Entre lo necesario y lo inalcanzable
Uno se acostumbra a todo. Será que no se puede vivir, sin perder lo que nos queda de cordura, si se mantiene viva la conciencia de la barbarie que nos rodea. O será el sereno, esa dimensión metafísica que, a pesar de todo, nos permite dormir de noche. México sigue siendo un país de enormidades normalizadas. En 2000 hubo aquí 10 mil homicidios dolosos, en 2010 26 mil y el 2020 se espera que termine este segundo año de gracia del actual gobierno con cerca de 40 mil. No sé cómo va la estadística de los abrazos, pero la de los balazos está en pleno auge. En total desde comienzos de este siglo hasta finales de este año llegaremos a más de 350 mil asesinatos debidos en gran medida a una criminalidad que hace tiempo el Estado ha dejado de controlar. Si esto no es una guerra (si bien anómala), ¿qué es? ¿Cuál otra palabra puede usarse para no molestar las buenas consciencias revolucionarias a las que el vocablo guerra recuerda el abominado sexenio de Calderón que se atrevió a hacer intervenir el ejército mientras, en cambio, ahora…?
Bastante más del 90% de estos asesinatos queda impune mientras millones de personas lloran la pérdida de sus afectos y decenas de miles (o sepa Dios cuántos) de asesinos circulan tranquilamente entre nosotros. Sin considerar el pequeño detalle que un no precisado número de ellos está en la nómina de algún órgano del Estado y va por ahí enfundado en un uniforme. El ex secretario de la Defensa está preso en Estados Unidos por delincuencia organizada ligada al narco y lo mismo ocurre con un no lejano secretario de Seguridad Pública (¡Seguridad Pública!: un país en que las palabras no valen ni el aliento con que se pronuncian). Sin considerar que cerca de la mitad de nuestros antiguos gobernadores está enjuiciado, investigado, condenado o huido por crímenes de vario tipo. Añadamos a este macabro carnaval nacional que ya hemos llegado a 73 mil desaparecidos y a cerca de medio millón de desplazados de sus tierras por razones de violencia.
¿Por qué estoy diciendo estas cosas que todo mundo conoce? Sólo para formular una pregunta. ¿Qué más se necesita para reconocer (a gritos, de ser posible) que tenemos instituciones en ruina que no sólo son incapaces de hacer frente a la criminalidad sino que, en demasiadas ocasiones, son parte de ella?
Pero la impotencia frente al crimen es sólo la punta del iceberg. Debajo de esta montaña de cadáveres y de desaparecidos, en gran medida producto de un Estado incapaz de serlo, tenemos un país entre los más corruptos del mundo según todas las datos, nacionales e internacionales, disponibles. Sin ningún énfasis, estamos instalado en medio de una catástrofe que el Estado simplemente no controla ni sabe como remediar mientras las más elevadas autoridades públicas simulan sosegadamente una normalidad que no existe. Y uno, como simple ciudadano, se hace una simple pregunta: ¿No ha llegado el tiempo de detener los relojes, reconocer la realidad y emprender la tarea (compleja y vital) de reconstruir instituciones que no cumplen las tareas que justifican su existencia?
Registremos los obstáculos. Tenemos partidos políticos que, tomados uno por uno, resultan dramáticamente inadecuados a la tarea de restaurar instituciones eficaces y creíbles. El PRI es una armazón en probable descomposición final, como un viejo barco listo para su desmantelamiento y que ha contaminado el país con presidencialismo incondicionado y redes clientelares que han reducido la política a un mercado de intercambios entre dinero público, carreras privadas y privilegios de toda clase para los amigos de los amigos. El PAN ha mostrado su temerosa ineptitud a cambiar la situación previa en una dirección de eficacia administrativa y transformación democrática. Se puede ser conservadores con arrojo reformador, pero el PAN ha demostrado no ser esa clase de partido. El PRD sigue en el aturdimiento producido por su sangría de militantes, cuadros y simpatías populares producida por un pasado en que intentó conciliar el nacionalismo revolucionario (priísta) con alguna pizca de un socialismo democrático bajo control de jefes carismáticos, líderes morales y entre corrientes rijosas entregadas a interminables juegos de poder y fraudes electorales internos. MORENA simplemente no es un partido sino una agencia electoral permanente al servicio de un jefe absoluto convencido que su honestidad personal y sus prédicas salvarán al país y, si se le diera el espacio necesario, al mundo. Síntesis: ninguno de los mayores partidos mexicanos de la actualidad tiene ni las ideas, ni la contextura cultural, ni el personal, ni el apoyo social (excluyendo, en este último aspecto, a MORENA) para emprender la tarea reformadora que México necesita. Un partido tiene las masas pero no los líderes intelectuales mientras los otros no tienen ni lo uno ni lo otro. ¿Qué hacer? He aquí, de vuelta, la famosa pregunta de Chernyshevski y Lenin, que mantiene el mismo dramatismo en el tránsito secular de la Rusia zarista al México post-priista.
