La incierta frontera entre populismo y despotismo

10 enero, 2022

A Carlos Heredia y a Andreas Schedler del CIDE por su lucidez y creatividad, ejemplos de resistencia democrática al poder arbitrario de autoridades obtusamente ideológicas.

¿Cuál é la diferencia entre despotismo (en sus versiones neo-fascistas o de caudillismo para-comunista) y populismo? Dicho rápida y simplemente: el despotismo anula la democracia, el populismo la erosiona progresivamente. El primero hace tabula rasa de toda organización civil independiente que pretenda funcionar como órgano intermedio entre los ciudadanos y el poder político. El segundo, en nombre del pueblo, estrecha día con día la capacidad de expresión de la sociedad a través de sus diferentes sensibilidades e intereses.

La historia del siglo XX y de este inicio del nuevo siglo muestra que mientras es infrecuente que regímenes despóticos traspasen la valla que los separa del populismo, es mucho más sólito el camino contrario, o sea que el populismo se encamine hacia un despotismo que reduce la democracia a una caricatura demagógica de sí misma. Varias republicas ex soviéticas (incluyendo la propia Rusia), además de los casos ejemplares de Venezuela y Turquía, ilustran con exuberancia de detalles cómo, poco a poco, la división de poderes pueda cercenarse conjuntamente con el desmantelamiento progresivo de organismos civiles independientes y el consiguiente encumbramiento de un líder (encarnación única de los intereses del pueblo) que reparte beneficios a amplias clientelas sociales o a las Fuerzas Armadas, usadas como último dique de sostén interno en caso de necesidad. Lo nebuloso del territorio que separa populismo y despotismo (negro o rojo) puede disiparse sin necesidad de golpes de Estado mostrando los perfiles de un régimen donde la democracia se vuelve una palabra huera para uso propagandístico  destinada a encubrir su exacto contrario: la concentración del poder en un solo hombre y su corte de beneficiarios y protegidos con el derecho a un voluntarismo incondicionado y a la impunidad en nombre del pueblo soberano. Una comedia de ficciones y un juego de espejos donde narrativa grandilocuente y artimañas institucionales prevalecen sobre una realidad que ya no puede ser reconocida. Populismo y despotismo comparten una situación de realidad atenuada a los ojos de la sociedad, una realidad maquillada en la que resulta difícil reconocerla debajo de la espesa capa de afeites ideológicos que la recubren. Una historia antigua que se renueva en el tiempo y en el espacio con rasgos siempre novedosos. Tolstoi decía que las familias infelices lo son siempre en formas distintas. Lo que no vale sólo por las familias.

En América Latina el caso probablemente más emblemático de transito del populismo a un régimen cumplidamente despótico que llega a cumplir su recorrido con dos décadas de dictadura militar es el de Brasil en tiempos de Getulio Vargas e inmediatamente después, o sea entre 1930 y 1985. Medio siglo comenzado con vítores y terminado en salas de tortura y anulación de todo vestigio  democrático. Un caso que merecería un atento estudio acerca de la patología institucional que puede derivar de los cambios fisiológicos que hacen transitar del populismo al autoritarismo popular y a la dictadura militar una vez que un país se deslice en el plano inclinado resquebrajando la división de poderes, degradando la sociedad civil organizada y encumbrando un padre de la patria protector exclusivo del pueblo.       

La conclusión es tan deprimente como contundente: la democracia no es nunca adquirida de una vez por todas y  menos aún cuando las sociedades alcanzan niveles críticos de exasperación acerca de las promesas incumplidas de la democracia en los terrenos del bienestar y la equidad. La democracia no es sólo una forma de gobierno, es también un estado de la sociedad.  Que la democracia pueda no ser una estación terminal resultó amenazadoramente evidente pocos años atrás con la llegada al poder de un populista descocado  como Donald Trump. Y aún más evidente lo es hoy en Venezuela y Nicaragua. Habrá que reconocer que la democracia esté bajo ataque en nuestro tiempo en muchos países del mundo como consecuencia de la incertidumbre asociada a los procesos de globalización que amenazan las formas de vida de mucha gente mientras la revolución tecnológica contemporánea desafía la permanencia de grandes áreas de trabajos que se consideraban adquiridas en forma permanente. La nuestra es una edad de incertidumbre y, al mismo tiempo de aguda polarización de la riqueza. En este contexto el populismo y la desconfianza social en la democracia se extienden amenazando espacios acostumbrados de libertad y de independencia social frente al poder político.

Uno de los aspectos más notables de esta edad es el creciente espíritu anti-intelectual que deriva tanto de la desconfianza de los hombres fuerte hacia un pensamiento libre que rompe sus liturgias de unanimidad “popular”, como del escepticismo de muchos hacia la instrucción como instrumento de movilidad social. Voluntad de control sobre el pensamiento independiente y antipatía popular hacia el licenciado-doctor que a menudo hace de la palabra el uso que Cantinflas caricaturizó, se combinan en una mezcla letal que termina por hacer de la inteligencia y de la crítica signos de un espíritu aristocrático. La inteligencia como enemiga del pueblo podría decir Marat y sus, más o menos conscientes, epígonos contemporáneos.

