Capitalismo, socialismo y salida del atraso
El siglo XX ha sido recorrido por una gran promesa: el socialismo. A comienzos del siglo XXI el ensueño (en su versión “real” o soviética) se ha desvanecido o ya sólo persiste entre los escombros de convicciones dogmáticas duras a morir. Recorramos rápidamente los siglos. Después del derrumbe del absolutismo y de la hegemonía aristocrática había dos opciones para reorganizar sociedades que habían perdido su antiguo orden jerárquico. La primera era el liberalismo económico que suponía sociedades capaces de autorregularse a través del mercado, la segunda era el socialismo, entendido como inserción en la vida colectiva da una inteligencia organizada capaz de encarnar y promover el bienestar colectivo. El automatismo del mercado contra la razón reguladora.
Desde entonces han transcurrido dos siglos y ahí donde el liberalismo, traicionando sus principios iniciales, ha incorporado, bajo presión de colectividades organizadas, nuevos derechos ciudadanos y diversas formas de protección social, el resultado ha sido un avance sin precedentes, y con pocas excepciones, de democracia y bienestar. Ahí donde el socialismo, como voluntarismo autoritario, se ha impuesto a costa de la libertad individual el resultado ha sido (como ilustra la historia de la URSS y de sus satélites) no solamente un plúmbeo clima opresivo sino un bienestar colectivo que ha avanzado mucho más lentamente hasta cuando la competencia con el Occidente dejó de ser sostenible y el modelo soviético se derrumbó de la noche a la mañana.
Si la izquierda coincidiera con el modelo soviético, hoy estaría muerta y enterrada, salvo naturalmente aquellas minorías marginales que viven fuera del tiempo amarradas a una visión angelical del futuro que no fue. Si el socialismo se redujera a la propiedad pública de los medios de producción, a la luz de lo ocurrido durante el siglo pasado, sería indefendible dados sus resultados. Si, en cambio, fuera una mezcla de nacionalizaciones selectivas con mercados competitivos y derechos sociales protegidos, sería suficiente pensar en Suecia o en Dinamarca para tener una idea del potencial de algo que va en la dirección de un socialismo liberal.
Especialmente después de 1917, se creyó que el socialismo era lo exactamente contrario del capitalismo y que sólo habría podido avanzar sobre las ruinas de este último. La historia posterior demostró que el asunto no era tan sencillo. En realidad, la URSS fue el primer experimento mundial de un capitalismo hiperconcentrado bajo el control de un Estado que se decía socialista mientras excluía a la población (especialmente al proletariado) de las decisiones que afectaban su vida. Y década tras década se consolidó un capitalismo de Estado de una fantástica ineficiencia – excluyendo la industria armamentista. Pero si por “socialismo” entendemos, si bien vagamente (en estos tiempos que ponen en el centro del escenario grandes migraciones, polarizaciones sociales inéditas y calentamiento planetario), una creciente penetración de las necesidades sociales en el Estado y en la economía, experimentos históricos con algunos rasgos socialistas sólo ocurrieron en sociedades capitalistas avanzadas, sobre todo, europeas. Sociedades capaces de conservar las libertades individuales entre empresas que garantizaban competencia, innovación tecnológica e impulsos de enriquecimiento limitados por impuestos adecuados a sostener un estado de bienestar. Moraleja: anular el capitalismo no significó acercarse al socialismo sino a una pobreza equitativamente repartida en una economía de baja capacidad innovadora, altos costos, baja calidad de los productos y opresión social. Ahí donde las razones del mercado y aquellas de la sociedad encontraron algún equilibrio dinámico, se materializaron los mayores niveles de bienestar conocidos hasta ahora en la historia mundial.
