Vientos de la historia sobre México

15 septiembre, 2018

Desde inicios del siglo el brutal impacto de la criminalidad en la vida de México ha revelado la fragilidad de instituciones que, a pesar de sus antiguas fallas democráticas y su indeleble inclinación al simulacro, hasta hace poco parecían medianamente sólidas. De pronto descubrimos que no era así, que la fachada cubría una embarazosa fragilidad. Tuvimos que aprender rápidamente que instituciones de baja calidad afectan dramáticamente la calidad de la vida de cada uno y las posibilidades de progreso de todos. En algunos países de América Latina la criminalidad tuvo que enfrentarse a un contraste institucional con cierto grado de eficacia. No así en México, donde una delincuencia robustecida por la cercanía del mercado estadounidense (y su masiva demanda de drogas) encuentra las mejores condiciones de propagación gracias a la inconsistencia de instituciones carcomidas por décadas de corrupción e impunidad. Se ha activado un funesto círculo vicioso del que aún no salimos: instituciones de mala calidad favorecen la difusión de la criminalidad así como esta última carcome aún más a las instituciones. Y de pronto, el país descubre de tener que pagar las cuentas por haber tolerado a lo largo de décadas instituciones que simulaban una solidez que no tenían. El crimen organizado, que según algunas estimaciones, es ya la quinta fuente de empleo, recluta masivamente individuos crecidos en la marginalidad, abrevados en el resentimiento y el desprecio por la vida y capaces de formas inauditas de crueldad. Y frente a eso, instituciones (sobre todo en la seguridad pública y en la justicia) quebradizas, incompetentes, sin espíritu de cooperación entre sus diversos cuerpos y con escaso sentido del Estado.

El país experimenta aquello que sólo pocos años atrás era inimaginable: el quebranto del monopolio estatal de la violencia, la pérdida del control de amplias regiones del territorio nacional y la descomposición de la coherencia funcional (nunca muy alta) entre distintas partes del Estado mexicano. En síntesis: la enfermedad es grave y el remedio inoperante. Las sociedades, a diferencias de sus miembros individuales, no mueren, pero pueden deteriorar sus nexos internos de confianza hasta volver la vida colectiva una fuente de aflicción y un campo minado a lo largo de generaciones. Desde su Independencia, México enfrentó una descomposición de su sentido de pertenencia que hizo posible, antes, la pérdida de la mitad del territorio nacional y culminó con una dictadura de tres décadas sobre cuyas ruinas se construyó casi un siglo de un autoritarismo populista que hoy se revela impotente (y a menudo cómplice) con la oleada criminal que asola el país. Sin embargo, en la actualidad, el largo plazo (congelado por décadas en simulaciones revolucionarias y, después, en una transición sin capacidad real de cambio) vuelve a presentarse a nuestros ojos como un abanico de posibilidades pocas de las cuales venturosas. ¿Qué seguirá a este tenebroso presente de cabezas cercenadas, policías sicarios al servicio de la criminalidad, secuestros y extorsiones que definen nuestro tenebroso presente? ¿Una reacción autoritaria con las fuerzas armadas como última ratio y una secuela de retrocesos de los escasos avances democráticos desde fines del siglo pasado? ¿Una balcanización –como la experimentada por Colombia sólo pocos años atrás, con multiplicidad de actores (ejército, narcotraficantes, paramilitares, elites locales disponibles a todo para ensanchar cotos de poder exclusivos, guerrilleros obtusamente ideologizados, etc.)? Y la sociedad, parafraseando a Ignacio Ramírez (el Nigromante): recogidas las alas y palpitando azorada entre las manos de asesinos, a veces uniformados.[1] Desde que estas palabras se escribieron ha cambiado todo y, sin embargo, tal vez, no ha cambiado nada, salvo la forma del horror.  Hace más de un siglo y medio México perdió la mitad de su territorio en un contexto histórico de desorganización y “lamentable liderazgo de los mexicanos”.[2] Hoy, al enemigo externo se ha sustituido un aterrador enemigo interno, la criminalidad organizada, pero desorganización y lamentable liderazgo siguen ahí. Cambian los regímenes, cambian los actores, cambian los lenguajes y las urgencias, pero algunas cosas siguen inalteradas bajo formas renovadas

La máquina infernal que engulle vidas con voracidad insaciable y una saña de otros tiempos sigue avanzando entre centenares de miles de desplazados internos, elites económicas que envían sus hijos al exterior y contratan más guardaespaldas y una sociedad engarrotada en el pavor hecho segunda piel. Trasponiendo de otros tiempos, también para el presente vale la pregunta que años atrás se hacía un gran historiador mexicano: “¿Por qué cayó sobre México ese chubasco furioso?”. Durante 2014, según estimaciones oficiales, hubo cerca de 15 mil asesinatos dolosos, 41 al día. [al margen, en 2018 han sido más de 80].  Mismo número de Irak, en el mismo lapso.[3] Con una diferencia: Irak ha sido durante la primera década del siglo teatro de una guerra con la virtual disolución del Estado y, después, vivió choques interreligiosos y fanatismos sectarios en medio de una incierta reconstrucción institucional. Si a la sangrienta estadística mexicana se añaden los secuestros, las extorsiones, los asaltos y el conjunto de delitos que conforman nuestra pesadilla cotidiana, la conclusión es inexorable: frente a la nueva oleada de criminalidad, el Estado mexicano ha perdido la capacidad de proteger vida y patrimonio de sus ciudadanos.

