La peste

23 marzo, 2020

La peste recorre la historia de la humanidad y ahora le toca el turno a este coronavirus. Es una antigüedad nunca del todo superada que, de vez en cuando, resurge para recordarnos la fragilidad de la vida. En estos momentos mil millones de personas en el mundo están en cuarentena. Una antigüedad, por cierto, jamás tan antigua: entre 1918 y 1920 la influenza española mató gente a millones. El pasado ancestral nunca está tan lejos como quisiéramos. De pronto descubrimos nuestra debilidad frente aquella materia neutra que creíamos ser la naturaleza. En cambio, la naturaleza es viva y no siempre es benigna. Y de golpe nos regresa a la condición de cavernícolas reunidos alrededor de una incierta fogata, despavoridos frente a lo que desde el exterior, en la oscuridad, los acecha. Si alguna “naturaleza” humana existe y recorre los siglos es esta: el miedo.

Frente a los terremotos hemos aprendido a construir edificios antisísmicos. Pero no todos y México (como Italia) no está entre los alumnos más adelantados considerando los resultados catastróficos del terremoto de 1985 con, se estima, 40 mil muertos. Contra las pandemias hemos inventados, apenas un puñado de décadas atrás, las vacunas que, sin embargo, de tiempo en tiempo, se revelan ineficaces frente a mutaciones y nuevas cepas. En pocas palabras: hemos sido y seguimos siendo una presencia tan persistente como frágil en un mundo que, a pesar de nuestra arrogancia, no controlamos. 

Y todo esto sin considerar la destrucción sistemática que desde hace más de dos siglos infligimos al planeta con deforestación, cementificación irracional, destrucción del hábitat de especies animales y vegetales y calentamiento planetario. Moraleja: si la naturaleza a veces no nos ama; nosotros, como especie, ciertamente la odiamos. Este coronavirus nos recuerda que no vivimos en una realidad libre de sobresaltos; vivimos, como siempre hemos vivido, en una contingencia que no anula el progreso (o como se quiera decir), pero a veces revela nuestra indefensión. Cuando saldremos de esta nueva prueba ¿habremos aprendido algo? En el terreno científico, ciertamente sí. Pero ¿y en los otros que conciernen nuestras formas de convivencia y nuestra relación con la naturaleza? 

Desde ahora son visibles indicios que no dejan mucho espacio a la esperanza. Según informes del Washington Post, desde enero el presidente Trump fue informado por agencias de inteligencia de su país del peligro que el epicentro del contagio en Wuhan pudiera moverse a otros países y convertirse en una pandemia mundial. Y junto con él, legisladores y altos funcionarios del gobierno. El presidente minimizó el peligro y, en síntesis, no hizo nada. Más recientemente esta inacción inicial se ha corregido pero se perdió tiempo precioso y sólo en las próximas semanas y meses podremos evaluar el costo en vidas humanas de ese descuido inicial frente al crecimiento exponencial de la enfermedad. Probablemente había que tranquilizar a los mercados y mantener la calma en un año electoral. La vida de la gente, como casi siempre, está en una segunda línea de prioridades.

En Inglaterra, con la pandemia en desarrollo y muchos muertos en una Europa continental que ya había empezado a actuar estrategias de aislamiento social para disminuir la velocidad del contagio, el gobierno se sale con esta: dejemos abiertos tiendas, oficinas, lugares públicos ya que la difusión de la enfermedad producirá un efecto grey que terminará por producir los anticuerpos capaces de controlar al virus. Boris Johnson llega a decir, con el tranquilo desparpajo de alguien que se siente encarnación de un sentido común que no ha sido repartido al resto del mundo: naturalmente morirán muchas personas y especialmente los ancianos con defensas inmunitarias más débiles. Such is life. Otra vez la mano invisible, en una nueva versión. Lo impresionante es la tranquilidad del primer ministro inglés frente a la inevitabilidad del costo humano de su estrategia sanitaria que, afortunadamente, ha sido posteriormente corregida, entre otras razones, gracias a las críticas mundiales y a la protesta escrita de 229 científicos de varias universidades británicas.

Hasta ahora, los chinos han dado la mejor prueba de combate efectivo contra esta nueva amenaza. ¿Habrá sido por su régimen dictatorial? Es dudoso. Probablemente el éxito se deba a dos razones que poco tienen que ver con su régimen político. La primera es la credibilidad social del Estado (que viene de siglos de historia) y la rapidez de su reacción frente a los primeros indicios del contagio; la segunda es la disciplina con que la población acató las duras medidas de distanciamiento social (la cuarentena) para evitar la propagación del virus. China mostró una coherencia entre comportamientos públicos y privados que ha permitido detener en poco tiempo la expansión del virus. Sin considerar la rapidez asombrosa con la que el Estado ha construido instalaciones hospitalarias para enfrentar las necesidades de los nuevos infectados. Aquí también la calidad de la maquinaria estatal ha sido esencial para el éxito.       

