La defensa progresista de un presidencialismo arcaico (Una entrevista a Lorenzo Meyer)
1. La entrevista
La historia está salpicada por multitudes de intelectuales fascinados ante el carisma prometeico de caudillos de gesto marcial o de líderes populistas anunciadores de alguna Nueva Jerusalén. Una historia que parece destinada a no terminar nunca. Evidentemente, de vez en cuando, la razón necesita tomarse vacaciones, a veces largas, de sí misma.
Meses atrás (apenas me entero) Lorenzo Meyer, conocido historiador y profesor emérito de El Colegio de México, concedió una entrevista a Proceso acerca del actual gobierno de López Obrador. Hay en esta entrevista afirmaciones que merecen ser comentadas ya que, más allá de la coyuntura política, reflejan una visión particular de la realidad mexicana, sus encrucijadas y los cambios que este país necesita emprender. Revisaré sumariamente los puntos de vista de nuestro ilustre historiador ya que son representativos de una extendida cultura política de nacionalismo radical que si tuvo algún sentido en el pasado lo fue perdiendo cuanto más nos acercamos al presente. Sin embargo, subsiste una narración que, entre épica y disimulos, justifica las arbitrariedades del redentor de turno con un repertorio argumentativo aparentemente progresista y “popular”. No es mi intención promover polémicas gratuitas, pero siento la necesidad de establecer algún fragmento de verdad –como las piedras que se pisan al cruzar un riachuelo- entre los humos de actos de fe cargados de ambigüedades. Y si esto supone el uso de tonos polémicos, ni modo, que así sea.
Nuestro historiador sostiene que el actual es un presidencialismo fuerte pero no autoritario como el de Alemán o de Salinas. ¿Razones? Aquellos presidentes armaron “un sistema concentrador de privilegios en una elite del poder”, mientras “el presidencialismo actual tiene una base de poder amplia” orientada a “detonar un cambio social sustantivo que implicaría rupturas con el pasado”. El modo condicional de “implicaría” sugiere que estamos frente a una lectura benevolente de las supuestas intenciones del actual gobernante mexicano. Es obviamente legítimo tratar de escudriñar las intenciones presidenciales, yo prefiero limitarme a los hechos y en estos primeros dos años una gran parte de los contratos públicos han favorecido exactamente los mismos personajes de la vieja “elite del poder”. Para entendernos: Slim, Baillères, Salinas Pliego, la familia Hank. Y en los últimos dos casos surge la tentación de decir que el actual presidente decidió a premiar algunos ejemplares de lo peor de una elite empresarial crecida a la sombra del viejo régimen. ¿Dónde está el “cambio social sustantivo”, aparte los programas sociales operados por la maquinaria política del partido de gobierno hecha de superdelegados, subdelegados y “servidores de la patria” (hagamos a un lado lo tonos de epopeya de opereta), que sustituye a las viejas corporaciones priístas con nuevas redes clientelares? En agosto del año pasado Hank González, no por casualidad, se lanzó a un ditirambo de viejo estilo ante el Señor Presidente: “Creemos en la 4T y participamos con toda convicción y entusiasmo en los programas sociales más importantes de su gestión, así como en el financiamiento de la infraestructura que tanto requiere nuestro país…Usted decidió pasar a la historia como un presidente que verdadera y genuinamente ayudó al pueblo, siguiendo los ideales de Hidalgo, de Juárez, de Madero y de Cárdenas”. Un despliegue conmovedor de filantropía patriótica. Por su parte, Salinas Pliego no se mantuvo atrás en agradecimiento por la asignación directa al Banco Azteca de las tarjetas de Bienestar y varios otros jugosos contratos públicos. Otra vez: ¿y el “cambio social sustantivo” portador de “ruptura con el pasado”?
A nuestro ilustre historiador se le preguntó acerca de los mayores logros en los años iniciales del nuevo gobierno. Respuesta: “los primeros efectos de un esfuerzo contra la enorme, a veces increíble, corrupción”. Ninguna duda que se haya dado un gran despliegue a los casos de Lozoya y Robles, pero, ¿cómo dejar de ver el sistemático sabotaje del más serio intento en muchas décadas de construir un dique institucional contra la corrupción, o sea el Sistema Nacional Anticorrupción, que, con la actual administración, ha viajado entre mezquinas asignaciones presupuestarias, nombramientos postergados y demás técnicas del boicot disimulado? Resultado: se persiguen individuos, pero las redes y las causas sistémicas de la corrupción siguen intactas, mientras sobrevive la tradicional condescendencia hacia amigos y aliados políticos.