Pero, contra toda desbordada imaginación, la realidad es peor. No se trata solamente de la incapacidad del Estado para proteger la vida de aquellos que viven en esta tierra (razón primordial de la existencia de cualquier Estado que merezca este nombre) sino que ese mismo Estado atenta frecuentemente contra ella a través de policías y jueces frecuentemente coludidos con la criminalidad. Una parte del Estado cumple, más o menos rutinaria o negligentemente, sus funciones, una parte se entregó a la criminalidad y otra parte más mira al otro lado simulando una normalidad ficticia. Y una minoría intenta con dedicación cumplir su deber en un contexto en que el hacerlo pone en riesgo la propia vida.  Algunos datos para ilustrar las dimensiones dantescas del problema. Comencemos con una noticia con que se inaugura 2015. “El fotorreportero y activista social José Moisés Sánchez Cerezo fue sustraído ayer 2 de enero por un grupo armado…los vecinos avisaron a la policía de Medellín de Bravo (Veracruz), pero su respuesta fue nula y cuando arribaron al domicilio, horas después, indicaron que ‘no podían hacer ya nada’”.[4] ¿Negligencia acostumbrada o algo peor? Veamos de dónde surge la duda. En 1995 se estimaba que de 900 bandas delictivas operantes en el país más de la mitad estaba compuesta por policías o ex policías. El problema, evidentemente, no es de la última hora. En la actualidad algunas ONG estiman que 70% de los secuestros involucran agentes o ex agentes policiales. Ningún asombro, entonces, que apenas 12% de los delitos sean denunciados y (procesados al interior de una maquinaria judicial y de investigación en buena medida descompuesta) sólo 1% llegue a sentencias de condena.[5] Resultado: impunidad difundida. ¿Con qué confianza puede un ciudadano denunciar un delito frente a tutores de la ley (sarcasmo involuntario) que, con una probabilidad no despreciable, están coludidos con la criminalidad o son criminales en propio?  

Los hechos de Iguala del 26 septiembre de 2014 mostraron a los ojos del mundo policías convertidos en sicarios al servicio del crimen organizado. Desde tiempos de Benito Juárez y de Porfirio Díaz, para garantizar la seguridad de los caminos, era frecuente que se contrataran bandidos como policías.[6] Quienes vivían de violar la ley se convertían, con ponerse el uniforme plateado de los rurales, en sus defensores. Era entonces el recurso forzoso de una nación débil que necesitaba imponer algún respecto por reglas de convivencia que  fatigaban en establecerse.[7] Pero, ¿qué decir un siglo y medio después, cuando los términos se invierten y los policías se vuelven criminales? ¿Cómo fue posible que a la conclusión de tantas décadas de estabilidad institucional (antes con el porfirismo y después con los regímenes de la “revolución hecha gobierno”) brotara esta monstruosidad? Después de haber estudiado a las policías de Chihuahua, Hermosillo, Mexicali y Tijuana, un investigador estadounidense llega a la conclusión que más que el peso corruptivo de la criminalidad (que no es poco y en algunas zonas es aplastante), en la corrupción policial intervienen reglas arraigadas y prácticas informales propias del sistema político mexicano, donde prevalecen lealtades corporativas y liderazgos personalistas que sentirían amenazados sus cotos de poder por el uso del mérito como criterio de selección.[8] Como en el caso de los líderes sindicales corruptos, la paz consiste en que el Estado no pretenda introducir transparencia y honorabilidad en sus dominios. La selección ocurre adhiriendo a una costumbre normalizada de complicidades y simulaciones que encubren el uso privado del poder público. La policía no es más que el reflejo patológico de un sistema enviciado por el desdén hacia las leyes y los derechos ciudadanos; la autoridad cumple la ley en forma errática dependiendo de las  circunstancias y los  potenciales beneficios personales.

El problema actual de la policía mexicana hace parte de una vetusta cultura político-institucional en que cada pedazo del Estado o de la sociedad corporativizada puede hacer lo que quiera a condición de no crear problemas al centro del sistema político, el Señor Presidente. La tolerancia al latrocinio, al abuso, a la ineficiencia fue por décadas el cemento para mantener unida y sin demasiados chirridos una compleja maquinaria de poder. Y el costo, naturalmente, se pagó en las bases de la sociedad. Recordemos, para contextualizar, un episodio de hace casi medio siglo relatado por Carlos Fuentes. Después de la matanza de estudiantes a manos del ejército en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, un portavoz del gobierno mexicano declaraba frente a los corresponsales extranjeros: “No se alarmen: piensen que treinta muertitos en México son como un muertito en Francia”.[9] Esa impudicia reflejaba algo verdadero: los muertos producto de las “fuerzas del orden” cuestan aquí políticamente mucho menos que en otras partes del mundo. Una cultura institucional que se confirma décadas después con la indolencia en reformar los sistemas de seguridad y de justicia a pesar de su demostrada ineficacia frente a decenas de miles de muertos que vienen en las últimas décadas de una barbarie criminal complementada por la criminalidad institucional de los policías de Iguala (Guerrero) o de San Fernando (Tamaulipas). Los primeros, que desaparecieron, en 2014, 43 muchachos de entre 18 y 23 años y los segundos, que participaron en 2010 en la masacre de 72 emigrantes centroamericanos. En 1971, frente al descaro del poder, Fuentes mencionaba el papel de “coro operístico” de intelectuales como Salvador Novo y Martín Luis Guzmán, por no hablar del priísta-bolchevique Vicente Lombardo Toledano. En tiempos recientes el coro operístico subsiste, pero ahora bajo la forma de una leguleya negación de la responsabilidad del Estado, como si las policías municipales (y las otras que no son necesariamente mejores) fueran agencias independientes y no partes integrantes del Estado de este país. “El estado no fue” es la consigna institucional frente a los 43 muchachos de Iguala, mientras en las plazas de México, en las mantas y en los gritos de miles de ciudadanos, se expresaba exactamente lo contrario: fue el Estado.                             

