Los demonios de Dostoievski y la izquierda

23 abril, 2019

El genio de Dostoievski es casi insoportable. Y no solamente porque el hombre detrás del escritor era “vanidoso, envidioso, suspicaz, rastrero, egoísta, jactancioso, informal, desconsiderado, mezquino e intolerante” (en palabras de Somerset Maugham). Después de una juventud con pretensiones revolucionarias, se convirtió en un conservador santurrón, paladín del régimen zarista y eminente eslavófilo, o sea un nacionalista de espiritualidad cristiano ortodoxa capaz de legitimar en nombre de su moralidad superior una monarquía absoluta defensora del tradicionalismo ruso. Una anotación al margen: en este sentido, Vladimir Putin representa hoy una nueva versión de una antigua cultura eslavófila que ve Rusia como una isla de virtud ancestral al margen de una historia europea que, desde la Ilustración, se ha caracterizado por los derechos civiles y la división de poderes del Estado.

Pero, a pesar de los atributos del hombre, Dostoievski es uno de los mayores novelistas de la historia mundial. En su narrativa se llega a menudo a una tensión psicológica altísima que convierte los personajes en cuerdas de violín disponibles para emitir sonidos armoniosos o chirridos irritantes. ¿Por qué el interés en esta nota por el novelista ruso? Porque en una de sus grandes novelas –Los demonios– hay una descripción de los populistas de su tiempo que toca aspectos y disyuntivas  de la cultura de izquierda todavía en el presente, un siglo y medio después.

En esta novela el retrato del populismo ruso es a menudo caricaturesco y derivado de un episodio extremo: el asesinato de un militante por parte de sus compañeros por el temor -mezcla de histeria y  fanatismo- de que sea informador de la policía. Lo que nos recuerda el caso similar de Roque Dalton en El Salvador de 1975. Añadamos que a lo largo de la novela se encuentran referencias venenosas a algunos de los grandes novelistas y pensadores rusos de la época (como Turgueniev, Herzen o Belinsky) culpables de mirar a Occidente para la modernización de una Rusia atrasada tanto económica como políticamente. A pesar de lo cual, hay en Los demonios un retrato agudo de la izquierda rusa de su tiempo encarnada en el movimiento populista.     

En una parte de la narración en que se describe (entre lo exhilarante y lo sombrío)  una reunión de conspiradores, uno de los personajes se dirige a sus compañeros con estas palabras:

Les preguntaré a ustedes qué es lo que les parece mejor: si el camino lento, que consiste en leer novelas sociales y en decidir cancillerescamente de antemano el destino de los hombres con mil años de anticipo en el papel […] o si son ustedes partidarios de una solución rápida, sea la que fuere, pero que finalmente desate las manos y dé a la Humanidad libertad para organizarse socialmente en la realidad, no en el papel.

Pensando en Venezuela bajo Chávez y Maduro (para no hablar de la pétrea, inmutable, Cuba) se tiene la impresión que estas dos visiones coincidan hoy en una sola en algunas partes de América Latina y en muchas cabezas que fatigan a mantenerse al paso con los tiempos del mundo. Por un lado, una convicción libresca y, por el otro, un mesianismo autoritario entretejido con imágenes de armonía final. Alguien decide encarnar las necesidades colectivas en nombre de una ideología que fija, sin cambios ni revisiones posibles, el destino de millones de personas por enteras generaciones. Que el Estado sea una empresa colectiva (o sea, dispar) con la alternancia en el gobierno como parte sustantiva de su continua construcción es simplemente inconcebible en visiones políticas dominadas por el moralismo y una tetrágona, ideológica, seguridad. Que la sociedad esté abierta a su evolución (en términos de valores y necesidades) es también inadmisible para quien pretenda establecer “cancillerescamente” lo que el “pueblo” quiere y quien está diputado de manera supuestamente perenne a encarnar estos anhelos.   

Para muchos en América Latina y en otras partes del mundo, la izquierda encarna una verdad definitiva (lo que supone la representación de sí mismos, a la par de las religiones monoteístas, como un “pueblo del libro”) en lugar de vivir dentro de una historia cambiante tratando de realizar en su interior las mejoras de la vida de aquellos que se encuentran en las bases o en los márgenes (más a menudo  las dos cosas juntas) de la sociedad. Las ideologías dan consistencia pero también rigidez,  legitimando a veces (como enseñan Cuba, Venezuela y Nicaragua) minorías políticas surgidas del descontento social a artillar su poder a pesar de las mayorías que han dejado de representar. Ocurre así que la ideología se vuelva más importante que las razones sociales que la alentaron.

Haré un ejemplo fuera de América Latina, el de MDP-Artículo Uno de Italia. Este partido nació dos años atrás de una escisión del ala izquierda del Partido Demócrata (heredero del viejo Partido Comunista), contribuyendo –voluntariamente o menos- a la derrota del gobierno de centro-izquierda y a la llegada al poder de una alianza entre populistas y soberanistas en que estos últimos se han convertido en el primer partido de derecha con amplio consenso electoral en la historia republicana del país. O sea, para mover el eje político hacia las fuerzas progresistas, se obtuvo el resultado exactamente opuesto. Bien, pocas semanas atrás en una asamblea nacional de MDP, todos los delegados se pusieron de pie mientras se inauguraba el encuentro con el himno de la Internacional fundada por Lenin en Moscú en 1919. O sea, un siglo después, la izquierda-izquierda italiana todavía está ligada a los símbolos bolcheviques de un régimen totalitario. Un pequeño episodio que revela la persistente nostalgia (cuando menos en el plano simbólico) hacia un sueño que se rompió en el camino convirtiéndose en pesadilla. Lo que es angustioso pensando en la lentitud con la cual, a veces, la izquierda asume la historia real dejando atrás mitos que se han vuelto insostenibles.  

¿Es posible que en diversas culturas progresistas no se pueda desligar el estar del lado de los más pobres y marginados del estar a favor de soluciones autoritarias o incluso totalitarias? De acuerdo, la lucha revolucionaria en Cuba (que no se limitó a la guerrilla en la Sierra) fue un hecho histórico que honra el pueblo de la isla, pero ¿justifica esto un partido único que ha anulado desde hace 60 años toda forma de democracia en este país? Los retardos incomprensibles de la izquierda italiana tienen cierta semejanza con las resistencias de importantes sectores de la izquierda latinoamericana a emanciparse de la deferencia hacia el régimen cubano y, ahora, hacia las modalidades autoritarias de ejercicio del poder en Venezuela y Nicaragua. El apego a una visión épica del pasado prevalece sobre el reconocimiento de los desarrollos antidemocráticos que de ahí se derivaron. Sin embargo, la democracia no puede ser vista con indiferencia a menos que se crea que luchar contra desigualdades intolerables implique necesariamente la justificación moral de regímenes políticos despóticos.

En Los demonios de Dostoievski, uno de los conspiradores en la reunión a la que se hizo referencia anteriormente, dice:

Sin el despotismo no ha habido aún libertad ni igualdad; pero en el rebaño debe haber igualdad […] Nosotros mataremos el deseo […] Todo quedará reducido a un común denominador: igualdad completa.

Esta será una profecía para el siglo XX: la igualdad a costa de la libertad, si bien igualdad en la pobreza. ¿No ha llegado la hora de afirmar, desde la izquierda, la complementariedad de los dos términos?  

Publicado en Pasado vivo