Según el índice de Capacidad para Combatir la Corrupción de Americas Society/Council of the Americas, entre 2019 y 2020, esa capacidad se ha contraído y “el país se ha estancado manteniendo una escasa capacidad para detectar, castigar y prevenir la corrupción”. El INEGI registra el aumento de los montos medios de los sobornos. Sin considerar que, para limitarnos a un solo ejemplo, la titular de la fiscalía especializada en combate a la corrupción es una antigua allegada de AMLO, coordinadora nacional, en 2005, de resistencia civil contra el desafuero. Finalmente, si se compara el último año de Pena Nieto con el primero de López Obrador, el porcentaje de contratos públicos asignados directamente (una fuente destacada de corrupción) aumentó de 35 a 39%. Se podría incluso conceder al Dr. Meyer que hubo algún “esfuerzo” en el combate a la corrupción, pero en cuanto a resultados y a la construcción de un sistema institucional de contraste a este fenómeno, el país ha entrado en su nueva época de regeneración nacional con menor transparencia y mayor peso de las asignaciones directas de contratos públicos.
El entrevistador de Proceso (José Gil Olmos), saltándose la soflama acostumbrada, suelta la pregunta: “Qué piensa de la posición presidencial de preferir la lealtad ciega a la capacidad?”. Una pregunta áspera, indelicadamente directa, que, dada la experiencia de estos primeros dos años, tenía sobradas razones para ser puesta. He aquí la contestación: “La pregunta es tan tendenciosa que no se presta a una respuesta a la altura del cuestionario”. Ya, porque el Dr. Meyer sólo aceptó ser entrevistado por escrito a través de un cuestionario. Ahora bien, bajando a una prosaica realidad, López Obrador ha llenado la Administración Pública de hombres y mujeres ligados a él y a su partido (personal). No olvidemos que estamos en un país donde menos del 1% de la Administración Pública Federal está ocupada por individuos del Servicio Profesional de Carrera, mientras la propia Auditoría Superior de la Federación registra la inexistencia de planes serios de capacitación del personal. Y frente a esto, tenemos superdelegados y subdelegados, que supervisan los programas federales en estados y municipios y que son, de hecho, representantes personales del señor presidente y provienen en su gran mayoría del reservorio de operadores electorales y cuadros de su partido. Y esto sin contar con el fiscal carnal y con la sistemática filtración de allegados al presidente en el sistema judiciario. Insistamos, la pregunta era brutal pero más que adecuada frente a un presidente que cada día da pruebas de no entender –confirmando la tradición priísta- la diferencia entre el gobierno provisionalmente en funciones y las estructuras permanentes del Estado.
En distintas partes de su entrevista, nuestro historiador, justificando la concentración del poder en manos del presidente, insiste en la necesidad de un Estado fuerte para realizar los cambios que el país requiere. El punto es si un Estado fuerte es uno en que el presidente ocupa todos los espacios institucionales amenazando la división de poderes, atacando a los órganos autónomos capaces de poner algún límite al poder del ejecutivo y ocupando con gente de su partido a gran parte de la administración pública. Si la respuesta fuera afirmativa, habría que reconocer que México tiene un Estado fuerte desde los tiempos de Santa Anna, pasando por Porfirio Díaz y hasta llegar al PRI. Una larga historia que ha hecho de las instituciones de este país un ejemplo mundial de democracia fingida, corrupción, ineficiencia, privilegios y, obviamente, una desigualdad sin parangón entre los países con niveles de ingreso parecidos.
La última pregunta concernía al Ejército. He aquí parte de la respuesta: “La función central de las Fuerzas Armadas en México tiene que ver con el orden interno y la defensa del régimen frente a sus adversarios”. Suponiendo que esto sea cierto, quedan dos preguntas. La primera: ¿No ha llegado la hora de cambiar esta herencia? ¿“Defensa del régimen”? Es posible que yo me equivoque, pero esto me parece a una aberración que poco o nada tiene que ver con la democracia. “Defensa del régimen” hace pensar en los gloriosos tiempos de Fernando Gutiérrez Barrios. La segunda: ¿lo anterior justifica que la FGR haya tachado la mayor parte de las miles de páginas del informe estadounidense sobre la supuesta colusión del gral. Cienfuegos con el narcotráfico? ¿Justifica que este gobierno encargue a las Fuerzas Armadas una cantidad asombrosas de obras públicas, además del control de puertos y aduanas? Tal vez yo sea demasiado suspicaz pero percibo un vago aroma de cooptación (captatio benevolentiae se decía en otros tiempos) que se parece a lo que hizo en su momento Hugo Chávez y sigue haciendo Nicolás Maduro en Venezuela. Con el resultado de que el Ejército es hoy el mayor baluarte del régimen frente al descontento popular. Entendámonos: no estoy comparando los gobiernos de México y de Venezuela, pero hay cercanías (entre instituciones democráticas y Fuerzas Armadas) que, cuando se vuelven demasiado estrechas, resultan peligrosas. Eso dice la historia, y no sólo en Venezuela.
