DeFoe y Gatell

4 mayo, 2020

En estos tiempos de coronavirus no queda más (para aquellos que pueden permitírselo, cual noveles Diógenes) quedarse en casa leyendo, estudiando y tratando de no desperdiciar ese tiempo de encierro forzado que, a pesar de todo, sigue siendo tiempo de vida (suspendida). Y eso es lo que intenta hacer ese escribiente, con éxitos variables según las jornadas. Estoy terminando de leer los tres tomos de un libro (minuciosa y eruditamente crítico) sobre la historia del marxismo y me propongo escribir una reseña (en tres etapas) de ese texto que describe, sin que su autor se lo propusiera, gran parte de la atmósfera intelectual de mi generación. Una atmósfera que, en gran parte, se ha desvanecido en años recientes a la luz de las experiencias dramáticas que –más o menos directamente- se cumplieron en su nombre durante el siglo pasado. Lentamente y a trompicones los seres humanos aprendemos. El búho de Minerva toma el vuelo por la noche o, en otros términos, la razón siempre llega tarde. Lo que deja una pregunta que revolotea fastidiosamente en la cabeza: ¿es posible ser de izquierda (otra idea que requiere serias obras de restauro) sin ser devotamente marxista y sin caer en otros barrancos como la utopía, el anarquismo, el populismo o la lucha armada para la conquista del poder? Pero eso será para otra ocasión. Ahora ese virus, perverso y mortal, obliga a ocuparse de él.     

Intentaré hacerlo en dos etapas. En la primera voy a reseñar el libro de un gran escritor (que todos hemos conocido en nuestra infancia) sobre una antigua peste en Londres. En la segunda daré un salto de tres siglos para legar a México en tiempos del coronavirus.

1.Daniel DeFoe y la peste de Londres.

DeFoe escribió dos novelas memorables: Robinsón Crusoe y Moll Flanders pero aquí nos ocuparemos de la crónica póstuma que escribió en 1722, Diario del año de la peste, sobre la plaga que embistió a Londres en 1664-65 y que se calcula mató en un año 100 mil personas. La peste bubónica producía hinchazones en el cuello o en la ingle que conducían casi siempre a la muerte entre dolores lancinantes. Basándose en testimonios de la época, DeFoe reconstruye los acontecimientos de aquellos días. Es el retrato crudo de la desesperación, la impotencia,  el desconsuelo frente a la muerte de los hijos, los padres, los maridos y mujeres, con las calles sembradas de cadáveres y las carretas que llevaban los enfermos al lazareto. Pero hay algo que recorre esta crónica y que llama la atención: aun en medio del trastorno y la consternación se percibe la presencia de instituciones con capacidad operativa. Capaz de establecer y hacer obligatorias las medidas requerida (a veces crueles) para evitar la difusión del contagio. Se prohibió la presencia en las calles de mendigos y vagabundos, los bailes concurridos, los juegos colectivos y otras razones de reunión como festejos públicos, cenas en tabernas, desfiles fúnebres y demás. Subrayemos el punto que separa muchos países “en desarrollo” de la actualidad (incluido el nuestro) de aquella antigua tragedia. No se dieron indicaciones genéricas, no se emitieron llamados, ni se dieron consejos a la población. Se prohibieron tajantemente comportamientos peligrosos para la salud pública. O sea, la autoridad hizo valer sus prerrogativas sin vacilaciones en bien de la colectividad.             

En cada distrito se nombraron de parte del diputado o el regidor, examinadores  encargados de dictaminar las personas enfermas y ordenar su restricción domiciliaria o su traslado al lazareto. Y para cada casa infectada se nombraron dos vigilantes, escogidos entre los vecinos, encargados de evitar que nadie entrara o saliera donde hubiera un enfermo. Y cuando uno de estos vigilantes era sobornado por un miembro de una familia confinada para que lo dejara salir, era azotado públicamente. Lo que no será una cumbre de humanidad, pero constituye un reflejo de la contundencia de las medidas de las autoridades municipales para limitar la difusión de la peste.  

