La barbarie que somos
Hay temas sobre los cuales es difícil pensar, es más difícil hablar y es casi imposible escribir sin dejarse llevar por una intolerable sensiblería. ¿Qué ocurre? Una cosa sencilla: que la barbarie que seguimos siendo te escupe de pronto a la cara toda su inmundicia de la que no nos hemos liberado en los siglos. Y uno se queda aturdido. ¿De veras Somos eso? Y no queda más que reconocer que sí. Que en medio de uno que otro avance civilizatorio la bestia sigue agazapada en los individuos y en la sociedad en su conjunto. Uno va por la vida tratando de no ver lo peor que acecha desde dentro de uno mismo y desde la sociedad que hemos creado: dos dimensiones difícilmente separables. Tratamos de desviar la mirada hasta cuando ya no es posible seguir haciéndolo. La realidad te asalta como un bandido en descampado y uno sabe, aunque quisiera negarlo, que ese bandido no viene de otro planeta. En la cumbre de tantas generaciones de vida en común, de “progreso”, la barbarie sigue ahí, apenas adormecida y lista para despertarse en cualquier momento. Pequeñas y grandes barbaridades se cruzan cada día en miles de casos y se refuerzan recíprocamente entre una indiferencia bien entrenada. Una barbarie tan habitual que ya ni se percibe. Pero hay ocasiones, como ahora, que el velo se desgarra, aunque sea sólo por un instante, y no se puede dejar de ver. Y una sensación de asco, desesperación, sentido de inutilidad llega sin dejar ninguna vía de fuga salvo un consolador e irresponsable olvido que en algún momento permitirá volver a vivir sin ese sabor de inmundicia en la boca y, máximo de insensatez, incluso con alguna dosis de respeto hacia sí mismos.
¿Se recuerdan de Los olvidados de Buñuel? Mientras el presidente de la época (con toda su corte) celebraba los progresos y la modernidad reluciente de México, ese español enfurruñado describía sin piedad las miserias humanas de la sociedad mexicana de casi 70 años atrás. ¿Qué ha cambiado desde entonces? ¿Lo que haya cambiado es suficiente para complacernos de nosotros mismos? Esta es la pregunta que cada uno de nosotros debería ponerse.
En uno de los muchos barrios de pobreza, desempleo, delincuencia y desesperación silenciosa que rodean a la Ciudad de México acaban de martirizar a una niña de siete años y no hay palabras para describir el fondo negro de inhumanidad que hizo eso posible: por un lado el asesino cuya bestialidad nos recuerda que los “seres humanos” en no pocas ocasiones no dejamos de ser peores que las bestias de dónde venimos y, por el otro, la distraída ineficiencia de las fuerzas del orden que deberían tutelar la seguridad de los ciudadanos. Esas autoridades que miran la gente con desdeñosa desatención (mayor aún si son pobres), que vienen en línea directa de tlatoanis, virreyes y gobernantes revolucionarios cínicamente irresponsables y obsesivamente apegados al poder. La bestialidad humana puede resurgir sorpresivamente incluso en sociedades y entre instituciones más civilizadas que la nuestra, pero la cultura de la solidaridad civil y de la responsabilidad públicas reducen el riesgo que la bestia se explaye impunemente. Pero con nuestros arraigados antecedentes de desinterés hacia los ciudadanos y hacia los pobres, envuelto en capas de retórica revolucionaria, los olvidados justamente, sucedió lo que no debía suceder. La noche del 11 de febrero pasado una familia desesperada se dirigió a la policía de su barrio para denunciar la desaparición de su hija, una niña de siete años, y la respuesta fue que debían esperar tres días para que se activara la búsqueda. Mientras tantos esa criatura sufría las penas del infierno sin saber por qué. Tal vez se preguntaba qué podía haber hecho para merecer toda esa crueldad que se le venía encima sin poder explicársela. Mientras tanto, ahí cerca unos agentes del orden público decían que había que esperar tres días. ¿Tienen madres, tienen hijos esas autoridades y aquellos que en alguna pulcra oficina diseñaron esas normas? Seguramente sí y esto es lo que hace más evidente el espesor acumulado en generaciones de fría impasibilidad por el sufrimiento de los que deberían proteger. En nuestro país, en el mejor estilo virreinal, las autoridades se sienten benefactores públicos, aunque sean indolente, irresponsables y corruptas. Este es nuestro Estado. Mismo que hemos conservado y tolerado incluso después de la Independencia y las consecuencias de cuya desgana e indolencia esa niña de siete años ha pagado al precio más alto: sufriendo lo indecible y muriendo en la más desesperada soledad. Ahora dicen que las normas de alarma cambiarán y es obvio que lo dicen frente a la oleada de indignación ciudadana. Pero funcionarios, agentes, dirigentes políticos seguirán siendo los mismos, con la misma cultura y, pasada la ventisca mediática, probablemente seguirá todo igual.
