con la capital de Ohio, Columbus. Y aquí, inevitablemente, se asoma el temor que una justa, sacrosanta, protesta desborde en una intolerancia neo-puritana.       

Está claro que pocas cosas están claras en la frontera entre la conciencia histórica de aquello que se ha vuelto insultante para la moralidad cívica adquirida y una exigencia de pureza mojigata que amenaza convertirse en una especie de limpieza étnica trasladada al recuerdo del pasado fijado en  las estatuas urbanas. ¿Qué personaje histórico puede considerarse libre de culpas en relación con los valores que resultarían hegemónicos después de su tiempo? El trabajo del joyero que mide en una balanza de precisión los quilates de una piedra preciosa usando contrapesos inertes no es transferible a la historia que intenta en distintos momentos valuar vicios y virtudes de sus personajes señeros en el trasfondo de los valores de su tiempo. Probablemente es más fácil esta operación cuando nos enfrentamos a la maldad pura y dura que cuando nos enfrentamos a virtudes nunca impolutas. Personalmente no tendría duda alguna en enviar directamente al infierno (en la forma de exclusión de la arquitectónica urbana) a Hitler,  Stalin, Franco, Mussolini, Victoriano Huerta y, retrocediendo en el tiempo, Torquemada, Iván el Terrible, Shi Huang Di o Aurangzeb. Sobre Colón tendría serias dudas que el navegante genovés mereciera el mismo destino. Y no tendría ninguna en mantener en su inmóvil quietud las estatuas de Jefferson y Churchill. A esta última conclusión no llego alegando su santidad, sino -usando esa báscula de imposible precisión que nos ofrece la historia con  una balanza cuyas muescas varían de posición con el tiempo- el hecho de que ambos dieron aportes determinantes a la civilización de sus países (e, indirectamente, del mundo. El primero por redactar la Declaración de Independencia de su país y su carácter liberal y laico influido por la Ilustración francesa. El segundo por haber guiado la admirable resistencia de su país frente a la imponente maquinaria de guerra de la barbarie nazi. De acuerdo, ninguno de los dos fue un santo. ¿Pero, sus hierros (personales o políticos) son suficientes para olvidar sus méritos?               

Es como el politically correct aplicado al idioma. Es evidente que decir homosexual en lugar que marica o decir afroamericano en lugar que nigger son avances de civilidad en las relaciones humanas. Pero si el esfuerzo de depuración del lenguaje va más allá de ciertos, inciertos, límites, se corre el riesgo de convertir el lenguaje  en una aséptica elocución para robot. Me permito volver a la mencionada novela de Rushdie.

¿Sabes que se supone que ya no hay que decir loco? Tampoco se puede decir demente ni, supongo, chiflado… pero la cordura existe  y por tanto la locura también… si limpias demasiado el lenguaje lo matas… ¿Depurar? No me gusta como suena eso.

Y sin embargo hay que hacerlo, así como hay que saber donde detenerse antes de volver el mundo una extensión de la Ginebra calvinista o de la Florencia de Savonarola. Dos fundamentalistas cristianos de los cuales, por cierto, hay varios monumentos en Europa que nadie ha atacado o removido. Es evidente que pisamos tierras pantanosas. Para los conservadores de medio mundo (si no es que de todo) volver al lenguaje de antaño sería una forma de rehabilitar lexicalmente prejuicios y discriminaciones que les parecían tan naturales como la gravitación universal. Pero dejemos a un lado el tema del lenguaje y volvamos a los actos que encarnan valores explícitos.

El año pasado la salma del dictador Francisco Franco fue removida del Valle de los caídos (donde, de hecho, glorificaba a su dictadura) para darle una sepultura privada. Un acto de justicia llegado con varias décadas de retardo. Y el ayuntamiento de Madrid, apenas pasado en manos de conservadores (Partido Popular y Ciudadanos) destruyó la placa, en el cementerio de La Almudena, con los nombres de los republicanos fusilados por el franquismo entre 1939 y 1944. El argumento fue que había que honrar a todas las víctimas de la guerra civil. Aparte que la guerra había concluido en 1939 y lo que siguió fue la odiosa, sangrienta, venganza de la dictadura franquista contra seres humanos políticamente derrotados convertidos en víctimas indefensas, se ponía así en el mismo plano a los combatientes republicanos con aquellos que lucharon del lado del fascismo. Es ante este enfrentamiento de perspectivas históricas que los símbolos arquitectónicos del pasado adquieren un innegable valor presente, que el tema del abatimiento o la remoción de monumentos, estelas, etc. asume un valor que impone, a menudo, una ardua mezcla de determinación y cordura.