Después de la Revolución, el siglo XX mexicano produjo (en el contexto latinoamericano) un resultado asombroso: una prolongada estabilidad política. Sin embargo, a la sombra de esta estabilidad aliñó una enfermedad que Octavio Paz resumía en dos palabras capaces de describir la cultura política mexicana desde el siglo XIX: simulación e inautenticidad. De ahí decía el poeta vino un “daño moral profundo” y una “mutilación espiritual”. La conclusión no dejaba espacio a fáciles consuelos: “Nos movemos en la mentira con naturalidad”.[10] El subproducto de la estabilidad fue la creciente no-credibilidad de un sistema político que -detrás de una supuesta continuidad revolucionaria-[11] ocultaba redes partidarias de fidelidad y complicidades clientelares que envilecían la dimensión pública con la torsión (cuando no la abierta violación) de reglas y leyes sólo formalmente respetadas. La simulación, convertida en Razón de Estado (y la estabilidad del poder de un partido como tótem absoluto), impidió nombrar los problemas con sus nombres propios y mucho menos enfrentarlos con transparencia o con algo parecido a un compromiso ciudadano. Asumiéndose como heredero de la revolución de 1910, el PRI repitió una antigua historia de apropiación exclusiva de eventos pasados capaces de dar alguna nobleza a un uso político en el presente. Así había hecho Porfirio Díaz apropiándose simbólicamente de una edad de la Reforma que, sin embargo, enterró y cuya constitución (de 1857) violó sistemáticamente. Así hizo Iturbide hacedor de una Independencia depurada del carácter popular que le había dado la sublevación de Hidalgo y, yendo más lejos, así hicieron los aztecas erigiéndose en herederos imperiales de la antigua cultura tolteca.[12]

Acerca del interminable régimen de un hombre del siglo XIX que creía encarnar el único futuro posible de México, escribía hace un siglo Francisco Madero: “El régimen actual de gobierno acabó con las libertades públicas, ha hollado la Constitución, desprestigiado la ley y, por último, acabó con el civismo de los mexicanos”. ¿Cómo no escuchar en esas palabras una resonancia que nos devuelve a tiempos más recientes? Madero había entendido algo que todavía hoy nos cuesta asumir: un poder sin frenos ciudadanos incorporados “corrompe a quienes lo ejercen y a quienes lo sufren”;[13] traba la consolidación de instituciones responsables y obstaculiza el desarrollo de una sociedad civil activa. Viene la tentación de pensar que el autoritarismo centralista azteca-castellano -según palabras de Octavio Paz- ha tenido en la historia mexicana varias reencarnaciones y cada vez como una novedad que encadenaba el país a un pasado insuperado salvo por sus formas. “Path dependency”: una situación donde, sin vínculos explícitos, el presente está fuertemente condicionado por el camino ya históricamente recorrido. En síntesis, el PRI continuó aquello que pretendía superar y de ahí viene la fragilidad institucional que menoscaba la capacidad para poner un freno a la barbarie criminal que nos acecha. Una deficiencia de eficacia y credibilidad institucionales. Sin embargo, han ocurrido cambios en las últimas décadas que han hecho más compleja a la sociedad mexicana y menos disciplinable frente al dominus tradicional del presidencialismo, emanación de una unanimidad ficticia encubridora de prácticas paralegales en el ejercicio del poder. Entre estos cambios, que han socavado silenciosamente la coherencia autoritaria de antaño, está la independencia del IFE (Instituto Federal Electoral) frente al gobierno en 1996, la mayor variedad y capacidad crítica de los media, la creciente autonomía de los gobernadores del poder central (cuyo primer anuncio vino en 1994 del conflicto entre el gobernador de Tabasco Roberto Madrazo y el presidente Ernesto Zedillo)[14] y el mayor peso electoral de los partidos, lo que ha impedido desde 1997 [y hasta 2018] cualquier mayoría absoluta en el Congreso.

A pesar de lo anterior y del cambio del partido al gobierno en 2000, el antiguo régimen se ha conservado incluso sin el PRI en la presidencia. La alternancia ocultó una muda resistencia sistémica que desembocó finalmente en el retorno del PRI al gobierno en 2012. Algunos factores han contribuido a esta resiliencia. El primero de ellos fue la desilusión acerca de doce años de gobiernos panistas que dejaron virtualmente sin cambio la anatomía y fisiología del sistema previo.

