Una nueva utopía

14 octubre, 2019

A la memoria de María Guadalupe Cárdenas Rojano, empleada administrativa del CIDE, que murió a los 39 años de un infarto. María Guadalupe gastaba cada día 4 horas para llegar a su trabajo. Una heroína civil y una maldita ciudad.

Muchos de los problemas del mundo (crecimiento demográfico, calentamiento atmosférico, etc.) es posible que tengan una solución espontánea, aunque sea altamente improbable. El problema es la temporalidad: o sea, el peligro que la solución aparezca después que el problema se haya vuelto irresoluble. Un ejemplo: la cura iba bien pero el paciente murió antes que la terapia pudiera mostrar todos sus efectos benéficos. En otros términos, la realidad se anticipó a nuestra capacidad de respuesta. Acaso el camino fuera correcto, pero llegamos tarde. 

La revolución tecnológica de nuestro tiempo crea desempleo que quizá podría reabsorberse en algunas generaciones junto con la polarización del ingreso que la acompaña, ¿pero qué sucedería si la solución llegara después que la desesperanza de millones de seres humanos en distintas partes del mundo alimentara regímenes populistas, soberanistas, plebiscitarios, ultranacionalistas o de otro tipo capaces de hacer retroceder las normas de convivencia democráticas que en muchos países se consolidaron a lo largo de siglos? El tiempo se ha vuelto un factor crítico.  

Es una trivialidad reconocer que hemos llegado a un momento de la historia del mundo en que se han formado estrechos nudos problemáticos que requieren un salto hacia adelante sin precedentes en la capacidad de respuestas tanto local como global. El capitalismo, que a lo largo de siglos hizo avanzar el mundo entre progresos científico-tecnológicos, mayor bienestar y consolidó instituciones democráticas, aunque fuera en medio de gigantescos sufrimientos como colonialismo, desempleo cíclico, sobreexplotación del trabajo, etc., se encuentra hoy en un berenjenal de disfuncionalidades que amenazan una crisis capaz de llevarse entre las patas a la humanidad entera. No se requiere mucha fantasía para vislumbrar un futuro que podría conducirnos hacia catástrofes ambientales o hacia sociedades ingobernables o las dos cosas juntas.  

Estamos así obligados a descubrir caminos colectivos capaces de ponernos al reparo de las varias tempestades que se vislumbran en el horizonte. Ninguna solución será definitiva pero una nueva capacidad de acción conjunta debe poder entrar en acción antes de que los problemas se vuelvan inmanejables. Necesitamos recuperar una disponibilidad a la utopía a pesar de los fracasos experimentados en el pasado histórico reciente. Ya no podrá tratarse de soluciones totales supuestamente capaces de abrir las puertas del paraíso. Dados los antecedentes fatídicos del siglo XX, necesitamos, valga la paradoja, utopías realistas sin soluciones basadas en la racionalidad superior de profetas escogidos por el destino, las “leyes de la historia”, el progreso o cualquier otra panacea racional o metafísica. Es posible que el capitalismo se autorregule pero con costos colaterales en términos sociales, ambientales y políticos insostenibles. Me limitaré aquí a indicar una frontera de cambio sabiendo, sin embargo, que los problemas que enfrenta la humanidad en este recodo de su historia son infinitamente más complejos pero también que ha llegado el momento en que la conciencia colectiva corra más rápidamente que una realidad que no sólo hace desaparecer glaciares, forestas y especies animales sino que encumbra líderes políticos en diversas partes del mundo que son otras tantas manifestaciones del desvarío que amenaza convertir el mundo en un gigantesco circo de alegres e inexpugnables inconscientes.        

Decíamos utopía. Pensemos en una que nos obliga a retroceder lejos en la historia para tratar de recoger, cual hongos silvestres, algunas enseñanzas que tal vez puedan resultar de alguna utilidad para el presente. Desde hace tiempo varios historiadores han comenzado a pensar en el derrumbe del Imperio Romano ya no como el inicio de una edad de retrocesos y barbarie sino, por el contrario, como el inicio de una fragmentación de Europa que terminó por alentar innovaciones tecnológicas en distintos frentes y diferentes regiones, mejora de la alimentación de la población, fortalecimiento de los comercios de corta y larga distancias y guerras entre pequeños estados que impulsaron decisivamente la tecnología sobre todo en la técnica de navegación y la metalurgia. Un ejemplo: el historiador italiano Carlo Maria Cipolla escribió en 1965 un pequeño, fascinante, libro titulado Velas y cañones en las fases iniciales de la expansión europea, 1400-1700.

