Necesidad y obstáculos de la esperanza
Según un rito arraigado fin de año y es tiempo de buenos deseos para el año que viene. Un rito infantil de anhelos que raramente se cumplen y que, sin embargo, cíclicamente se repite. En el fondo es lo que nos hace vivir: la esperanza que mañana será mejor. Añadamos que pocas veces en la historia de México hemos necesitado tanta esperanza para imaginar, aunque sea irracionalmente, un porvenir menos sombrío.
Tuvimos mucho tiempo atrás un presidente tan portentoso como Benito Juárez. Parecía que la dignidad del país se había rescatado y nos esperaba una edad mejor y se nos cayó encima, por más de tres décadas, esa desventura caudillesca de Porfirio Díaz. Volvimos a tener otro presidente notable, Francisco I. Madero, y aquí la esperanza duró poco y llegó Plutarco Elías Calles inaugurando un largo ciclo de caudillismo institucional si bien los dos términos parezcan incompatibles. El optimismo renació con Lázaro Cárdenas que, a pesar de sus varios tropezones, fue probablemente el mejor presidente de México en el siglo XX, y la esperanza se disolvió pronto con otro presidente, Miguel Alemán, que se dedicó con empeño digno de mejor causa a construir un imperio económico personal hecho de periódicos, paquetes accionarios de varias empresas, hoteles y sepa dios qué más. La corrupción se incrustó volviéndose sistema.
Finalmente, en el año 2000 llegó a la presidencia un ex funcionario de Coca Cola (la historia no tiene límites) que rompió los 70 años de dominio de un partido dedicado a repartir el Estado a sus allegados a los cuales en gran número de casos se les permitía enriquecerse como premio a la fidelidad. Pero el destino tiene un extraño sentido del humor y cuando la esperanza se cumplió nos trajo un sexenio de inconsistencia y parloteo vacuo. Otro sueño que se esfumaba en el aire. Poco después llegó –una desgracia tras otra- el turno de un bonito joven descendiente de la añeja familia revolucionaria que se entregó a la noble tarea de conservar intacta la antigua maquinaria de poder basada en corrupción, corporativismo y clientelas. El objetivo supremo no consistía en gobernar sino en conservar el poder con su acceso a riquezas e impunidad. Y ahora toca el turno a un ex priísta que renegó su viejo partido y que, sin embargo, no parece apurado en desmontar los mecanismos del antiguo estilo de gobierno construido sobre el líder incuestionable, la ocupación ilimitada del Estado y la estrecha cercanía con intereses corporativos. O sea, el Estado como un botín de caza y la mayoría usada como aplanadora que, repitiendo la tradición, resta aliento a cualquier posibilidad de pluralismo verdadero y contrapesos democráticos. Las buenas intenciones no faltan, pero el talante de hombre de Estado –que tuvieron a su tiempo Juárez, Madero y Cárdenas- todavía no se asoma. Toda crítica se vuelve expresión de intenciones aviesas mientras la reconstrucción de una maquinaria institucional enferma sigue esperando.
Con el paso de generaciones y con un solo partido en el poder, clientelismo, corrupción, ineptitud, servilismo hacia el jefe máximo, impunidad, congelación de la sociedad civil se han incrustado sólidamente en el Estado mexicano y en un estilo de gobernar. Volvamos a leer a Cosío Villegas y Octavio Paz tanto para recordar de donde venimos. Si antes el esfuerzo para cambiar las cosas era oneroso, ahora la barrera que impide el cambio se ha interiorizado en la cultura política nacional y en la inercia de los comportamientos colectivos. Soñar se ha vuelto nuevamente arduo.
De poco sirve tener un presidente honesto si se asignan todos los pedazos del Estado a sus allegados que no tendrán un sistema de vigilancia y control independiente del partido al poder. La paradoja es obvia: una honestidad que, acoplada con la visión de que los “buenos” están todos del mismo lado, producirá inexorablemente, por autodefensa colectiva, deshonestidad e impunidad. O sea, la tradición que vuelve en la ola del cambio.
No se trata sólo de mudar los hombres de los puestos de responsabilidad, si fuera así el Estado sería simplemente un botín que, en la mejor de las hipótesis, cambia de mano. Así podían razonar Gengis Khan (o el PRI) pero a comienzos del siglo XXI desde hace tiempo se ha vuelto un anacronismo que revela un dramático retardo de cultura democrática. Se trata de reformar el Estado y crear las condiciones para que sus hombres y mujeres en cargos públicos sean objeto de control y vigilancia de parte de órganos políticamente neutrales, o lo más neutrales que sea posible.