 Pero intervinieron otros elementos. Por un lado, la corrupción misma promete beneficios que han uncido a un carro institucional de baja calidad tanto a sectores de elite como de las bases sociales del país. Se ha sostenido incluso que la corrupción redujo en el largo plazo la inestabilidad social.[15] El desgajamiento del sistema por disensiones internas entre la elite, como con Bernardo Reyes durante el Porfiriato, fue evitado antes y después del 2000 gracias a una corrupción ecuménica. Complementariamente, sigue la antigua tradición del origen político de las grandes fortunas mexicanas, desde Luis Terrazas hasta Carlos Slim, pasando por el “soldado de la Revolución” Emilio Azcárraga Milmo. Otra vez Octavio Paz toca un punto nodal: “Herederos de la sociedad jerárquica que fue Nueva España, nuestros ricos nunca han hecho realmente suya la ideología liberal y democrática”.[16] Un Estado débil (con voz varonil) era, y es, lo mejor para la corrupción y para los grandes negocios a pesar de las distorsiones democráticas acumuladas en el pasado y de las desastrosas consecuencias, en el frente de la inseguridad, que la sociedad mexicana sufre desde inicios del nuevo siglo. El régimen institucional priísta se ha conservado con su potencial entrópico sobre la operatividad de las instituciones y, por consiguiente, sobre la calidad de la vida colectiva. Según algunos estudiosos, si México redujera su corrupción al nivel de Estados Unidos, su PIB per capita se duplicaría.[17] La prolongación de la Pax priísta ha implicado costos elevadísimos: el envilecimiento de la función pública y del sentido cívico, así como la pérdida de oportunidades de un desarrollo que podría haber sido menos desigual.              

Si se observa la historia universal del último siglo, o algo más, parecería haber dos posibles caminos para la consolidación de instituciones públicas eficaces y creíbles: la presión ejercida por una sociedad civil organizada y la calidad de una burocracia capaz de transferir a una entera sociedad sus propios valores y comportamientos. Si se mira a finales del siglo XIX buscando tipos ejemplares, por un lado, encontramos a Suecia y por el otro a Japón. En la historia independiente de México ninguno de estos dos rumbos fue viable. El corporativismo (objeto crítico de los liberales después de la Independencia)[18] impidió en el siglo XX la consolidación de una dinámica sociedad civil y, por otra parte, el presidencialismo asfixió la formación de una administración pública profesional capaz de frenar arbitrariedades y personalismos de un poder con escasos frenos incorporados.

Miremos las cosas desde otro ángulo: en la larga duración mexicana, la libertad (como instrumento y objetivo de la construcción del ciudadano) y la prosperidad (como integración social en el surco del crecimiento económico) no pudieron establecer entre sí un circuito de retroalimentación. Uno de los mayores pensadores mexicanos del siglo XX ofrece una síntesis sugerente. Durante la República Restaurada (1867-1876) los liberales intentaron (sin éxito) alcanzar la prosperidad conservando la libertad; con el Porfiriato se prometió prosperidad (incumplida salvo en el aspecto de la aceleración económica) sacrificando la libertad ciudadana. Y con Madero, frente a una polarización social insostenible, el país se levantó para reconquistar su libertad aun a costa del retroceso material.[19] ¿Cómo definir, siguiendo la amplia mirada de Cosío Villegas, el siglo posterior a la revolución de 1910? Tal vez no sea descabellado considerar el prolongado régimen priísta como un arreglo estable (clientelar, corporativo y centralista) que trabó la eclosión de un espíritu ciudadano capaz de mantener bajo control a las instituciones, frustrando una presión social que habría permitido formas menos polarizadas de desarrollo económico. A comienzos del siglo XXI nos encontramos así con antiguas tareas incumplidas (espíritu ciudadano, integración social e instituciones creíbles) con el agravante de un Estado incapaz de ser coherente con sus propias intenciones declaradas. Hace tiempo, en México, el mayor problema no es tanto de políticas públicas sino de la base institucional que las instrumenta. ¿Cómo se construye algo sólido sobre un terreno movedizo?

En el choque, en los últimos tres meses de 2014, entre una protesta social contra instituciones incapaces de controlar la criminalidad (y a veces cómplices de la misma) y la inercia de un régimen político que no puede reconocer su anacronismo en los tiempos de México y del mundo, se avizora la reaparición del viento de la historia sobre México, lo que se manifiesta como ruptura del encantamiento que, desde 2012, hizo pensar a muchos mexicanos que seguridad y prosperidad serían posibles con el retorno del PRI al gobierno después del paréntesis panista. Desde fines de 2014, al calor de la vergüenza y el pasmo por los acontecimientos de Iguala y las fundadas sospechas de enriquecimiento ilícito entre los mayores representantes del Estado, ha comenzado a disolverse el acto de fe que buscaba exorcizar un presente sombrío con el retorno a un pasado embellecido por la desmemoria. Hoy queda claro para muchos que volver al camino conocido no conducía en realidad a ninguna parte, lo que pone la sociedad mexicana frente a la ardua tarea de cuestionar sus formas y comportamientos del viejo régimen.        

