Megaobras, megalomanía y daños postergados

9 marzo, 2021

¿Qué nos dejará este presidente cuando termine su mandato? Proyectemos la mirada más allá del presente con un somero, hipotético, balance.

Uno. Un PIB per cápita que en 2024 será, muy probablemente, inferior al de 2018. Un sexenio perdido del punto de vista económico gracias al Covid y a la inconsistencia estratégica del gobierno.

Dos. Megaobras que, de ser terminadas, producirán consecuencias perjudiciales, opuestas a las tendencias mundiales y con graves impactos ambientales, especialmente en la península de Yucatán, Tabasco, Vera Cruz y Oaxaca.

Tres. Una continuada tradición de corrupción e impunidad por  el mayestático desinterés presidencial en consolidar un sólido sistema institucional anticorrupción. El actual gobierno ve el combate a la corrupción como persecución de sus adversarios políticos y no mucho más.

Cuatro. El arraigo ulterior de una cultura política basada en el poder casi absoluto del Señor Presidente (antiguo y persistente anacronismo) con la continuada fragilidad de una administración pública politizada e ineficiente.

Cinco. Un conjunto de programas sociales insostenibles dado el bajo crecimiento económico y un ulterior alejamiento del objetivo de construir un sistema de bienestar social de bases universales.

Esta presidencia tendrá en el mediano-largo plazo dos efectos complementarios: desprestigiar por un largo ciclo histórico a la izquierda como fuerza política con visión de Estado capaz de refundar instituciones ruinosas. Se nos legará incertidumbre, encono político, persistente pobreza masiva y una criminalidad descontrolada. Por alguna -tal ve no misteriosa razón- la izquierda mexicana parece incapaz de producir personajes comparables a Ricardo Lagos, Lula, Michelle Bachelet y Dilma Rousseff o, para ir más lejos, Salvador Allende y Jacobo Arbenz. El molde de Lázaro Cárdenas se rompió hace tiempo y las piezas no se han vuelto a pegar.

Es el torcido sentido del humor de la historia. Después de décadas, cuando finalmente una (autodenominada) izquierda  llega al gobierno de México, se muestra como una fuerza política más ligada a la cultura y al estilo del viejo régimen, que tanto criticó. Una cultura de clientelas y control partidista de todo engranaje del Estado, a la cual  sólo añade ahora un personalismo presidencial paroxístico y de tintes mesiánicos. Volviendo a Octavio Paz: frente a una derecha que más que ideales tiene intereses, tenemos una izquierda democráticamente inmadura, orgullosa de su atraso frente a los tiempos del mundo y sin ideas para sacar el país del cenagal de injusticia, desigualdad, inoperancia institucional y un rocoso binomio de corrupción e impunidad.

Viene el angustioso impulso de reconocer que, como país, no tenemos remedios a la vista. Y sin embargo, estamos metido en líos hasta el cuello y necesitamos soluciones reales que eviten que tensiones acumuladas y fervorosos fanatismos terminen por producir reacciones autoritarias peores que las actuales o la continuación de un neo-priísmo condimentado con más estancamiento económico y e incontinencia verbal para ocultar inconsistencia institucional.

Recordemos dónde estamos. Del punto de vista económico, hemos pasado los últimos cuarenta años con un crecimiento del PIB per cápita (en dólares constantes, según el Banco Mundial) de 0.6% anual frente al 0.8% del conjunto de América Latina, al 1.5% de Alemania, al 1.7% de Estados Unidos, por no hablar del 4.2% de India o del 8.2% de China. O sea, seguimos alejándonos del resto del mundo y profundizando nuestro atraso relativo. Del punto de vista institucional, el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparency International nos ubica en 2020 en el lugar 124 de 180 países. Para entendernos, estamos detrás de todos los mayores países de América Latina como Argentina, Brasil, Colombia, Perú y Chile, por no hablar de Ecuador, Uruguay, Costa Rica e, incluso, El Salvador. ¿Está claro el embrollo estructural del que somos cautivos?  

Ahora bien, ¿alguien en su sano juicio puede creer que esta realidad pueda superarse con megaobras infraestructurales (de dudosa utilidad) y dádivas de sabor electoral y clientelar que, por cierto, abarcan una tercera parte del universo de la pobreza mexicana? Quiero suponer que nadie excluyendo, naturalmente, al actual presidente y su partido (suyo en sentido literal). Las megaobras han sido pensadas, según los indicios disponibles, más para enaltecer la figura presidencial y marcar simbólicamente su distancia del anterior presidente, que para dar solución a las mayores urgencias del país.

La suspensión de la construcción del aeropuerto de Texcoco y la creación de un sistema aeroportuario con tres terminales (el viejo aeropuerto Benito Juárez, el de Toluca y el nuevo de Santa Lucía) ha sido una opción que muchos expertos nacionales e internacionales consideran irracional aduciendo serias dificultades en la regulación del tráfico aéreo e  insolubles problemas logísticos para los pasajeros que necesiten tomar conexiones nacionales e internacionales pasando de una terminal a otra (además del movimiento de mercancías en llegada y salida) dada la compleja conectividad entre los tres polos. El resultado será no solamente el alto costo en la administración de este desarticulado sistema aeroportuario sino que México perderá por un indefinido y prolongado futuro la posibilidad de tener un aeropuerto de escala internacional a todo favor de Houston, Miami, Dallas y Panamá. Una oportunidad perdida para el desarrollo futuro del país en nombre del único, visible, objetivo de evitar que el aeropuerto de Texcoco pudiera realzar la figura del anterior presidente. Operación que, por cierto, habría sido francamente ardua.