2. Observaciones marginales
El signo mayor del actual gobierno de México es la asombrosa desatención hacia el hecho que el mundo está viviendo un salto de época en la organización social, en la matriz de problemas y (posibles) respuestas, en los valores e ideologías políticas que dominaron gran parte del siglo pasado. El proletariado de antaño ha perdido su centralidad frente a un universo fragmentado de trabajos con menos derechos y menor estabilidad en contextos de aguda segmentación social. Y en las ideas, el marxismo y el nacionalismo revolucionario se han vuelto piezas de museo, aunque algunos sigan amarrados a los restos flotantes de barcos hundidos hace tiempo. Debería ser bastante claro que la izquierda o será capaz de emanciparse de un pasado cultural obsoleto, proponiendo nuevas ideas frente a las enormes desigualdades del presente y a la amenaza ecológica que incumbe sobre la humanidad, o nuestro futuro correrá el riesgo de ser poblado por populismos de varios signos ideológicos o por el encanto autocrático de personajes como Putin, Xi Jinping y Erdogan. Mientras tanto el retroceso de los derechos que conformaban el Estado de bienestar, el desempleo juvenil, los flujos migratorios, los nuevos fanatismos religiosos y demás son algunos de los desafíos para enfrentar los cuales las formulas del pasado se muestran en gran medida como armas despuntadas. En este contexto, el retardo cultural (mirar al presente con los ojos del pasado) se vuelve una amenaza global, una forma de pereza intelectual, política y socialmente, peligrosa frente a problemas que no tendrán la amabilidad de disolverse con el paso del tiempo.
La nostalgia hacia el pasado se vuelve una tentación poderosa para racionalizar la incapacidad de imaginar nuevos horizontes y experimentar estrategias inéditas sin las garantías de éxito escritas en los libros sacros de un no lejano pasado.
Volvamos a México. Si digo que la industria petrolera será el motor del crecimiento económico del país, como dice nuestro presidente, es que simplemente no entendí los retos (energéticos, ambientales y laborales) a los cuales se enfrenta nuestro país (y el mundo) en este recodo de la historia. El petróleo como promesa de bienestar es un espejismo sobrevivido a su época que crea daños en el presente y hace perder tiempo precioso. Si digo que un presidente honesto produce necesariamente un efecto imitativo que terminará por derrotar la corrupción, como dice López Obrador, es que no comprendí la complejidad sistémica del problema y, otra vez, haré perder tiempo en una lucha esencial para dar a México instituciones creíbles y democráticamente eficaces. Si establezco la austeridad republicana como fórmula de purificación moral del país en momentos de grave retroceso económico, es que todavía no me he enterado de la revolución keynesiana que preparó las condiciones del Estado de bienestar y sigo enclaustrado en una cultura económica decimonónica. Si ocupo sistemáticamente todos los espacios de poder del Estado, como hace el actual ejecutivo, muestro ser prisionero del nacionalismo revolucionario de un PRI que no podía ni quería entender la diferencia entre los gobiernos que pasan y el Estado que permanece. Si dedico todas las mañanas a conferencias de prensa en que insulto y denuesto aquellos que no están de acuerdo conmigo, como hace nuestro presidente, es que no entendí la diferencia entre un jefe de partido en permanente campaña electoral y un hombre de Estado que debería construir las alianzas necesarias para que México salga finalmente del atraso. Si critico a cada instante el neoliberalismo como origen de todos los males del país, como hace obsesivamente nuestro presidente, es que no he percibido que el “neoliberalismo” (para usar una fórmula que requeriría mayor exactitud descriptiva y analítica), fue una respuesta inadecuada al agotamiento, por lo menos desde los años setenta del siglo pasado, de una estrategia económica basada en empresas públicas ineficientes y en la protección de un mercado interno segmentado que no podía sostener un crecimiento económico de largo plazo.
En síntesis, nuestro presidente encarna un espeso entramado de retardos culturales destinados a preservar el pasado con un (no tan) nuevo lenguaje. Su atraso cultural y su partido personal (sin asomo de vida democrática interna) nos remiten a un tiempo pasado donde el México de hoy seguirá dando vueltas en círculo sin poder superar la podredumbre institucional, económica y civil que corroe sigilosamente la confianza social en la democracia y las posibilidades de una futura convivencia civilizada. Que alguien crea que algunos programas sociales, por tan importantes que sean, constituyen un “cambio social sustantivo” se miente a sí mismo y repite una historia antigua de intelectuales cuya razón se rinde frente a los encantos taumatúrgicos del líder carismático que combina desparpajo y arrojo salvífico al anunciar el paraíso a la vuelta de la esquina en medio de un desierto de ideas poblado por una cháchara sin fin.
Publicado en México