El “régimen revolucionario” siempre fue surreal entre sindicalistas millonarios, gobiernos autodenominados progresistas y adaptados a una de las sociedades más polarizadas del planeta, fraudes electorales (para cuidar de sí mismo a un pueblo que podía no saber lo que quería) y una política palaciega que un corresponsal de la revista Time definía, con brutalidad puritana, pero no sin razón, bizantino-mafiosa. Para mantener una imagen de confianza inoxidable, en la antigua URSS, los media oficiales no daban noticia de los temblores; por décadas México vivió por mucho tiempo una parecida conjura del optimismo institucional.[20] Limitémonos a algunos ejemplos escogidos, casi, al azar. Además de endeudar sin control a su estado por las siguientes generaciones, un ex gobernador del estado de Coahuila, moviéndose en el terreno ambiguo entre revolución institucional y república de las bananas, daba el nombre de su hija y esposa a hospitales y escuelas de su estado. Una especie de Santa Anna, naturalmente, revolucionario. Y esa modernidad cultural será premiada por sus correligionarios elevándolo a presidente nacional del PRI. El primitivismo cultural y político no sólo no se esconde sino que se exhibe con orgullo. Por la serie de la realidad que supera a la fantasía, a mediados de diciembre de 2014 los periódicos informan que en la policía capitalina trabajan diez parientes cercanos (hermano, yerno, cuatro primos y cuatro sobrinos) del subjefe de la misma policía. La pregunta es obvia: ¿no existen controles administrativos para evitar que el amor hacia los parientes prevalezca sobre la decencia? Sigamos con esta clase de realismo mágico: la Cámara de diputados aprueba con aplastante mayoría en noviembre pasado la reducción, en 63%, de un ya insignificante presupuesto destinado a la búsqueda de personas desaparecidas, estimadas oficialmente en 22 mil. Poco antes, una alta funcionaria de la Procuraduría General de la República afirmaba que el tema de los desaparecidos constituía un “compromiso prioritario” del gobierno. Acciones y palabras viven evidentemente en dimensiones recíprocamente desconocidas. Y finalmente, el 10 de diciembre pasado, dos miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (que cuesta tres veces su correspondiente de Estados Unidos), después de declarar, con sobrada razón, que “tenemos una sociedad con miedo, secuestrada por la violencia”, añaden increíblemente que el poder judicial “no permitirá la impunidad”.[21] Con apenas algún retardo, considerando que la impunidad prevalece en la sociedad mexicana desde hace muchos años alentando un incontrolado alud de delincuencia. En lugar que reconocer los hechos y abrir la discusión sobre los remedios, mejor las declaraciones altisonantes que esconden detrás de una moralidad declarativa una ineficacia interiorizada.

Haciendo a un lado ese deprimente folclor institucional, queda el problema de medir la calidad de las instituciones mexicanas en el entorno internacional. Un indicador aproximado puede ser el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de Transparency International. Sin conjeturar alguna línea de causación, la calidad institucional está ligada (aunque no exhaustivamente) al PIB per capita. Generalmente, a un mayor ingreso corresponde, en comparación internacional, una mayor calidad del Estado. Ahora bien, siguiendo la tendencia que prevalece en América Latina, al nivel de ingreso de México debería corresponder un valor medio del IPC de entre 5 y 6 puntos. Sin embargo, desde hace dos décadas, México se encuentra establemente más cerca de los 3 que de los 4 puntos. Costa Rica, Perú, Colombia y Brasil, con ingresos medios considerablemente inferiores a México (en especial los primeros tres países) registran un IPC bastante superior. En la región, sólo Venezuela, con un ingreso similar al mexicano, muestra un menor IPC. Conclusión: en su propio contexto regional México es un caso notorio de serio retardo institucional respecto a su nivel de ingreso. ¿Es ese resultado independiente de décadas de un régimen revolucionario?                         

Como era predecible, con el retorno del PRI a la presidencia no se manifiesta ninguna disponibilidad a reformar su antiguo sistema de gobierno. Ocurre más bien lo contrario como indica la fuerte presencia en el gabinete de antiguos operadores políticos (exgobernadores, dirigentes nacionales del PRI, etc.) forjados cultural y políticamente en las añejas prácticas clientelares y corporativas del partido-estado.[22] Lo que cambia con la llegada de Peña Nieto a la presidencia es la des-acentuación del discurso del combate a la delincuencia organizada. El léxico oficial es depurado de las palabras guerra, enemigos, capos, narcotráfico, etc. El reconocimiento explícito de una realidad incómoda es sustituido por circunloquios tranquilizadores.[23] Una baja de tensión que se refleja tanto en los media como en los mismos partidos de oposición durante los primeros años del “nuevo” gobierno priísta. Como prueba de la capacidad de irradiación hacia el conjunto del sistema político mexicano de los humores de su centro ejecutivo.  Se abre camino una idea ilusoria: el crecimiento económico, derivado de las reformas energética, fiscal, etc. promovidas por el presidente, llevará, con mayor bienestar, a la contención de la violencia. Una idea extravagante que supone nadar contracorriente de la percepción intuitiva que sin instituciones exitosas en el combate a la criminalidad, el desarrollo económico enfrentará obstáculos decisivos con el enraizamiento de actividades económicas ilegales y el desincentivo a las inversiones en la economía legal. La historia secular del sur de Italia parecería no haber producido alguna enseñanza. Un Estado de baja calidad y que convive con la delincuencia simplemente no puede ser factor de desarrollo económico en el largo plazo. ¿Es necesario discutir acerca de esta obviedad? Comentando en rueda de prensa los acontecimientos de Iguala, José Miguel Vivanco, director para América Latina de Human Rights Watch, declara: “El gobierno del presidente Peña Nieto, preocupado especialmente por su imagen, se ha alejado lo más posible de estos temas [de derechos humanos], incluso de los de seguridad, por considerarlos tóxicos, y construir una imagen de un México ficticio. Hoy, lo que ha salido a la luz [con los acontecimientos de Iguala], es el otro México. El México de los abusos, el México de los sectores más vulnerables”.[24]