En varios casos los vigilantes hacían mandados para adquirir medicinas y alimentos para los confinados en sus propias casas y cuando estas personas no disponían de recursos, éstos podían venir de los magistrados distritales, del corregidor o de la parroquia local. Repitámoslo: aun en medio del torbellino de pánico y desesperanza y entre voces que asignaban aquella moría a conjunciones planetarias malignas y de influencia adversa, la maquinaria del Estado operaba con alguna coherencia y con capacidad para imponer decisiones en defensa de los ciudadanos. Las criadas despedidas por sus empleadores temerosos de contagios -debiendo ellas salir de compras con el riesgo de contraer la infección- eran contratadas por las autoridades municipales para el cuidado de los enfermos. Mismas autoridades que emitían certificados de salud que permitían a sus portadores viajar fuera de Londres. Y aparte lo anterior, que muestra instituciones dotadas de algún grado de eficacia y capacidad de hacer valer sus decisiones (aunque no siempre acertadas), Defoe nos cuenta episodios de solidaridad ciudadana como casos en que la nobleza enviaba ayudas para los pobres (tal vez para la salvación de su alma o por genuina piedad humana) u otros en que los habitantes de los pueblos aledaños llevaban vituallas a los habitantes de Londres dejándolas a cierta distancia del ingreso a la ciudad para aquellos que tuvieran las fuerzas de llegar a recogerlas.        

2. Tres siglos después en el México del coronavirus.

Es cuando el mar está agitado por huracanes furiosos que se descubre la solidez de un barco. Nuestro barco no lo es y, tal vez, nunca lo ha sido. En estos años lo hemos comprobado dolorosamente frente a una criminalidad aguerrida e impune. Y ahora, frente a este coronavirus, vuelto pandemia mundial, otra vez tenemos la ocasión de confirmarlo. Nuestro Estado aparenta una fortaleza que no tiene, como una representación teatral en la que sólo los actores principales creen ser lo que representan ser. ¿Qué significa eso? En pocas palabras: descoordinación, ineficacia, incapacidad sistémica para cumplir los objetivos declarados. Y, paralelamente, la ininterrumpida escenificación de una eficacia inexistente.

A las dos semanas de que la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia, López Gatell (subsecretario de Salud) decía que México no estaba en emergencia. Había que tranquilizar la ciudadanía. Yo no sé qué significa emergencia en el lenguaje de nuestra burocracia, pero ¿no debería haber valido un simple principio de precaución para prepararse a las consecuencias de lo que se veía venir? Y cuando la pandemia nos alcanzó, no se establecieron normas obligatorias que limitaran la circulación de las personas en las calles, en los transportes públicos y privados, el cierre de actividades que implicaran aglomeraciones y peligros de transmisión del contagio. En varios países del mundo se fijaron puestos de control en calles y carreteras exigiendo a los transeúntes y a los automovilistas que mostraran las razones de la urgencia que los llevaban a violar las normas de aislamiento. Aquí, nada. A los más, “consejos” a la ciudadanía y, como reportaron algunos medios de información, frente a actividades no esenciales que debían estar cerradas, esas mismas actividades operaban frente a la seráfica indiferencia de los policías que se encontraban en el lugar. Una excepción: las autoridades del municipio de Valle de Chalco que hicieron obligatorio el uso de mascarillas en la calle.            

En muchos países, en América Latina y en el resto del mundo, se cerraron los aeropuertos y se establecieron cuarentenas obligatorias. Aquí, nada. Otra vez, recomendaciones y disposiciones laxas como si este país estuviera protegido por la Virgen de Guadalupe o por nuestros próceres revolucionarios. Mientras tanto, para recordarnos donde estamos, la OCDE nos informa que somos el último país entre sus 37 miembros en la realización de las pruebas para detectar el Covid. Para entendernos 0.4 cada mil habitantes frente a los 23 cada mil en el promedio de de la OCDE.