En Italia, el virus ha golpeado con una violencia brutal. Una razón es que los infectados en Hubei tenían en promedio 46 años contra los 63 en Italia, o sea, en este país, eran más frágiles y portadores de varias patologías previas. Otra posible razón es que en Italia la sanidad pública es regionalizada y, de esta forma, los tiempos y formas de reacción han sido distintos. Sin considerar que en varias partes del país, mucha gente (siguiendo una antigua tradición de descreimiento en el Estado –como en México) ha seguido circulando por las calles convirtiéndose en focos de propagación del virus. El gobernador de la Campania (la región de Nápoles), después de ser informado que varios grupos de laureandos preparaban sendas fiestas para celebrar su graduación, les informó que de cumplirse esa locura habría enviado los carabineros…con lanzallamas.

Expertos chinos enviados en Italia declararon que veían demasiada gente en las calles, demasiadas tiendas abiertas, demasiados trenes en circulación. En síntesis: los chinos recordaban a los italianos que la disciplina (además de la prontitud de las reacción institucional) no es un optional, especialmente en tiempos de una plaga que hasta ahora ha matado a más de 8 mil personas y con hospitales que están al borde de su capacidad para atender en las unidades de cuidados intensivos y sub-intensivos a los nuevos casos que llegan cada día poniendo a un heroico personal sanitario frente a un dilema inhumano: ¿a quién salvar siendo que no se pueden salvar a todos? Con la respuesta tan obvia como inhumana: a aquellos que tienen más posibilidades de sobrevivir. Como en tiempos de guerra.       

Frente a una pandemia como esta, los países tienen mayor o menor capacidad de respuesta dependiendo de tres circunstancias: la eficacia y prontitud de sus instituciones, la disponibilidad de personal capacitado y de equipo técnico adecuado y el grado de disciplina y responsabilidad de la población para acatar las medidas restrictivas necesarias para estrechar el círculo de los contagios. Y viene a la mente la descripción de la peste en la Milán de 1630 hecha por Manzoni en su Los novios (I promessi sposi) ahí donde habla, a propósito de las causas de la propagación de la peste, de: “La imperfección de los edictos, la negligencia en su ejecución y la destreza en eludirlos”.

Lleguemos a México. No entraré en detalles técnicos salvo registrar lo obvio: Con una población muy superior a cualquier país europeo, nuestro sistema de salud dispone de mucho menos personal y equipo respecto a estos países que ya se encuentran al borde del colapso. En otros términos, nuestros riesgos respecto a Europa, donde se cuentan hasta ahora miles de muertos y centenares de miles de infectados, son mayores. Y en la Ciudad de México las autoridades capitolinas autorizaron pocos días atrás la realización de un festival de música popular con miles de asistentes. De acuerdo, los casos de infectados eran todavía pocos pero el virus había comenzado a circular. ¿Por qué, entonces, jugar con el fuego? ¿Por qué meterse en las mejores condiciones para propagarlo en una de las mayores megalópolis del mundo? ¿Había compromisos e intereses económicos en juego? ¿Y entonces? Las consecuencias económicas pueden remediarse. Los muertos no se resucitan. ¿Es tan difícil de entender?  

Mientras tantos el presidente continúa sus giras por el país promoviendo reuniones públicas que son, según todos los expertos, el mejor medio para propagar la infección. ¿Por qué? He aquí el argumento: debemos dar una sensación de normalidad y evitar consecuencias económicas indeseables. En esta lógica en la antigua URSS, para mantener una sensación de normalidad, no se daba noticia ni de los accidentes aéreos. No se trata de alarmar a nadie, se trata de un elemental principio de precaución. Pero el presidente no se limita a eso. En una conferencia de prensa de algunos días atrás mostraba sonriente una serie de amuletos y plegarias como esta: “Detente enemigo que el corazón de Jesús está conmigo”. Quiero suponer que estuviera bromeando. De ser así me permitiría pedirle que tratara de evitarlo en el futuro. No son estos tiempos de chascarrillos frente a la muerte que comienza a tocar a nuestras puertas. Ahora que si no fuera así, convertiríamos a nuestro país en un fenómeno de superstición y de ofuscación religiosa entre tréboles de cuatro hojas y patas de conejo. Algo que dejaría el mundo pasmado y no haría reír a nadie. México no merece eso. Pero seguramente se trató de sentido del humor fuera de lugar. No hay otra explicación.

Publicado en México