Peste, estupidez y reformas postergadas
Muchas desgracias se combinan con esa desastrosa pandemia que ha caído sobre la humanidad. Un virus mortal que se transmite de los animales al hombre (y no es la primera vez), la impreparación y las fallas de los sistemas sanitarios, el contagio y la muerte de médicos, enfermeras y otros operadores sanitarios, la cuarentena obligada que nos aísla volviéndonos animales asustados de todo y de todos, el dolor, el miedo y la muerte en una atormentada soledad.
¿No es suficiente? No, no lo es. Los seres humanos somos capaces de añadir a todo eso ulteriores parcelas de insensatez e inhumanidad. Subamos al carrusel de esa realidad desquiciada. Lo más asombroso es la mezcla de estupidez e irresponsabilidad de no pocos entre nuestros gobernantes. El presidente de las Filipinas declara haber ordenado a la policía disparar sobre aquellos que violen la cuarentena. Y los filipinos lo eligieron. El presidente de Brasil pide a la gente que salga a la calle y haga su vida como si nada y declara que él es inmune porque es deportista. Y hasta su ministro de salud se ve obligado a desmentirlo mientras las altas jerarquías del Ejército van columbrando la posibilidad de deponerlo. Pero los brasileños lo eligieron. Graham Medley, principal consejero científico del primer ministro inglés insiste que el virus debe combatirse con la inmunidad colectiva, lo que significa permitir que la gente se infecte hasta que se desarrollen los anticuerpos capaces de combatir el virus. Naturalmente el costo será la muerte de los más débiles y los más ancianos. Y el primer ministro inglés, en días alternos, defiende esta estrategia. Donald Trump antes niega la importancia de la enfermedad, y sólo cuando comienzan a acumularse los muertos en Nueva York toma medidas para fortalecer un sistema sanitario que es notoriamente una vergüenza para uno de los países más ricos del mundo, que él, por cierto, se ha encargado de hacer más socialmente discriminatorio. Y contra las advertencias de toda la comunidad científica que insta a usar mascarillas, declara ufano que él no lo hará, dando un ejemplo inmejorable de individualismo irresponsable a sus desorientados conciudadanos que en gran parte lo eligieron. El presidente bielorruso Lukashenko autoriza la continuación de los campeonatos de fútbol y de hockey sobre hielo y declara que la cura contra el coronavirus ya existe y consiste en vodka y saunas. Y aquí el único consuelo es que se trata de una presidencia autoritaria con elecciones amañadas. El presidente mexicano antes, cuando ya se conocía la difusión del virus en varias partes del mundo, insta a la gente a frecuentar restaurantes y lugares públicos, minimiza el peligro y sigue sus giras por el país abrazando y besando a cuantos se le cruzaran en el camino y después reconoce el peligro con un retardo incomprensible. Y, otra vez, él también fue elegido por el pueblo, incluyendo este extraviado escribano. E incluso la civilizada Suecia deja abiertos sus restaurantes y lugares públicos cuando el virus ya está difundido en toda Europa, y apenas unos días atrás comienza a restringir el contacto social entre los ciudadanos.
Como siempre, consistentemente, la historia se repite cargando sobre los más pobres el costo más alto: aquellos que no tienen una casa donde refugiarse o que tienen que salir de ella para seguir trabajando, arriesgando la vida cada día para llevar comida a sus familias. Y naturalmente, los países más pobres que tienen estructuras sanitarias inadecuadas para hacer frente a las enfermedades acostumbradas, ni se diga para enfrentar ese alud mortífero del coronavirus. Las imágenes de estos días son despiadadas. Cadáveres que se pudren en las calles de Guayaquil frente a ciudadanos que observan como embobados y sin poder creer en sus ojos y un Estado que no tiene los medios o el sentido cívico para evitar de dar de sí mismo esa imagen indigna de un país mínimamente civilizado, organizado y respetuoso de la dignidad de sus ciudadanos (vivos o muertos). Masas de individuos desesperados que se mueven de una parte a otra en la India como animales despavoridos buscando alimentos o un cualquier medio de salvación. Y policías que los fustigan con varas delgadas como si fueran una manada de animales fuera de control. Y en muchos países, la insuficiencia de hornos crematorios o de personal para cavar tumbas. Un infierno dantesco que devuelve brutalmente millones de seres humanos a tiempos olvidados: indefensos y despavoridos.