Ciertamente habrá quien diga que “estas cosas” ocurren en todos los países del mundo. A lo que sólo se pueden contestar dos cosas. La primera es que nosotros vivimos aquí y es aquí donde nuestras fuerzas del orden fallan miserablemente frente al cuidado de nuestra seguridad. La segunda corresponde a las cifras monstruosas del fenómeno. Según REDIM (Red de Derechos de la Infancia en México) en este país se matan entre 3 y 4 menores cada día. Y sólo en 2019 fueron 1472. Esta es la realidad que hemos creado, que toleramos y en la que vivimos. Cuando algunos meses atrás, durante la consabida “mañanera”, se informaron al presidente estas cifras, la reacción fue típica, la de todos los gobiernos que lo precedieron: “yo tengo otras cifras”. Lo de siempre: negar la realidad como forma de anularla. La otra reacción también fue inconfundible. La obsesión recurrente que explica todo: este es el resultado de la crisis de valores acarreada por el neoliberalismo. Con humildad aconsejaría al Señor presidente de ver Los Olvidados. Entonces no había neoliberalismo y los barrios pobres de México eran semilleros de brutalidad, perversión y una fila muy larga de miserias humanas. Mientras el presidente de la época –que no era un neoliberal- se convertía en uno de los hombres más ricos de México. La corrupción que venía desde arriba bajaba escalón tras escalón de esa pirámide que es México hasta envolverla totalmente en una ineficiencia desinteresada en el destino de sus ciudadanos. La tercera reacción del Señor Presidente (y otra vez es el caso de usar las dos mayúsculas para subrayar la distancia) resultó también típica: estamos trabajando para que “haya bienestar material y bienestar del alma”. Creíamos de haber elegido un presidente y nos encontramos con un predicador que frente a la realidad brutal de feminicidios e infanticidios formula un decálogo uno de cuyos mandamientos reza: “Es una cobardía agredir a una mujer”. Con lo cual podemos irnos a dormir tranquilamente aleccionados sobre las virtudes que debemos respetar. ¿Dónde está el problema? Está en el hecho que los predicadores proclaman espiritualmente aquello que no pueden cambiar materialmente.
No hay duda que la miseria alimenta la brutalidad en los comportamientos humanos, pero la miseria no vino solamente con el neoliberalismo, o sea con De la Madrid o con Salinas. He aquí algo que nuestro actual presidente tiene dificultades a admitir. México es un país donde la miseria ronda como un fantasma desde, por lo menos, la Independencia y que la receta nacional-popular del PRI no curó entre corrupción, ineptitud, políticas económicas equivocadas, desinterés hacia las zonas más pobres del país. Dicho en otros términos nuestra enfermedad no llegó con el neoliberalismo sino que viene desde mucho antes. Y esta enfermedad es la mezcla de miseria y un Estado con poco o ningún sentido de responsabilidad hacia sus ciudadanos. De esta enfermedad ha muerto Fatima. Y mueren cada día entre 3 y 4 menores. Aunque el presidente tenga otra cifras.
Publicado en México