Casi no pasa día sin que alguna asociación de médicos y otros operadores de la salud denuncien desorganización, falta de equipo de protección para el personal que atiende a los pacientes con Covid. Y lo peor: el silencio de las autoridades hospitalarias frente a las protestas de médicos y enfermeras. El jefe del departamento de neumología (una autoridad médica) del Instituto Salvador Zubirán declaró hace uno días que en cuestión de cuidado a enfermedades infectivas el actual gobierno resultó tan inactivo como lo fueron a su tiempo los de Calderón y de Peña. La conclusión es desconsoladora: no importa el partido al gobierno, el Estado sigue siendo el mismo. El médico en cuestión añadió que tanto el IMSS como el ISSSTE “quedaron atrás a la hora de tomar medidas” y, para no dejar dudas, concluyó apuntando un manejo político del gobierno para resaltar lo que le interesaba. Sigamos con la letanía de nuestras desgracias: el en Hospital General de Tláhuac los pacientes sospechosos de Covid fueron mezclados con pacientes positivos sin haberles realizados previamente pruebas clínicas. En el hospital del Seguro Social de Tlalnepantla las enfermeras tuvieron que comprar su equipo médico por su propia cuenta. Y un largo etcétera.  

Sin embargo, cada día por la tarde el dr. Gatell cumple el rito de su conferencia de prensa siguiendo la cual la impresión es de que todo está en orden y bajo control. Y ocurre incluso la duda de que el dr. Gatell obre de buena fe. Pero el resultado es la vulgaridad moral de la simulación, el disimulo como reflejo institucional independientemente de las personas. Ese vendaval virulento tomó por sorpresa a casi todos los sistemas sanitarios del mundo, pero en la mayoría de los casos se reconocieron errores, impreparación, falta de equipos y de personal. En México, nada de eso. La verdad es tabú. Aquí entre verdad oficial y realidad, entre Estado y sociedad se levanta una muralla infranqueable que se ha vuelto parte del paisaje y, por lo tanto, ha terminado por resultar invisible. Simulación, ocultamiento y disimulo son estilos de gobierno independientes del partido en el poder.  Ser manipulados por un Estado sin sentido del Estado es tradición antigua. Guardando todas las proporciones: una especie de estalinismo en versión mexica, donde el Estado miente (a menudo por omisión) frente a una sociedad que finge creer, fatigada y desconfiada hasta de sí misma.  

Es incluso posible que Gatell diga la verdad en sus conferencias diarias, pero su verdad es parte de una representación que esconde aquello que puede molestar un poder acostumbrado a la falta de transparencia y de contradictorio. Como una misa cotidiana que rinde culto a verdades oficiales destinadas a disimular la realidad de hospitales que no funcionan, falta de equipos (desde los más complejos como los ventiladores pulmonares hasta los más sencillos como las mascarillas), de un sistema sanitario que, aparte de las excepciones individuales, opera entre disfuncionalidades, incapacidad de autocrítica, burocratismo y opacidad. Una misa en que ni el cura cree en Dios. Y en medio de la representación, descuella la solidez de la figura presidencial, rodeada de pleitesía, adulación, vasallaje de los funcionarios y gran parte de prensa y televisión. Un Estado cuya mayor preocupación  es mostrar al mundo y a sí mismo que lo es, cuando, en realidad, es una maquinaria disfuncional, cuya mayor preocupación es mantener el presidente y su corte de allegados protegidos de la realidad y –Dios no quiera- de un debate cívico abierto.

Y no quiero ni mencionar el hijo de un alto funcionario que vende los ventiladores pulmonares a los hospitales públicos a precios desproporcionados. O las nuevas conferencias de prensa cotidianas del gobierno que, sobre varios temas, ocuparán cada día de las 6 a la 9 de la tarde. Además de la mañanera. Moraleja trivial: cuanta más disfuncionalidad institucional tanta más propaganda oficial. Cuanta más ineficacia, tantas más palabras.

Publicado en México