Un Estado calamitoso

10 febrero, 2020

Lo he dicho tantas veces que comienzo a aburrirme y sin embargo no creo que haya nada más importante que yo pueda decir. Sé perfectamente que no servirá de nada. ¿Por qué un profesor universitario como tantos debería ser escuchado más que cualquier otro ciudadano acerca de un tema que a todos nos concierne? Pero no sé hacer otra cosa, además de un vago sentido del deber. Partamos del final: el Estado mexicano es un edificio mal construido desde la Independencia; una edificación humana en eterna zozobra, incapaz de vigilar y fiscalizar la probidad de sus propios funcionarios y de tutelar los derechos ciudadanos. Muchos miles de burócratas cumplen cada día su deber, pero, con toda evidencia, eso no es suficiente para que nuestras instituciones alcancen el nivel de eficacia y calidad democrática sin las cuales nuestras desgracias seguirán ahí, aunque sea en formas renovadas. ¿Cuáles desgracias? Las de siempre: la pobreza masiva, una obscena desigualdad y una corrupción que nos ubica hoy en el lugar 130 de 180 países del mundo mientras estamos en el lugar 64 de 192 países en PIB per cápita. Nuestro retardo institucional es mucho mayor que nuestro retardo económico. Sin embargo, pasan los gobernantes y es como si nada. Unos se ocupan del comercio con EU, otros de industrialización, otros de no hacer nada más que discursos floridos, otros de refinerías, aeropuertos y un interminable, angustioso, etcétera.  Pero nadie se ocupa seriamente de lo esencial: hacer del Estado mexicano un instrumento democrático merecedor de respeto ciudadano y un eficaz factor de desarrollo.   

Si el Estado es un órgano internamente contrahecho, cualquier tarea se le asigne será cumplida insatisfactoriamente o más simplemente será incumplida. Seguimos dando vueltas alrededor del problema sin verlo o fingiendo de no verlo. Algunos tienen interés en desviar la mirada y otros están tan ocupados en sobrevivir para ocuparse de otra cosa. Sin embargo, la historia es clara y la moraleja lo es aún más: no existe país al mundo que haya salido del atraso sin dotarse en el camino de instituciones públicas confiables, creíbles y eficientes. Sin eso todo esfuerzo producirá resultados decepcionantes.   

No se entra en una casa nueva sin quitar la mugre acumulada previamente. Por lo menos desde el periodo posrevolucionario esto nunca ha ocurrido: En nuestra casa común entran sin pausa muebles cada vez más nuevos y nacen nuevas creaturas en un ambiente nunca del todo saneado. Y así tenemos esa mezcla, que es nuestro país, de modernidad y arcaísmo acumulado. Una semimodernidad (decía Octavio Paz) en un ambiente donde no es posible saber si el policía no es también ocasionalmente un asaltante, si el funcionario no es un indolente parasito que se aprovecha de la sumisión del ciudadano para extorsionarlo, si el juez no está en venta al mejor postor, si el Estado está de la parte del derecho o en su contra.

Me disculpo y vuelvo a lo personal. ¿Qué me esperaba yo cuando deposité mi boleta electoral a favor de AMLO? Esperaba que finalmente comenzaran los trabajos de limpieza institucional después de tanto hablar de “mafia del poder”. Una tarea ardua que hubiera requerido valor político, competencia técnica y colaboradores de varias tendencias unificados alrededor de esa obra común. A un año de la asunción de la presidencia no escucho más que ocurrencias regionales y veo decisiones risibles que encubren la ausencia de la acción reformadora que el país necesita y espera desde hace tanto tiempo.

En primer lugar una seria investigación sobre miles y miles de actos de corrupción que han enriquecido legiones de funcionarios y políticos del pasado destrozando la confianza ciudadana en sus instituciones. Pero hasta ahora, nada. Para demostrar que el régimen actual no es vengativo (una forma encubierta para no asumir su responsabilidad) las riquezas mal habidas siguen en las mismas manos. Aquí no pasa nada. Pero ¿qué tiene que ver la venganza? Se trataba de justicia y de cumplir dos tareas esenciales: reconquistar la confianza de los ciudadanos en sus instituciones y aleccionar a los futuros dirigentes sobre los costos de sus eventuales infracciones de la ley.        

Varios políticos de antiguas administraciones que fueron responsables de violar la ley, de encubrimiento, de abuso del poder, de tráfico de influencias, de corrupción siguen tranquilos y serenos y algunos de ellos (con riquezas inexplicables para un funcionario público honrado) recubren altos cargos en la nueva administración y en grandes industrias paraestatales. Estoy hablando de políticos, de dirigentes sindicales que han contaminado y envilecido la función pública mientras congelaban o manipulaban las demandas de millones de trabajadores y ciudadanos.