El caso de la refinería de Dos Bocas es, si posible, incluso peor por sus perniciosas consecuencias futuras. Aquí, en nombre de un petro-populismo destinado a preservar la continuidad de  un mito nacional pretérito, México construirá una gran refinería en un momento histórico en que las grandes compañías petroleras del mundo renuncian a este tipo de obras y retroceden frente a sus proyectos previos para moverse hacia una transición energética basada en energías renovables y no contaminantes. Pero nosotros debíamos alimentar viejas narraciones del petróleo como fuente de abundancia y nos lanzamos en una empresa costosísima a cargo de una empresas como Pemex que está en el medio de graves dificultades con el riesgo de que de allí puedan derivarse consecuencias críticas sobre las finanzas públicas del todo el país. Tenemos seis refinerías que operan con una muy baja tasa de utilización de su capacidad y en lugar que reestructurarlas nos lanzamos a una empresa descabellada tanto del punto de vista ambiental como financiero en nombre de un peregrino alarde de orgullo petrolero. Y por cierto, encargamos al ingeniero químico que fracasó hace pocos años atrás en la restructuración de las refinerías existentes, la construcción de la nueva refinería de Dos Bocas. Simplemente no hay palabras para calificar el absurdo vuelto sistema. Además, cuando (y si) la refinería en cuestión llegará a ser operativa, producirá gasolina a precios superiores a los precios con que la adquirimos del exterior en la actualidad. Los mitos patrióticos cuestan caros, pero el atraso cultural sobre las tendencias mundiales, especialmente en el tema de la descarbonización energética, son potencialmente aún más peligrosos especialmente para un país con 11 mil km de costas y que tendrá que enfrentar huracanes cada vez más devastadores por el cambio climático que Dos Bocas contribuirá a acentuar.  

El otro monumento al orgullo presidencial es el Tren Maya, un asunto con multiplicidad de facetas nacido en un despliegue voluntarista de improvisación, sin estudios técnicos previos y sin acuerdos negociados con actores políticos, económico y sociales. El rey de turno manda y el país entero obedece. Si eso no es subdesarrollo alguien tendrá que explicar que es el subdesarrollo. El tren cruzará la selva tropical más grande de América después de Amazonas, una de las áreas de mayor biodiversidad del mundo. En su recorrido se crearán varios “polos de desarrollo” de mil hectáreas cada uno con la creación de ciudades pensadas para 50 mil habitantes en medio de un ecosistema frágil. El riesgo es obvio y es el de repetir, pero en forma mucho más extensa, la historia de Cancún y de la Riviera Maya, una historia de deforestación,  urbanización salvaje y alteración irremediable de equilibrios ambientales seculares. La extensión urbana de Cancún entre 1990 y 2018, ha pasado de poco menos de 1,300 a más de 13 mil hectáreas y la población de 25 mil habitantes, en 1975, a 900 mil de la actualidad. Ese es el riesgo, que la experiencia de Cancún se extienda a toda la península en nombre de un modelo turístico destinado a beneficiar grandes compañías hoteleras nacionales e internacionales además de los muchos políticos con intereses económicos en la zona. Por no hablar de agroindustrias (Bachoco, Kuo y otras) ambientalmente devastadoras. La pregunta inevitable es: ¿no existían otras formas para impulsar el desarrollo regional y reducir los altos niveles de pobreza del sureste mexicano? También en referencia a la expansión turística al sur de Cancún y hacía Tulum (la Riviera Maya) se dijo que el turismo no habría afectado el medio ambiente y ocurrió lo contrario reduciendo la biodiversidad tanto en la tierra como en el mar con la desaparición de corales y manglares y la cementificación de la costa. La contracción de la selva húmeda afectará la formación de nubes y el régimen de precipitaciones pluviales. Por su parte el retroceso de la selva amenazará especies carnívoras que controlan plagas y contribuyen a la polinización y se multiplicarán las especies herbívoras con el correspondiente impacto sobre la cubierta vegetal.

Pero cuando se le mencionó al responsable de FONATUR este conjunto de riesgos, su respuesta fue una obra de arte de surrealismo: la historia de Cancún y la Riviera maya no se repetirá porque “Nosotros somos de izquierda”. Como si se tratara de un mantra, una fórmula mágica. Viene la tentación de recordar que también Stalin era “de izquierda”, si sirviera de algo frente a tetrágonas certezas. Qué entienda por izquierda alguien que ocupó cargos de responsabilidad en gobiernos priistas y que es un acomodado empresario turístico y hotelero es tema de insondable profundidad semiótica. Ser de izquierda debería suponer, por lo menos en abstracto, la capacidad de formular ideas y proyectos novedosos, pero aquí, a falta de ideas inéditas corresponde un imponente despliegue de cemento y acero en uno de los lugares más ecológicamente frágiles (y hermosos) del planeta. Sigue la tradición que viene del famoso Segundo Piso con el cual Amlo enfrentó –a favor de los automóviles privados- el problema del tráfico masivo en la Ciudad de México.  El problema del gobierno actual no está sólo en la falta de capacidad reformadora de una administración pública que sigue siendo objeto de captura del partido de gobierno y de falta de transparencia democrática. El daño mayor vendrá de la herencia que se nos dejará por décadas en términos de consecuencias ambientales irreversibles, de oportunidades perdidas (como no tener un aeropuerto de escala mundial y postergar una esencial transición energética), por no hablar de la continuación de una arcaica tradición presidencialista con rasgos caudillistas que podría no terminar con la salida de escena del actual presidente. Moraleja: vamos en sentido exactamente contrario al requerido para modernizar el país y dejar finalmente a sus espaldas una tradición priísta de presidencialismo sin frenos con un Estado inconsistente y penetrado por una corrupción sistémica que lo mina tanto moralmente como en su capacidad operativa. En estos momentos, la cuestión es: ¿serán mayores los daños del presente o aquellos transferidos al futuro?

Publicado en México