Pero tampoco esto es suficiente. Para completar el cuadro de nuestras desgracias, que probablemente hemos contribuido a crear deforestando y alterando el hábitat natural de muchas especies animales, ahora se nos vendrá encima la que podría convertirse en la peor crisis económica desde los años treinta del siglo pasado. O sea, la peor crisis en casi un siglo de historia mundial. Nada está escrito pero los datos de estas primeras semanas son suficientemente temibles. Estados Unidos, que estaba celebrando su menor tasa de desempleo en mucho tiempo, en pocas semanas ha visto aumentar en 10 millones sus desempleados. En México veníamos de un año malo y en el año en curso retrocederemos tal vez en un 4% del PIB. Las promesas de un crecimiento medio de 4% en este sexenio se están disolviendo como nieve al sol. Mientras tanto, siendo que por costumbre llueve sobre mojado, el año pasado tocamos un pico en los niveles de criminalidad y en marzo de este año hemos llegado al mayor número de homicidios desde comienzos del sexenio. Y en una situación de crisis, con aumento de la pobreza y la palpable ineficacia institucional, la delincuencia ocupará espacios aún mayores obligándonos cada vez a repartir de un peldaño más bajo, a nadar permanentemente contracorriente.
Nos queda la (lejana) esperanza, que si el choque fuera suficientemente duro a escala global podría obligar las mayores economías del mundo a emprender el camino hacia grandes reformas que no solamente inyecten liquidez para salvar empleos y empresas en peligro, sino que den respuestas novedosas a muchos de los problemas que están en el tapete sin respuesta desde hace décadas. Estamos obligados a revisar una forma de desarrollo que ha dado a las finanzas un espacio excesivo contribuyendo a la volatilidad de los mercados y a desigualdades sociales inéditas en muchas décadas. Tendrán que activarse grandes inversiones públicas y privadas en una economía verde que haga retroceder el impacto sobre los comprometidos equilibrios ambientales, a partir del calentamiento atmosférico. Frente a una crisis que amenaza abarcar una entera década –como vislumbra Paul Krugman- hay que pensar en nuevas formas de producción, de consumo, de cuidado de la salud, de transporte. En pocas palabras hay que reconocer que hemos entrado en un nuevo ciclo de la historia mundial que nos obliga a repensar un modo de desarrollo que se ha vuelto insostenible. Nuevos recursos deben dirigirse a los países más pobres para controlar guerras locales y evitar flujos migratorios que han fortalecido en los últimos años empujes populistas que amenazan a las democracias liberales y la solidez de la Unión Europea (el mayor baluarte de la democracia a escala mundial), mientras el poder geopolítico de los sistemas autoritarios se fortalece a partir de Rusia y de China. Moraleja: o esa avalancha económica que se avecina nos arrastrará con costos políticos y sociales por el momento incalculables o las mayores potencias del mundo comenzarán a entender finalmente que ha llegado el tiempo de reformas profundas y nuevos acuerdos internacionales. Los dados están en el aire.
Se necesitó la Segunda Guerra Mundial para que las mayores potencias acordaran un nuevo sistema financiero y emprendieran la cimentación de aquello que conoceremos como Estado de bienestar. La pregunta hoy es la siguiente: ¿será suficientemente traumática la combinación de esta emergencia sanitaria con sus probables consecuencias económicas para que inicie una nueva edad de reformas de nuestros sistemas económicos con el correspondiente fortalecimiento del componente público en beneficio de una mayor equidad distributiva, mayor apoyo a las zonas más pobres del mundo y acciones concretas de restauración de equilibrios ambientales gravemente comprometidos? ¿O los costos sanitarios y económicos terminarán por ser otra ocasión perdida?
Concluyo con México. En estos días se reconfirma lo que sabemos desde hace tiempo, o sea que el sistema presidencialista que nos gobierna por lo menos desde Porfirio Díaz y con su posterior prolongación “revolucionaria”, muestra todas sus deficiencias en términos de rigideces que cíclicamente se reafirman alrededor de presidentes todopoderosos y antojadizos. A las fallas de un país en que el Estado no termina de consolidar estructuras eficaces y confiables se añaden presidentes con un poder sin frenos sociales e institucionales adecuados. Lo que implica un eterno comienzo que, sin embargo, no consolida instituciones realmente fuertes.
En México el Estado no dispone del capital político necesario para aumentar los impuestos, para incrementar los gastos en la salud pública que están entre los más bajos entre los países de ingreso comparable, para usar la fuerza pública para hacer cumplir una cuarentena que no se reduzca a un mero “consejo”, para acordar desde una posición de fuerza una estrategia de desarrollo con la iniciativa privada. Tenemos, en síntesis un Estado en que nadie cree realmente, con demasiadas zonas oscuras y que, en la sustancia, no cree en sí mismo. Un Estado cuyo presidente vive rodeado de clientelas políticas y económicas que le permiten promover proyectos antojadizos de prioridad discutible a los cuales, sin embargo, nadie puede oponerse sin perder privilegios, posiciones políticas e impunidades como premio a la fidelidad hacia el jefe en turno. Todo esto ha garantizado la estabilidad a lo largo de un siglo pero el costo ha sido la mitad de la población en la pobreza y, hoy, una delincuencia desbordada. No es sólo el sistema económico mundial el que debe reformarse; lo debe hacer también un sistema político mexicano obligado a asumir que las cosas no pueden seguir así. Que cada presidente añada una nueva capa al Templo Mayor puede darle algún prestigio pero no hace avanzar de un milímetro este país hacia un futuro mejor.
Publicado en México