Una izquierda vieja en un vendaval de palabras

7 septiembre, 2020

Se dice izquierda, por lo menos por estos rumbos, y se cree  indicar con ello algo unívoco, como quien dice gato para distinguir a un animal doméstico de un florero. En el mundo concreto, o sea, más allá de las prédicas moralistas, las cosas son tantito más complejas. ¿Cómo confundir a Olof Palme (el antiguo dirigente socialdemócrata sueco, asesinado en 1986) con Nicolás Maduro o con José Stalin? Los tres personajes encarnan aquello que estamos acostumbrados a indicar como izquierda, pero, al mismo tiempo, son izquierdas radicalmente distintas y no se trata de sutilezas intelectuales sino de orientaciones políticas y universos culturales contrapuestos.

No queda más remedio que reconocer la divergencia (e incompatibilidad) entre izquierda democrática, populista y el socialismo totalitario que nació con la Rusia bolchevique. De lo cual se derivan dos consecuencias. Primera: decir izquierda, en general, no significa nada. Se puede estar del lado de los pobres convirtiendo en pobre a todo mundo o manipulándolos mientras se los mantiene en la indigencia y en la marginalidad. Y en este último sentido el PRI mexicano ha sido un modelo histórico cuyas raíces se remontan por lo menos a medio siglo antes del “neoliberalismo”. Segunda: la única izquierda que en el largo plazo ha producido consecuencias positivas tanto en las condiciones de vida como en la ampliación de los derechos civiles y políticos de las grandes mayorías ha sido la izquierda democrática, aquella que generalmente se indica como socialdemocracia. Ni el populismo ni el socialismo autoritario han traído resultados que puedan esgrimirse sin diferentes grados de vergüenza. 

Voy a traducir lo anterior en los términos del presente mexicano. Hay dos puntos en los que creo estar de acuerdo con nuestro actual presidente. El primero es que Lázaro Cárdenas fue el mejor presidente de este país a lo largo del siglo XX, a pesar de sus equivocaciones y expectativa frustradas. Y a pesar de su visión de una alianza entre Estado y trabajadores que se convirtió muy pronto en un rígido sistema corporativo de control del primero sobre los segundos. Cárdenas nunca se sintió un profeta y ya sólo eso, a la luz de la actualidad, no parece poca cosa. El segundo es un eslogan de campaña: para el bien de todos, primero los pobres. Casi todo lo demás es fárrago retórico con la mirada puesta en el pasado y pretensiones épicas, a partir del comparar a sí mismo con Hidalgo, Juárez y Madero.

Sigamos en México. ¿Qué clase de izquierda tenemos en esta tierra? Una en qué los líderes cuentan más que las organizaciones que guían. Lo que reproduce en el terreno de la izquierda lo que vale para todo el país: un presidente fuerte y un Estado débil. Una historia que, a últimas fechas, comenzó en 1989 con un PRD que era una mezcla de priístas, nacionalistas radicales y ex comunistas cohesionados alrededor del poder simbólico de la figura de Cuauhtémoc Cárdenas. Misma historia que sigue desde 2014 con Morena, una mixtura de nacionalistas revolucionarios, evangélicos, corporaciones sindicales (corruptas), políticos que viven la política como negocio clientelar (bultos de cemento por votos a través de caciquillos locales), todo mantenido junto, otra vez, por la fuerza electoral del líder supremo que garantiza cargos, empleos y privilegios de vario tipo. Inevitable preguntarse dónde esté la diferencia sustancial con el viejo PRI. ¿No es el mismo estilo de hacer política, la misma retórica nacional-popular, el mismo mesianismo sexenal?

En tiempos de Porfirio Díaz, la consigna era: poca política y mucha administración. Ahora hemos pasado al otro extremo: mucha política (en forma de paternalismo clientelar y carnaval oratorio) y poca administración, o sea pocas ideas, por un lado confusas y por el otro ineficaces. Seguimos sin entender lo esencial: los pobres no necesitan dádivas coyunturales y asistencialismo de mala calidad (mala asistencia sanitaria, mala educación, mala seguridad pública) sino un Estado que funcione decentemente y políticas públicas que promuevan desarrollo, empleos estables bien remunerados y una red permanente de seguridad social. Para lo cual se requieren inteligencia estratégica, capacidad para coordinar esfuerzos múltiples y disponibilidad a corregir en la marcha cuando las cosas no funcionan como previsto. Exactamente lo contrario de lo que el presente nos ofrece a manos plenas. La inteligencia no es un adorno académico, es un requerimiento esencial para destrabar un subdesarrollo amarrado a estructuras y comportamientos que no se alteran con campañas electorales permanentes y exhortos moralistas.                

