De bellas banderas y hojas de parra
Me detengo en dos aspectos: la proclividad a achacar a otros la culpa de las propias desgracias nacionales y la autocensura que impide el ejercicio de la crítica “para no dar armas al enemigo”.
Cada uno, como individuo y como colectividad, es prisionero, sabiéndolo o menos, de prejuicios heredados o de inercias culturales que ennoblecen la pereza intelectual o el propio acomodo a lo existente. Los prejudicios simplifican la vida, acortan el tiempo necesario para alcanzar las conclusiones deseadas y producen un sentido de sosiego moral. En América Latina existe un valor entendido en casi todo el espectro político que comúnmente se considera “progresista”: con frecuencia hay un mismo culpable a quien imputar la mayor parte de nuestras desgracias: Estados Unidos. Este automatismo cultural nace de una plétora de acontecimientos que lo justifican: Bahía de Cochinos en 1961, los golpes de Estados en Guatemala en 1954, en Brasil en 1964 y en Chile en 1973 hasta llegar a la Contra organizada en Honduras contra el gobierno sandinista en los años 80, para limitarnos a los casos más notorios de las recurrentes pulsiones imperiales de nuestro vecino. Y sin embargo no todo empalma tan perfectamente como parecería a una primera mirada. Tomemos como ejemplo a México. A parte lo acontecido en la guerra de 1847 (y es un “a parte” tan grande como la mitad de un país) ¿quién le ha hecho más daños a México en su posible camino hacia el bienestar y la democracia? ¿Estados Unidos o la secuencia secular que trajo, antes, una aristocracia criolla con poca o ninguna voluntad de cambio respecto a la Colonia, después a Porfirio Díaz eternamente instalado en la silla presidencial y, finalmente, a un PRI de caudillos sexenales con su corte de sindicalistas de régimen, empresarios allegados y políticos insaciables e impunes? Sin ninguna absolución hacia nuestro vecino norteño, no debería caber duda sobre quienes han moldeado durante los últimos dos siglos al México de nuestros días.
Mientras América Latina recorría el siglo XX entre democracias inciertas y una multitud caudillos (no siempre, por cierto, ligados a Estados Unidos), México inventaba una fórmula propia: el caudillismo sexenal que a lo largo de generaciones -y probablemente con la única parcial excepción de Lázaro Cárdenas- envolvió el país en una apretada red de clientelas más interesada en conservar sus espacios de poder, de riqueza y de riqueza ligada al poder que en impulsar estrategias de desarrollo capaces de derrotar marginación social e ineptitud institucional.
Esas mismas clientelas contribuyeron, basándose en el justificado resentimiento social hacia Estados Unidos, a aprovechar en su propio beneficio un patrioterismo que tenía la función de quitarles fragmentos de responsabilidad acerca de la situación del país. ¿Cuántas veces ha operado ese mismo mecanismo de remoción de las propias culpas de parte de clases dirigentes y oligarquías en diversos momentos y espacios de la historia latinoamericana? Y lo peor del asunto es que en muchos casos la cultura de izquierda regional (con su bagaje de maximalismos) ha seguido el mismo juego justificando en nombre del antiimperialismo gobiernos nacionales impresentables. Tanto para no olvidar el tamaño del desvarío mencionemos sólo algunos casos: de los dirigentes peronistas (antiguos y recientes, todos regularmente millonarios), al varguismo brasileño (con sus múltiples ministros declaradamente fascistas), pasando por la impoluta probidad republicana del PRI, hasta llegar al caudillismo decimonónico (sub specie de “socialismo”) en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Todo lo cual, obviamente, no exime a los esperpentos filo-americanos contemporáneos que van de Jimmy Morales a Jair Bolsonaro.
A pesar de las no escasas intervenciones indebidas de Estados Unidos en la subregión, no se puede achacar a ese país la responsabilidad mayor del estado de atraso, injusticia y desigualdad de los cuales América Latina es un símbolo mundial. Responsabilizar a Estados Unidos de nuestros males mayores es una operación cultural demasiado transparente en la intención auto-absolutoria de nuestras clases políticas. Y En esta operación, por tan curioso que sea, coinciden a menudo, derechas e izquierdas aunadas en limpiar sus culpas en un patriótico baño lustral.