Volens nolens no queda más que una opción: juntar las fuerzas políticas (y sociales) existentes en la apertura de un periodo constituyente que rediseñe la arquitectura institucional del país a través de un proceso de debate nacional y foros cívicos y políticos con un doble objetivo: en primer lugar, hacer claridad sobre el pasado (una necesidad pedagógica para que el país se quite de encima espesas capas de mentiras patrióticas y simulaciones acumuladas) buscando descubrir responsabilidades que podrán ser perdonadas o castigadas, pero que, en todo caso, deberán ser aclaradas para saber de donde partimos y adonde no queremos regresar. En segundo lugar, pensar en una nueva organización constitucional capaz de garantizar gobernabilidad democrática sin presidentes providenciales y rompiendo esa especie de insularidad políticamente auto-complacida frente al resto del mundo, como si el país fuera une reducto de virtudes (obviamente revolucionarias) sólo a nosotros concedidas.
¿Cuáles obstáculos se interponen para que una reconstrucción institucional pueda emprenderse de cara a un Estado en ruinas en casi todos los ámbitos? El primero es la inercia de una cultura política que puede aceptar cualquier ley, cualquier regla (nacional o internacional) para violarla sin pestañear acto seguido. De ahí que toda arquitectura institucional futura deberá contemplar la construcción de una red de organismos independientes encargados de vigilar la congruencia entre declaraciones formales y actuaciones concretas. Colateralmente, México debe emanciparse finalmente de un presidencialismo capaz de erigir alrededor de sí redes de protección y complicidad que tantas rigideces y opacidades han producido en la historia mexicana de este siglo y parte del anterior.
Pero hay otros obstáculos más directos y evidentes. El más poderoso es la virtuosa arrogancia del gobierno actual, cuya impotencia en todos los terrenos críticos de la vida nacional se hace cada vez más evidente con el tiempo. Tenemos un régimen con pocas cabezas estratégicas y las pocas disponibles prefieren no pensar para no entrar en ruta de choque con un presidente que tiende a no escuchar a sus propios colaboradores y que no demora en considerar conservador y enemigo del pueblo a cualquiera que tenga ideas no del todo coincidentes con las suyas. Un gobierno en que pensar se ha vuelto un ejercicio peligroso. Historia antigua, por cierto, y me limitaré a un solo ejemplo. Dieciocho años atrás a López Obrador, entonces jefe de gobierno del D.F., se le ocurrió la idea de lo que conocimos cómo Segundo piso. Era un evidente disparate que estimularía una mayor circulación de autos particulares en una ciudad con un gigantesco problema irresuelto de transporte público. Y en efecto los autos se han más que duplicado desde 2002. Así que, siguiendo la misma lógica, ahora nos tocaría pasar a un tercer o cuarto piso. La entonces secretaria del Medio Ambiente del D.F. tenía dos opciones: oponerse a una decisión que privilegiaba a pocos, mantenía en condiciones desastradas el transporte público y que, con más carros en circulación, afectaría un medio ambiente ya gravemente deteriorado. Pero la defensa del medio ambiente urbano y del derecho de las mayorías a un transporte público decoroso habría comprometido su carrera política. La secretaria en cuestión se calló dócilmente y el resultado a largo plazo fue doble: en primer lugar, se multiplicaron los carros en circulación, la ciudad agravó su contaminación, su tráfico caótico y los problemas de salud de sus habitantes, pero, compensatoriamente, la carrera de la secretaria en cuestión siguió su curso hasta convertirla en la primera jefa de gobierno de la ciudad. Sí señor, frente a toda insensatez venida de arriba, era la clave del éxito entonces, cualquiera que fuera el costo para la ciudadanía, y lo sigue siendo ahora.
¿Para qué entregarse entonces al doloroso e incierto ejercicio de promover el reconocimiento de la realidad y abrir las puertas a una profunda reforma constitucional? A final de cuentas, con los índices de popularidad de nuestro presidente, asesinados, secuestros y desapariciones duelen menos. así que mejor dejar todo como está y no arriesgar carreras y ambiciones políticas. El silencio es oro, decían los latinos.
Por otra parte, PRI, PAN y PRD probablemente estarían dispuestos a cualquier cambio que restara centralidad a López Obrador, pero se trataría, con casi absoluta certeza, de eso y nada más. Ellos no piensan no porque hacerlo sea peligroso, como en MORENA, no lo hacen porque no tienen la costumbre de hacerlo. Algunos siguen amarrados al canon sagrado del nacionalismo revolucionario y redes clientelares beatificadas por alguna causa popular y otros piensan en dejar todo como estaba antes de que López Obrador ocupara el centro de la escena. De ahí que lleguemos a la conclusión anticipada en el título de esta nota: estamos vitalmente necesitados de cambios fundamentales en nuestro diseño constitucional, en la calidad de nuestras instituciones y en la multiplicación de organismos civiles independientes capaces de vigilar el desempeño institucional, pero estos cambios son, cuando menos en el mediano plazo, imposibles por el fideísmo redentor de algunos y la irrelevancia estratégica de otros. En el mediano y, a menos de acontecimientos extraordinarios, en el largo plazo también. Pero, ahí, afortunadamente, estaremos muertos, como decía un famoso economista del siglo pasado. Y el problema pasará a los que vendrán y ellos verán cómo arreglan lo que nosotros descompusimos.
Publicado en México