Pero en lugar de inteligencia tenemos nostalgia de un pasado idealizado, o sea un nacionalismo revolucionario refrito con aderezos populistas. El socialismo democrático es un glorioso ausente en nuestra izquierda sin cabeza y envuelta en nubes de palabras usadas como sortilegios contra enemigos reales o imaginarios. El reto de hacer convivir liberalismo político y solidaridad social (lo que requiere crecimiento económico, buenos empleos, instituciones sólidas y políticos serios) simplemente no aparece en el radar cultural de nuestra izquierda locuaz, plebiscitaria y ligada a prácticas vetustas de clientelismo popular. Cuando quiere ser democrática y pretende ser una forma de pedagogía social, la izquierda es capacidad de organización (en el gobierno y en la oposición) y promoción de una sociedad civil demandante. O sea, aquello que nuestra cultura de izquierda cree poder sustituir con líderes hechos mercaderes de espejismos providenciales. Si nos quedara alguna decencia, habría que esconder la cabeza en la arena por la pura vergüenza. Pero decencia y vergüenza son mercancías exóticas en la política de nuestros rumbos, y no sólo.  

Lo evidente es evidente. En los últimos años, nuestra izquierda, mientras saltaba de un líder a otro, ha sido más consistente en la crítica de un sistema de poder reducido al intercambio de influencias y privilegios entre elites económicas y políticas, que en la definición de un proyecto ligado a los nuevos tiempos que requieren ideas originales en la defensa del medio ambiente, en la reversión de la creciente polarización social, en el desmonte de la supremacía financiera sobre la economía, en la creación de nuevas formas de competencia en un mundo más interconectado.

En lugar que inteligencia crítica en movimiento, elaboración de nuevos caminos y nuevas formas de liderazgo, nos hemos revuelto en incultura santurrona y teatralidad discursiva. Y si alguien creyera que estoy exagerando, que se arme de santa paciencia y lea la Declaración de Principios de Morena, texto fundamental que pretende ser cimiento de una nueva, original, propuesta política de la izquierda mexicana. Y busque en este documento básico el asomo de una idea que sea una. Se topará con una asombrosa monserga retórica hecha de angelismo cristiano (“No nos mueve el odio, sino el amor al prójimo”), de hipocresía (“Morena promueve el debate abierto y el respeto entre diferentes”, en un partido personalista donde el líder es todo o casi), de banalidades políticamente correctas (Morena defiende “la soberanía, el patrimonio colectivo, la dignidad, la justicia, la democracia y el bienestar del pueblo”, ¿cómo?), de estrictas mentiras (“Nuestro movimiento está comprometido con la educación de calidad”, ¿en alianza con el CNTE?). Para no hablar del otro documento fundamental –el Programa de Morena- donde se dice que el partido sostiene la felicidad (¿no era suficiente el bienestar?), se critican los “megaproyectos con impactos ambientales sumamente graves”: evidentemente la refinería de Dos Bocas es un parque ecológico y se critican los “modelos agroindustriales”. Esto último es particularmente interesante en los días en que el secretario de Semarnat renuncia declarando que la secretaria de agricultura, con anuencia del presidente, promueve la agroindustria sin el menor interés en la defensa del medio ambiente y de una agricultura sostenible. Y podríamos seguir, pero, ¿vale la pena?

¿Cómo asombrarse si en medio de tanta garrulería y desorden de pensamiento, el resultado es una tremenda confusión? Hace poco tiempo atrás nuestro presidente declaró, como si se tratara de una incuestionable evidencia moral: entre la ley y la justicia no tendría duda alguna en optar por la segunda. Una afirmación que puede parecer expresión de buenos sentimientos de parte de alguien que no se preocupa por sus implicaciones. ¿Pero, en la boca en un hombre de Estado? ¿De un jefe de Estado? ¿O sea, de alguien cuya obligación es respetar y hacer respetar las leyes? ¿No es obvia la inaudita gravedad de contrastar justicia y legalidad?

Si el alegato en cuestión es temerario en la boca de un político en cualquier parte del mundo, lo es mucho más en México, donde la fragilidad en el cumplimiento de la ley implica inseguridad pública (en un baño de sangre que no termina), impunidad, corrupción sistémica e incapacidad operativa de las instituciones. Que alguien con el poder en sus manos decida que, en nombre de la justicia (el pueblo, Dios o cualquier entidad moralmente superior), las leyes pasan en segundo término es una aberración cargada de amenazas. En un Estado de derecho la justicia se hace a través de las leyes y si están mal se cambian por medio de procedimientos democráticos codificados sin poner la sociedad frente al dilema de escoger entre justicia y legalidad. ¿Qué clase de izquierda es aquella que, en nombre de la justicia, retrocede frente a las conquistas democráticas producto de la lucha de muchas generaciones previas?

Publicado en México