En una especie de simetría perversa, la remoción va junta por nuestros rumbos con el ocultamiento de aquello que no puede ser reconocido sin ocasionar la pérdida de una insincera máscara de virtud. Una especie de chantaje de las buenas intenciones.
Parto desde lejos. Después de la Segunda Guerra Mundial comienzan a llegar a Francia testimonios indudables de campos de reclusión donde millones de personas son víctimas de la paranoia de un régimen que se dice socialista para justificar el poder absoluto de Stalin, el nuevo autócrata de un país que sólo supo pasar (y la historia no termina) de una forma de autocracia a otra encubriendo cada una de ellas con un manto de santidad religiosa, ideológica o patriótica. La reacción negacionista del Partido Comunista Francés era predecible y, sumándose a la corriente, Jean Paul Sartre, icono de la cultura de su país, no encontró nada mejor que reclamar el silencio para no hacer el juego de los americanos. Y que millones de personas se pudrieran para mantener intactas las bellas banderas de la patria del socialismo. Cuando salieron algunas décadas después los libros de Solgenitsin quedó al descubierto el tamaño de la barbarie que se había cumplido en nombre del “socialismo”. Con las mejores intenciones, y mucha devoción hacia el país cuyo Ejército Rojo había dado una contribución determinante y heroica a la derrota del nazismo, muchos hombres y mujeres de la izquierda europea prefirieron cerrar los ojos sobre un sistema inhumano (del que sólo tenían vagas noticias) para no dar argumentos al enemigo. Y con el paso del tiempo el Partido Comunista Francés comenzaría la larga decadencia que lo ha conducido a la merecida irrelevancia de hoy.
Con distintos sectores de la izquierda latinoamericana ha ocurrido lo mismo en referencia, antes, a Cuba y, ahora, a Venezuela. Cambia todo menos la consigna silenciosa: no dar argumentos al enemigo. La línea sigue igual: esconderse detrás de un dedo. Lo que implica dos consecuencias: no liberarse de una cultura política (de lejano origen bolchevique) que en nombre de la justicia futura legitima la autocracia presente y, además, perder atractivo electoral y, al mismo tiempo, la ocasión de educar la sociedad a reclamar sus derechos sociales sin renunciar a sus derechos políticos. El maquiavelismo (en el sentido más primario de la expresión, lo que poco tiene que ver con Maquiavelo y su pensamiento racionalmente orientado a la unidad italiana) sigue siendo una enfermedad no sé si infantil pero ciertamente crónica de cierta izquierda que se siente sagaz y es sólo cómplice de vejestorios de museo que, sin pudor, exhiben su atraso cultural y político sobre los tiempos del mundo.
Volvamos a México. Por seis décadas se estableció un pacto silencioso entre Cuba y el PRI: ninguno de los dos criticaba al otro para evitar de dar armas a Estados Unidos o a otros países que pudieran cuestionar los de dos sistemas políticos de democracia nula, uno, o controvertible, el otro. Y la izquierda mexicana, siempre para no dar argumentos a Estados Unidos, criticaba al partido casi único de su país sin tener reparos hacia el partido único de Cuba. En nombre de una dialéctica creativa, el primero correspondía a un sistema autoritario y el segundo a una democracia socialista. Y ahora, para seguir la tradición de una ambigüedad que se justifica con el argumento de evitar supuestas intervenciones extranjeras, la posición mojigata del actual gobierno mexicano sobre la tragedia social de Venezuela. Con una izquierda (o como se diga) de este tipo, ¿cómo asombrarse del populismo de nuestros días: una baraúnda de voluntarismos mesiánicos y extravagantes que puede llamarse socialismo del siglo XXI, XXII o lo que sea?
Publicado en Pros y contras