Acaban de apresar en Estados Unidos al hombre que fue por varios años nuestro zar antidroga. Y recién ahora, gracias a otro país, descubrimos que era cómplice de uno de los criminales (el Chapo Guzmán) más sanguinarios de la entera historia de México (que no tuvo pocos). García Luna fue funcionario del CISEN y de la Policía Federal Preventiva, titular de la Agencia Federal de Investigación (con Fox) y encargado de la Secretaría de Seguridad Pública (con Calderón). ¿Cómo se explica que un presunto criminal institucional de este tamaño haya sido encargado por tanto tiempo de contrarrestar la criminalidad? La respuesta es de una banalidad desconcertante: el individuo en cuestión estuvo libre de todo control institucional, o sea nadó plácidamente en las aguas de un Estado inconsistente, incapaz de controlarse a sí mismo. Pero el asunto es incluso peor: no sólo la división de poder no funcionó (y sigue sin funcionar con cotos de poder intocables) sino que en los poderes del Estado operaron silencios y disimulos. Es la lógica del feudo: cualquier cosa haga el jefe, tiene razón y no se discute. ¿Es este un Estado? Y el mencionado es sólo un caso. Multipliquémoslo por miles y miles de otros casos de funcionarios que se sienten libres de hacer lo que quieren dada la falta o lasitud de controles institucionalmente eficaces y tendremos un cuadro aproximado de las condiciones lamentables de un Estado tranquila y establemente en ruinas.
No se le pide al actual presidente de construir aeropuertos, refinerías y líneas de ferrocarril (aunque todo eso pueda ser necesario e incluso urgente), se le pide, como tarea prioritaria en tanto que hombre de Estado, de abrir las ventanas de esta habitación donde el aire no penetra desde hace generaciones, ubicar responsabilidades, enjuiciar malhechores con cargos públicos y comenzar la ardua tarea de reconstruir instituciones donde, demasiado a menudo, eficiencia y decencia han sido -y siguen siendo- palabras sin sentido.
En este último medio siglo México ha tenido algunos cambios positivos importantes y el mayor de ellos ha sido la mejora y ampliación de su capital humano. Tenemos las capacidades técnicas y profesionales necesarias para emprender la tarea de pensar y poner en ejecución las reformas institucionales necesarias. Pero hasta ahora no tenemos la voluntad política.
López Obrador ha hablado por años de “mafia del poder” y ahora que está en las condiciones de derribarla y comenzar a desmontar las inercias en que se ha basado, parece súbitamente irresoluto. Se limita a poner sus hombres en puestos de responsabilidad sin darse cuenta que esto está muy lejos de ser suficiente. México requiere y merece más que eso. Desde la primaria nos enseñaron que lo necesario no es suficiente. ¿Es posible que el único a no entenderlo sea nuestra máxima autoridad política?
Cuando llegó a la presidencia Vicente Fox el país alimentó un súbito entusiasmo que se fue apagando con el paso del tiempo. En otros términos: la derecha al poder se mostró inconsistente tanto en una política que pudiera mejorar las condiciones de vida de la mitad de los mexicanos que vive en la pobreza y fue igualmente inconsistente en reformar una maquinaria institucional infectada por clientelas e impunidades. Ahora le toca el turno a un sector político que no se cansa de definirse de izquierda. ¿Qué ocurriría si ese segundo intento fracasara también? ¿Lo toleraría el país? ¿O abriríamos las puertas a una versión mexicana (que ciertamente no faltaría) de Bolsonaro o a algún militar en versión de Mesías patriótico?
Lo peor está siempre a la vuelta de la esquina como la historia de México muestra sobradamente. De ahí que necesitemos alimentar la esperanza con acciones concretas y evitar de convertirla en un consuelo para escapar del presente. En realidad, necesitamos una doble esperanza: que la sociedad mexicana se despierte como en otros momentos de su historia y presione sus gobernantes a hacer lo debido a favor de los más necesitados y a favor de la credibilidad del Estado. Y que su presidente entienda finalmente que un jefe de partido (personal por añadidura) y un jefe de Estado no son lo mismo. Soñar no cuesta nada, pero soñar sin que de ahí surjan las acciones consiguientes produce, en el mejor de los casos, una pérdida de tiempo que será pagada por aquellos para los cuales el tiempo es la continuidad de un tormento que sigue inalterado.
Publicado en México