La determinación es lo que ha faltado a decenas de gobiernos italianos en remover placas o bajorrelieves que todavía “adornan” varios edificios públicos romanos (y no sólo) exaltando al régimen y a la persona de Mussolini. Una desatenta pusilanimidad que llega hasta el presente. Una vergüenza viva que es un agravio a los que murieron para combatir la dictadura y que produce en el paseante una sensación de que alguien desde lo alto del Estado, impúdicamente, le dice: aquí no pasó nada. En el otro extremo, la furia iconoclasta se ha abatido contra joyas arquitectónicas del pasado de parte de fundamentalistas islámicos que, en su enfermizo deseo de pureza, han destruido los Budas gigantes de Bamiyán en Afganistán y han causado daños irreparables a preciosos restos arqueológicos de más de dos milenios en Nínive (una capital del imperio asirio), Palmira, Nimrod, Tombuctú y un largo etcétera. Un presente que nos devuelve a la  antigüedad, como, por ejemplo, a los monumentos de Akenatón (ese faraón herético precursor de un monoteísmo egipcio que, más de tres mil años atrás, predicaba la adoración del disco solar) destruidos por los virtuosos sacerdotes de Amón después de su muerte.  

Una historia antigua y reciente que nos impone alguna reflexión tanto en el acto de destruir como en el de conservar los símbolos de nuestra historia pasada. Todavía es difícil olvidar los daños irreparables acarreados en China durante la Revolución Cultural al patrimonio de manuscritos, pinturas, cenotafios y monumentos de antiguas dinastías que, a los ojos de los enardecidos guardias rojos, constituían recuerdos de un pasado impuro del punto del vista del presente maoísta. Con el mismo criterio habría que dinamitar las pirámides de Egipto, la columna de Trajano, el Coliseo y el Partenón, todas obras construidas por esclavos. Borrar la memoria de lo que fuimos (aparte las vergüenzas recientes del nazi-fascismo, del estalinismo o de los esperpentos en forma de monumentos auto-laudatorios de varios dictadorcillos esparcidos por el mundo), reduciría el mundo al Empire State Building, a los grises, monolíticos, multifamiliares de Moscú o de Tlatelolco y a los similares  bodrios arquitectónicos de Delhi, Milán, Varsovia, etc. Dudo que de esta manera mejoraríamos, estética o moralmente, nuestras ciudades. El pasado a veces es una mezcla inextricable de orgullo y vergüenza, pero purificarlo (convirtiéndonos en noveles, ceñudos, Savonarola) en una lógica de tabula rasa es un remedio peor que el mal que pretende remediar. Sin duda, en toda parte, hay vergüenzas que deben ser removidas, pero sería sabio recordar que dentro del agua sucia está el niño y traer de ello las debidas consecuencias. Nunca ha habido respuestas sencillas sobre qué conservar y qué desechar de nosotros mismos como especie que marcha en el tiempo. Y frente a esta dificultad, el frenesí depurador tal vez no sea el mejor consejero. En la Grecia antigua, quien era expulsado de la ciudad (el ostracismo) veía los huesos de sus antepasados desenterrados y echados fuera de los límites urbanos. No era lo máximo de civilidad entonces, y no lo sería ahora. La voluntad de pureza absoluta normalmente produce delirios. Monumentos a Lenin (creador de un socialismo despótico), Stalin, por no hablar de las persistentes inscripciones enaltecedoras del fascismo italiano merecen ser borradas para siempre. Pero, por favor, Colón, Jefferson, Churchill dejémoslo en paz, aunque sus méritos no los conviertan en santos. Tampoco fueron santos los que erigieron la Gran Muralla china o la Basílica de Santa Sofía en Estambul que, entre paréntesis, ese pío autócrata de Erdogan va a convertir en mezquita.       

Publicado en Pros y contras