En tercer lugar, lo obvio. La necesaria tarea reformadora requería el reconocimiento público de las condiciones institucionales calamitosas en que se encuentra el país. Requería un ejercicio de honestidad política consistente en informar a la ciudadanía de la gigantesca tarea que esta administración, y el país entero, necesitaban emprender y para la cual se necesitaba el apoyo y la solidaridad de gran parte de la población. En lugar de ello, mucho hablar de conservadores, de izquierda como panacea, de conspiraciones reales o presuntas como si México estuviera metido en una guerra ideológica en lugar de estar frente a un reto decisivo de reforma del Estado para reconciliarse con la realidad y abrir las puertas a un futuro mejor.

En cuarto lugar, debería haber sido claro para cualquier alto dirigente público que la tarea requería la participación de todos (o casi) los partidos en el saneamiento de muchos puntos crítico de la organización del Estado y la participación de varias organizaciones civiles ya que el problema era y es común. Se trataba de crear un clima de empresa colectiva sin intereses políticos de corto plazo y sin protagonismos exasperados. Hacía falta un ambiente de colaboración alrededor del gigantesco reto de la reforma de un Estado contaminado por apariencias y embustes. En lugar de esto, diatribas cotidianas que alientan un clima divisivo y un ambiente malsano de permanente sospecha conspirativa contra la virtud inmaculada del hombre del destino.     

La 4T requería, más allá de su función propagandística durante la pasada campaña electoral, una toma de conciencia colectiva del berenjenal de corruptelas, intercambios de favores y demás prácticas antidemocráticas que han bloqueado y deformado la vida civil de este país por tanto tiempo. Más allá de las ocurrencias necesitábamos de veras una 4T (o como se le quisiera llamar), de la cual, sin embargo, hasta ahora no se ven sino tímidos atisbos destinados a apagarse sin una política capaz de agrupar diversas fuerzas políticas y sociales y levantar la creatividad, la confianza y la participación de millones de mexicanos.

Es probable en cambio, de seguir al rumbo actual, que esta administración nos deje algún nuevo aeropuerto, carreteras y refinerías, pero también el mismo Estado capaz de despilfarrar enormes recursos de confianza y buena voluntad de distintos sectores sociales además de recursos materiales dilapidados en beneficio de nuevas clientelas o de las de siempre, habilidosa en adaptarse a cualquier nuevo gobierno para conseguir beneficios indebidos.

Daré algunos ejemplos de la miseria institucional que nos “gobierna” entre los millones de otros que pasan cotidianamente desapercibidos salvo para sus víctimas.

Las sustancias tóxicas de las muchas empresas cercanas a Guadalajara  fluyen hacia el río Santiago y han matado en la última década casi 1,300 personas de las poblaciones aledañas, sobre todo niños y mujeres por cáncer, afectaciones renales y  patologías hemáticas. Hasta aquí todo normal: empresas irresponsables que para maximizar sus utilidades contaminan aguas, tierra y aire. La normalidad de un capitalismo incivil, sin escrúpulos ni el menor asomo de responsabilidad pública. Lo que es menos normal es lo que sigue: una década atrás se realizó un estudio financiado por la Comisión Estatal del Agua de Jalisco y los resultados revelaron un alto contenido de sustancia tóxicas responsables de tantas muertes, sobre todos infantiles. Desde 2009, cuando se realizaron los estudios, las autoridades públicas mantuvieron en secretos los resultados de la investigación. Resultado: más de cien muertos al año, a lo largo de una década. Un sistemático asesinato institucional por omisión. Las autoridades públicas, a sabiendas de las causas de tanta mortandad, no movieron un dedo. Los muertos debían parecerles de otro planeta, de otra especie. Una matanza de los inocentes en el más estricto silencio de funcionarios públicos a todos los niveles. ¿De qué clase de miseria institucional puede brotar esta ignominia sino de una antigua indiferencia institucional hacia la vida de la gente? Esos son los encargados de tutelar el bienestar de los ciudadanos. Ahora vendrá un poco de alharaca e inexorablemente volverá el silencio. Aquí nadie es culpable.         

Si vamos al sur y nos detenemos en Morelos descubrimos que hace pocos días atrás, siguiendo un protocolo de identificación cuando menos irregular, el Servicio Médico Forense entregó a la familia el cadáver de uno de sus hijos y, según declaraciones de los familiares no se le permitió ni abrir el ataúd antes del entierro. Días después encontraron su conjunto, vivo, en un centro de rehabilitación de alcohólicos anónimos. Y no mencionaré el entierro en 2014 de 118 cuerpos en una fosa común en Tetelcingo por las autoridades. Según informe de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos los cuerpos no contaban con expedientes que informaran sobre cómo murieron y cómo llegaron a manos de la Fiscalía. No quiero pensar en cosas peores, con la ineptitud basta y sobra.

Este es nuestro Estado y estos nuestros gobernantes y funcionarios públicos. Alguien podrá llamar al nuestro un Estado de derecho. Yo no hago comentarios, los hechos son brutalmente evidentes. El Estado, cuando lo es, es otra cosa.  

Publicado en México