Hannah Arendt lo expresó así:

Cuando se utilizan los argumentos, la autoridad permanece en situación latente. Ante el orden igualitario de la persuasión se alza el orden autoritario, que siempre es jerárquico.

Inteligencia crítica y autoridad habitan en terrenos separados y aún más en regímenes populistas. La clave en el México actual es el estigma neoliberal. Quien muestre alguna independencia intelectual es vilipendiado desde las más altas esferas del poder político como neoliberal, o sea conservador y, para que no falte nada al anatema ideológico,  enemigo del pueblo. Y el juego está hecho: la voluntad del hombre fuerte que considera la inteligencia una variable indisciplinada a sus razones de poder obtiene la bendición que en otros tiempos condujo, entre cinismo del poder, fanatismo de cortesanos intelectuales y exacerbación social, a la quema de obras de arte en tiempos de Savonarola, de libros en tiempos del nacionalsocialismo o a los procesos sumarios y las ejecuciones de intelectuales y artistas en tiempos del “socialismo” soviético. Las manifestaciones son distintas pero el núcleo que justifica el anti-intelectualismo es siempre el mismo. Los intelectuales independientes son odiosos a los regímenes autoritarios porque son una amenaza permanente de que en medio del apoteosis popular, artificiosamente construido, algunos de ellos se dejen escapar el grito o el murmullo fatal acerca de la desnudez (cultural y moral) del rey.

Universidades, periódicos, organizaciones de la sociedad civil son espacios de libertad intolerables a los ojos de quienes encarnan un pensamiento único que se disfraza (entre vacuidad cultural y cursilería) de verdad definitiva. Rehuir el debate y la confrontación de ideas es el núcleo común que unifica populismo y todo régimen despótico. ¿Para qué debatir cuando quien está en el poder está en el lado justo de la historia? Sin embargo, el conocimiento libre de la realidad es condición ineludible para cambiarla en beneficio de todos y especialmente de los sectores sociales marginales. Isaiah Berlin lo dijo con una encomiable economía de palabras:

El conocimiento libera, no sólo dándonos más posibilidades entre las cuales podamos elegir, sino preservándonos de la frustración de intentar lo imposible.

Y no se trata solamente de un problema de contenidos, hay  también un aspecto estético. En estos meses, frente a los insultos, trivialidades y las paranoias conspirativas de quienes denigran y amenazan la UNAM, la ENAH o el CIDE han respondido argumentos razonados y razonables de aquellos que han sido y son objeto de los dardos venenosos provenientes del poder y de sus partidarios enardecidos. Y ya sólo esa diferencia de estilo indica donde es probable que resida la razón. Injurias exaltadas contra argumentos razonados dicen más que mil palabras. En el estilo está el fondo. Además de las comunicaciones oficiales (con un tono entre denuncia del Santo Oficio  y fatwa),  una rápida revisión de los mensajes en las redes sociales es más que suficiente para intuir de qué parte está una voluntad de diálogo democrático y de qué parte una voluntad de poder incondicionado. Después de los repetidos ataques a multiplicidad de organismos de la sociedad civil, la agresión a la inteligencia independiente es el escalón que conduce a un proyecto de regimentación del pensamiento. A un intento de domesticar la reflexión para reducirla en una pieza sumisa de la ideología del poder.

La democracia requiere dos ingredientes insustituibles: un camino sostenido hacia la equidad y un debate cívico abierto y sin miedo a las consecuencias de la expresión libre del pensamiento. En México ninguna de estas condiciones está dada en la actualidad. Las dádivas en forma de donación bondadosa de la autoridad con fines clientelares no constituyen un camino a la equidad. En una país “en desarrollo” la equidad supone crecimiento acelerado en formas que garanticen un mejor reparto de la riqueza. Y no hay seña alguna que nos encaminemos en esa dirección. En cuanto al debate abierto, es inútil esconder la existencia en el país del temor difundido que las propias opiniones libremente expresadas puedan conducir a perder el trabajo en el sector público o a diferentes tipos de intimidación y persecución para quien opere fuera de las instituciones públicas.

Habrá que reconocer la realidad. México está retrocediendo en los terrenos de los frenos y contrapesos institucionales,  de la autonomía de la organizaciones sociales independientes,  de la atención a los problemas del deterioro ambiental, de una confrontación civilizada entre distintos intereses que conduzca a una mediación capaz de impulsar inversiones, empleos e innovación tecnológica y científica. Y nada de eso va en el sentido necesario de un proyecto democrático con bienestar social. Las declaraciones altisonantes de las autoridades políticas son palabras al viento que pueden servir para captar votos pero no hacen avanzar el país de una pulgada salvo en la dirección de la conservación del poder de parte del partido en el gobierno. Una historia ya largamente conocida, con y sin neoliberalismo, y que nos ha conducido hasta aquí.       

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