Sobre todo desde la Baja Edad Media, en los siglos aledaños al año Mil, la desunión de Europa implicó un fuerte potencial innovador asociado la competencia entre pequeñas ciudades y Estados que se convirtió en su principal fuerza frente a los grandes imperios (China, India, Mesoamérica, etc.) que quedaron estancados y sin el impulso vital de la competencia y la emulación técnica y científica entre diversos polos. Cuando finalmente Europa (inicialmente Portugal y España) salió de su piel con carabelas y galeones erizados de piezas de artillería se crearía lo que Fernand Braudel vio como la asimetría mundial fundadora de la Edad Moderna. Inicio de la primera civilización mundial bajo la égida europea. Moraleja, la desunión de Europa hizo su fuerza; una fuerza destinada a cambiar el mundo. La quieta estabilidad de los grandes imperios alimentó en cambio un estancamiento que los llevaría a la indefensión frente al poderío de una Europa que por siglos había experimentado una confrontación interna en los terrenos de la ciencia, la tecnología, las artes, los comercios y las técnicas de guerra.

Lleguemos al presente. Las grandes ciudades del planeta producen actualmente el 70% del dióxido de carbono a pesar de que varias de ellas han dejado de ser importantes centros industriales para convertirse en áreas de consumos y de servicios. Las megalópolis (con más de 20 millones de habitantes) y las otras grandes ciudades se han vuelto complejos ambientalmente cancerígenos y sistemas de extraordinaria complejidad para la distribución de bienes y servicios, el abastecimiento de alimentos, el procesamiento de residuos, el transporte de sus habitantes, el abastecimiento hídrico, el abastecimiento energético, etc. Sin considerar los altos precios de la vivienda, las fuentes de contaminación asociadas a un tráfico enloquecido y los tiempos de traslado que implican desperdicio de recursos materiales y de tiempo de vida. Al mismo tiempo, en muchas partes del mundo, los pequeños centros urbanos, aldeas y pueblos se van despoblando mientras su patrimonio inmobiliario se degrada. Ese modelo de asentamiento de la población se está volviendo cada vez más irracional no solo por sus consecuencias ambientales y la calidad de la vida de muchos millones de seres humanos sino incluso frente a las capacidades técnicas del presente que hacen posible una creciente descentralización territorial tanto de las actividades productivas como de la población. La Edad Media, con sus pequeños centros urbanos en competencia y cooperación, puede darnos a este propósito indicaciones útiles para intentar revertir una tendencia cada vez más irracional, costosa y ambientalmente insostenible. En varias partes de Europa las autoridades municipales de pequeños centros urbanos han llegado a vender por un euro o poco más viejas viviendas a los ciudadanos dispuestos a restaurarlas y vivir en ellas.          

Existen hoy las posibilidades técnicas para una descentralización capaz de crear distritos regionales con varios centros locales especializados en la producción de distintos bienes donde pequeñas y medianas empresas de alta tecnología puedan al mismo tiempo cooperar y competir en la producción de una variedad infinita de bienes tanto tradicionales como innovadores. Por cierto, la misma revolución industrial en Inglaterra se caracterizó por la creación de centros regionales especializados como el Staffordshire en la cerámica o la industrial textil en Manchester hasta llegar al presente con la industria de anteojos en el nordeste de Italia donde centenares de pequeñas empresas forman redes de cooperación y competencia o la industria de motocicletas en el centro-este del país con su amplia red de empresas abastecedoras especializadas, hasta llegar a las industrias de aldea en la China oriental de nuestros días. Todo esto implicaría, de convertirse en un esquema de producción moderna basado en pequeñas empresas altamente especializadas y ampliamente distribuida en el territorio, contrastar el crecimiento de monstruos urbanos invivibles y productores de altos niveles de contaminación ambiental, “cementificación” del territorio, extendidas área de degrado urbano y criminalidad descontrolada.      

La aglomeración urbana y el calentamiento atmosféricos que amenazan la humanidad no se combaten sólo con la búsqueda de fuentes alternativas de energía (que sigue siendo el reto mayor) sino también con multiplicidad de otras iniciativas entre las cuales la revitalización de antiguos centros poblacionales abandonados o semiabandonados que podrían convertirse en el futuro en polos de una de una vida vivible, de economías dinámicas, de investigación científica y de un abastecimiento a costo cero en términos de transporte de alimentos y otros bienes provenientes del campo aledaño. Sin considerar la distinta y más placentera relación entre centros urbanos y la naturaleza circundante.    

Publicado en Pasado vivo