Porfirio Díaz fue reelegido siete veces a lo largo de más de tres décadas, pero esta anomalía resultó socialmente tolerable, hasta 1910, por la estabilidad política que el régimen garantizaba después de tantas guerras, asonadas militares, motines, invasiones externas y bandolerismo impune. El régimen priísta garantizó la estabilidad (político-social) por más de siete décadas y también esta anomalía fue tolerada para evitar una recaída en el desorden y el altísimo costo en vidas humanas posterior a 1910. Corrupción, clientelismo, polarización social, simulaciones institucionales, etc. fueron el costo de la estabilidad. Pero, aunque estos costos sigan inalterados, el beneficio de la estabilidad interna se ha perdido frente a una criminalidad desbordada. La criminalidad y el corolario de la inseguridad social han llegado para revelar los límites históricos del régimen priísta como arreglo socio-institucional duradero.  

Por muchas décadas el PRI produjo de sí mismo (como es inevitable en cualquier partido que se conserve tanto tiempo en el poder) una imagen muy cercana a la idea misma de nación. Hubo en esto una falsedad y, al mismo tiempo, una verdad oblicua. La falsedad es la misma que encarnaron los conservadores mexicanos después de la Independencia tratando muchos elementos de Nueva España como constitutivos de un México eterno.[25] Análogamente, la permanencia del PRI en el poder era asumida como un equilibrio definitivamente adquirido e inextricablemente enlazado con el espíritu de la nación. Sin embargo, la historia reciente del país no va necesariamente contra esa narrativa incluso después del 2000. Por caminos torcidos, la simulación interesada puede crear la realidad que le corresponda. Y así, desde fines del siglo pasado, nace el PRD a partir de una costilla del PRI y, desde el año 2000, llega al gobierno otro partido, el PAN, sin capacidad para emprender un cambio profundo en la arquitectura y comportamiento institucionales del país. En la oposición o en el gobierno, consciente o inconscientemente, se reprodujo con formas apenas modificadas el estilo político priísta de verbosidad sin compromisos concretos, prolongación de una cultura patrimonialista-clientelar, indulgencia frente a difundidas prácticas de corrupción pública, además de un presidencialismo más basado sobre las buenas intenciones de un subjetivismo ético que sobre reglas socialmente negociadas. A pesar de la doble derrota electoral (2000 y 2006), el horizonte cultural del PRI se mantuvo gracias a la mediocridad de una clase política que, aun criticando a este partido, absorbió su estilo y visión del quehacer político.[26]     

El gobierno del PAN reflejó la incapacidad de rebasar los límites priístas de una visión corporativo-presidencial del estado mexicano a lo que se añadió una mezcla, que podría decirse propiamente conservadora, de responsabilidad y pusilanimidad. Para evitar los posibles contragolpes de los sectores sociales corporativizados (bajo control del PRI), la solución fue es una especie de sosiego vagamente budista. Como si el país hubiera alcanzado un equilibrio institucional al que sólo faltaban ajustes más o menos marginales. La popularidad inicial del presidente Fox se disolvió rápidamente por su ineptitud en asumir la tarea de la reconstrucción real y simbólica del Estado mexicano. Ex abruptos humorosos e indigencia intelectual caracterizaron a un hombre de Estado sin visión de Estado. Y su sucesor, el presidente Calderón, prolongará la misma flema filosófica con el agravante de un muy débil crecimiento económico en un contexto de sextuplicación (de 2 mil a 12 mil) de los homicidios entre 2006 y 2011. La guerra al narco, con la intervención del ejército, terminó por ser una forma para evitar una profunda transformación de las fuerzas de seguridad del país y del propio sistema judicial. Ningún asombro que frente a los resultados de una alternancia incapaz de asumir sus responsabilidades de reforma institucional enfrentando un contexto criminal desbocado, la sociedad mexicana se replegara en la nostalgia hacia el viejo partido-Estado.

El historiador y politólogo mexicano Lorenzo Meyer sostiene que en 2006 era “lógico y natural que la izquierda tuviera su turno en la dirección del país”.[27] Hagamos a un lado que en la historia lo “lógico y natural” sólo tiene cabida en visiones deterministas donde una hiperrealidad racional se impone sobre el acontecer concreto en la vida de los pueblos. Ninguna corriente histórica inexorable conducía necesariamente el PRD al gobierno y, aun alcanzando el 35% de los votos, en 2006 este partido no pudo sobrepasar al PAN debido en gran medida a la (justificada) desconfianza de varios sectores sociales hacia el mesianismo populista del entonces abanderado del PRD, López Obrador. Un mesianismo que el partido perdió posteriormente (por lo menos en su versión carismática) en nombre de una realpolitik caracterizada, sin embargo, por la ausencia de propuestas de cambios estructurales viables y replegada en una cultura de nacionalismo nostálgico, corporativa y presidencialista en el mejor estilo del PRI vieja manera. Así que, mientras el PAN encubría con un individualismo sin alientos ciudadanos su indisponibilidad a asumir el reto del rediseño institucional del país, el PRD se convertía en un receptáculo de priístas frustrados en sus ambiciones personales y necesitados de una sigla partidaria para acceder a cargos de elección popular. Jesús Ortega, ex dirigente nacional del partido, declaraba hace poco: “¿quién dice qué priístas son buenos y cuáles malos?”.[28] Traduzcamos en forma positiva: son todos buenos los priístas que salgan de su partido (incluso sin la menor reflexión crítica) y lleven votos y espacios locales de poder al PRD, aunque esta transubstanciación laica ocurra reforzando una antigua cultura clientelar en el seno de una izquierda ya agobiada por la ausencia de debate político interno (más allá de las diatribas usuales entre las corrientes), por la falta de vivacidad cultural y por la incapacidad de organizar el malestar social hacia extendidas convergencias reformadoras. Aunque patológico, nada realmente asombroso en el hecho que, siguiendo un rumbo en que las oportunidades electorales prevalecen sobre cualquier otra consideración política, el alcalde de Iguala -que aparentemente ordenó la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa- haya sido candidato a su cargo por el PRD y que este partido defendiera, hasta cuando percibió el alto costo político, al gobernador de Guerrero, un reconocido cacique regional. Otro miembro del PRD salido del PRI.