Derivemos algunas consecuencias de lo anterior. Cuando menos hasta ahora ningún país en el mundo ha salido del atraso en la ola de un socialismo entendido como combinación de planificación centralizada y empresas puestas bajo estricto control estatal. Cuba es un desolado monumento que ilustra este fracaso en nombre de un socialismo inexistente salvo en una cansada ritualidad donde nacionalismo y bolchevismo se funden en su mezclada retórica. Y si pasamos a Venezuela, ¿será una casualidad que cada vez que hay manifestaciones de protesta hay decenas o centenares de muertos a manos de la policía o de los “colectivos”? ¿Es aceptable un “socialismo” embutido en un pueblo a fuerza de muertos sembrados en las calles? Sin considerar la interminable agonía de un modelo económico que, sobre todo desde 2007, creyó que nacionalizaciones de empresas estratégicas, decisionismo autoritario y planificación central (con Chávez o Maduro cuya sabiduría espaciaba del aluminio al petróleo hasta llegar a las cooperativas agrícolas de cacao) habrían producido un bienestar que hoy se ha vuelto hambre, desesperanza y emigración. Quienes creen que las desgracias económicas y sociales de Cuba o Venezuela son el producto del boicot de Estados Unidos tienden a olvidar las deficiencias endógenas, que, incluso sin boicot (al contrario, con ayuda económica desde Occidente), llevaron la URSS y sus aliados del Este europeo antes a un prolongado estancamiento y después a un súbito derrumbe hace sólo pocos años atrás.
Pero dejemos a un lado discusiones de vago aroma doctrinario sobre capitalismo y socialismo, que, tal vez, como hemos dicho, no sean dimensiones tan excluyentes como se creyó por demasiado tiempo. Lo que hoy es decididamente excluyente con una pulsión hacia la solidaridad y la protección social es la especulación financiera desregulada que constituye una lección no aprendida de la crisis bancaria iniciada en 2008 y que produjo la peor recesión de la posguerra. En los países atrasados el tema central es salir del atraso. Lo que supone, al menos, tres condiciones: multiplicar experiencias productivas ligadas entre sí en el territorio y a escala global, acelerar un crecimiento que reduzca el desempleo y permita el aumento de los salarios y sanear instituciones secularmente enfermas de clientelismo, prevaricación e impunidad.
Me permitiré una nota personal: en algunos días tendré que presentarme en una oficina de una delegación de la Ciudad de México para cambiar el documento de circulación de mi carro y ya estoy temblando mientras imagino la expresión del funcionario que me pide todos los documentos habidos y por haber con el estricto objetivo de sobornarme en nombre de la ley. En plata, con Amlo o sin Amlo, el Estado como abusador de la población cuyos intereses dice encarnar. Un síndrome soviético en pequeño. En pequeño hasta cuando estos mismos funcionarios, como policías, secuestran ciudadanos para entregarlos a la criminalidad organizada para negociar su rescate. Las pequeñas miserias institucionales toleradas terminan a menudo por volverse tragedias colectivas e, inútil decirlo, México es un caso de manual.
Pregunta sencilla: ¿con Estados de estas características es posible siquiera imaginar que algún día podamos emanciparnos de nuestro atraso? Crecer del punto de vista económico con instituciones que violan sistemáticamente la legalidad que representan es posible (como nadar contracorriente) pero sólo por breves periodos; después domina fatalmente la inercia, o sea un poder político que busca persistentemente sacar beneficios de sociedades con escasa capacidad de autodefensa.
El problema mayor que ancla México y otros países a su atraso es institucional. En efecto, si nos limitáramos al aspecto económico, a final de cuenta, los números no serían ni tan adversos, a parte una distribución del ingreso entre lo pre y lo hiper-moderno. En pocas palabras, si México creciera en el futuro cercano a una tasa del Producto Interno Bruto per cápita en el orden de 2.5% anual, demoraría poco más de tres décadas para alcanzar los niveles actuales de países como Grecia, República Checa o Portugal. Y desde ahí podría abrirse un nuevo escenario para el futuro del país. El reto está claro: ¿Cómo retomar un crecimiento de largo plazo mientras se sanean instituciones corroídas secularmente por ineficiencia y corrupción?
Sólo la enorme simpleza de un militar nacionalista con confusos mitos bolivarianos como Chávez hizo posible bautizar socialismo algunas nacionalizaciones y crear desde arriba miles de cooperativas (que no terminarían por funcionar) con la convicción de convertir a Venezuela, según sus intenciones declaradas, en una potencia económica y política. Y todavía hoy, como desde hace años, estas empresas nacionalizadas son monumentos de ineficacia mientras las instituciones públicas siguen corroídas por niveles de corrupción con pocas, si es que algunas, comparaciones a escala mundial. Si el atraso se curara con manifiestos ideológicos hace mucho tiempo habría dejado de existir. Por desgracia, el asunto es algo más complejo.
Publicado en Pros y contras