Hemos mencionado al historiador Lorenzo Meyer; mencionemos otro historiador (y novelista) mexicano, Héctor Aguilar Camín. Una premisa: en un régimen que no puede dar el salto hacia una democracia con instituciones eficientes y creíbles, el papel de los intelectuales es especialmente importante en un contexto donde la credibilidad es, con sobradas razones, una sustancia evanescente. De ahí el desaliento que produce una declaración como la siguiente del autor en cuestión: “Este gobierno tiene visión estratégica pero baja ejecución”.[29] Dos deslices en una sola proposición. Guardada toda proporción, también Stalin o Khomeyni tuvieron probablemente una “visión estratégica”, así que una expresión de este tipo sin el añadido de un calificativo que defina esta visión (y en el caso mexicano se trata en la sustancia de prolongar en el tiempo un sistema de poder clientelar sistémicamente corrupto) mucho se parece a un reconocimiento oblicuo. Por otra parte, “baja ejecución” da la impresión de un problema técnico. La ineficacia del Estado (un sistema judicial desastrado y una policía demasiado a menudo coludida con la criminalidad, para limitarnos a la punta del iceberg), en lugar que ser reconocida como el resultado lentamente madurado de un sistema político sobrevivido a sí mismo, se presenta como una cuestión administrativa. Una visión, cuando menos, reductiva.

Sin embargo, es necesario apuntar que en los últimos meses entre intelectuales, periodistas y comunicadores de vario tipo ha habido un ensanchamiento de voces críticas que expresan, al mismo tiempo, dignidad ofendida y vergüenza nacional. Algo que podría indicar el cansancio social hacia prácticas de gobierno e inconsistencias institucionales que se han vuelto cada vez menos tolerables para una parte importante de la sociedad mexicana.        

En las protestas sociales derivadas de los trágicos acontecimientos de Iguala, ni PAN ni PRD fueron parte de movilizaciones que configuran tal vez la mayor crisis política de México desde 1968. Estos dos partidos (para no hablar de sempiterno PRI) parecían tener otras urgencias, empeñados como estaban en una lucha feroz para el control del presupuesto[30] y de espacios de poder para acomodar su clientela voraz. Cuando menos hasta ahora se ha tratado de partidos sustancialmente incapaces para articular un debate público maduro y demandas de eficacia y credibilidad de las instituciones. La conclusión es preocupante: por primera vez en la historia moderna de México, a una crisis de legitimación social (aunque falte -¿todavía?- el componente de desgajamiento en la élite económica) de un régimen que pierde coherencia interna y capacidad de maniobra, no corresponde una propuesta alternativa de partidos o personalidades con fuerte arraigo social. Si el PRI es un partido fuera de época,[31] ni el PAN ni el PRD parecerían cultural o políticamente capaces de proponer un futuro de reconciliación, sobre nuevas bases, entre sociedad e instituciones reformadas. El escenario no es alentador, pero la historia de México nos ha acostumbrado a paradojas inesperadas como un emperador liberal que, contra la cultura conservadora que lo había entronizado, daba el grito del 16 de septiembre legitimando ex post la figura del cura Hidalgo, o como un pacifista proveniente de una familia acaudalada que, en 1910, llamaba a una revuelta armada. No queda más que esperar lo inesperado para que se abran perspectivas no visibles desde el confuso y tormentoso presente mexicano.    


Versión reelaborada del ensayo publicado
en La responsabilidad del porvenir, 2016


[1]. Cit. en Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México. La república restaurada; la vida política, Ed. Hermes, México 1953, p. 46n.

[2]. Charles A. Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora (1821-1853), Siglo XXI, México 1991, p. 14. 

[3]. www.aristeguinoticias.com  2 de enero 2015.

[4]. www.animalpolítico.com 3 de enero 2015.  Tres días después, en la misma publicación, aparece la noticia siguiente: la Procuraduría General de Justicia de Veracruz informa que “Como parte de las investigaciones de la desaparición de José Moisés Sánchez Cerezo, policías municipales de Medellín de Bravo fueron retenidos y sujetos a investigación en los primeros minutos de hoy”.

[5]. V. Sergio Aguayo, Vuelta en U, Taurus, México 2010, p. 263, Jo Tuckman, México, democracia interrumpida, Debate, México 2013, p. 157, Daniela Guazo, “Policías al servicio de la delincuencia”, El Universal, 17 noviembre 2014.

[6]. V. Paul J. Vanderwood, Desorden y progreso. Bandidos, policías y desarrollo mexicano, Siglo XXI, México 1986, pp. 79-83.

[7]. Madame Calderón de la Barca escribía en 1840: “Esta pestilencia de los ladrones, que infiesta la república, nunca ha podido ser extirpada [por]… el estado de desorganización en que se encuentra el país”, La vida en México (1842), Porrúa Ed., México 1997, p. 256.  

[8]. Daniel Sabet, Police reform in Mexico, Stanford Un. Press, California 2012, pp. 27-8 y Wil G. Pansters, en European Review of Latin American and Caribbean Studies, n. 5, Octubre 2013, pp. 129-30.

[9]. Tiempo mexicano, Joaquín Mortiz, México 1971, p. 153.

[10]. Cfr. El ogro filantrópico (1971-1978), Joaquín Mortiz, México 1979, p. 99 y El laberinto de la soledad, FCE, México 2004, pp. 133-34.

[11]. Edmundo O´Gorman cuestionaba el mito de la revolución que se mantiene después de la revolución en nombre de una pretendida “familia revolucionaria”, v. México, el trauma de su historia (1977), Conaculta, México 1999, pp. 92-96.

[12]. Luis Villoro, El proceso ideológico de la revolución de independencia (1953), Conaculta, México 1999, p. 202 y Octavio Paz, “Crítica de la pirámide” (en Postdata, 1970), incluido en la ed. cit. de El Laberinto de la soledad, p. 314 donde habla de “petrificación del PRI”.

[13]. Francisco I. Madero, La sucesión presidencial en 1910, Edición Época, México s.f., pp. 243 y 247-49.

[14]. Al margen, como premio de sus vínculos con una vieja cultura priísta basada en clientelas y prácticas opacas de poder, Madrazo fue nominado, antes, presidente nacional del PRI en 2002 y, después, candidato a la presidencia de la república en 2006.

[15]. V. Colin M. MacLachlan, William H. Beezley, Mexico´s crucial century, 1810-1910, Un. of Nebraska 2010, p. 152.

[16]. El ogro filantrópico, cit., p. 56.

[17]. Cfr. Christopher Paul, Colin P. Clarke, Chad C. Serena, Mexico is not Colombia, Rand Corporation (National Security Research Division), 2014, p. 47.

[18]. Para Luis Mora gran parte de los problemas mexicanos del siglo XIX provenía de un corporativismo cuyo “espíritu de cuerpo destruye el espíritu nacional”, cit. en François-Xavier Guerra, “La revolución mexicana en una perspectiva secular”, Leticia Rina, Elisa Servín (Eds.), Crisis, reforma y revolución, Conaculta-INAH, México 2002, p. 296.

[19]. Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México. La república restaurada. La vida política, Ed. Hermes, México 1955, p. 57. 

[20]. Lo que recuerda las primeras palabras de un famoso ensayo de Daniel Cosío Villegas de 1947: “México viene padeciendo hace algunos años una crisis que se agrava día con día; pero como en los casos de enfermedad mortal, nadie de la familia habla del asunto, o lo hace con un optimismo trágicamente irreal”, La crisis de México, Clío, México 1997, p. 15.

[21]. Aristeguinoticias.com, 10 diciembre 2014.

[22]. V. Roderic Ai Camp, “Peña Nieto´s cabinet: what does it tell us about Mexican leadership”, Wilson centre (Mexico Institute), 12 marzo 2013, p. 5 y Juan Carlos Villareal Martínez, “¿Habilidad política del ejecutivo?”, Este País, n. 267, 1º de julio 2013.

[23]. Carlos Enrique Ahuactzin Martínez, “Enrique Peña Nieto y la violencia: el discurso del nuevo orden social”, Memorias AMIC, San Luis Potosí 2014, p. 286.

[24]. Reforma, 7 noviembre de 2014.

[25]. Edmundo O’Gorman, La supervivencia política Novo-Hispana, Un. Iberoamericana, México 1986, p. 39.

[26]. Aunque sea una banalidad, es difícil escaparse al contraste entre la brillantez intelectual del debate político mexicano durante el siglo XIX con la insustancialidad ampulosa que caracterizó el siglo XX. Ya Justo Sierra registraba la distancia abismal entre “el apasionado México liberal de su juventud” y “la asfixia intelectual del régimen porfiriano”, v. David Brading, “Justo Sierra y la historia patria”, en Memoria de las revoluciones en México, Reflejo GM medios, México 2009, p. 43. Una chatura intelectual porfiriana que persistirá (acentuada) en la cultura política de los posteriores “regímenes revolucionarios”. En el gobierno y en la oposición.

[27]. Nuestra tragedia persistente. La democracia autoritaria en México, Debate, México 2013, p. 36.

[28]. El País, 12 noviembre 2014.

[29]. El País, 7 diciembre 2014.

[30]. Si convertimos el financiamiento público a los partidos indicado por el INE (www.ine.mx/docs) en dólares de EU al tipo de cambio nominal anual entre 1997 y 2014, el monto total es superior a la cifra enorme de 4,700 millones de dólares, o sea un promedio anual que se acerca a 300 millones de dólares. Apuntemos como referencia que en Alemania el financiamiento publico a los partidos gira alrededor de la mitad y en Francia alrededor de una tercera parte.  

[31]. Dirigiéndose a Porfirio Díaz, decía Francisco Madero: “Pertenecéis más a la historia que a vuestra época”, Op. cit., p. 356. 

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