Nuestras cortes de los milagros
Si existo, ¿cómo puede ser esto?
Si es esto, ¿cómo puedo existir?
Víctor Hugo, Nuestra señora de París, 1831
Los ancianos, como quien escribe esto, no se caracterizan precisamente por una visión festiva y vivaracha de la existencia -propia o del mundo. Pero hay ocasiones, y válgame Dios si esta no es una de ellas, en que el mundo no ayuda. Tratando de no afligir en demasía el ánimo del eventual lector, haré un corto listado de algunas razones por las cuales uno quisiera dejar de estar inmerso (¿sumergido?) en la actualidad y encerrarse para leer aquello que por dejadez o fe irracional en la propia inmortalidad, no leyó a lo largo de su existencia. Pero volvamos a las razones del anhelo al aislamiento, entre las cuales destaca esa contemporánea, global y multicolor corte de los milagros que vuelve a los feos en Adonis y a lunáticos impresentables en presidentes de naciones poderosas.
Los americanos (como ellos acostumbran llamarse) eligieron hace ya casi 3 años como su presidente a un campeón de superficialidad, irresponsabilidad, arrogancia, egolatría, diletantismo y una transparente falta de benevolencia hacia los más desgraciados de su país y del resto del mundo. Nadie en su sano juicio se dedicaría a hacer la crónica de las estulticias proclamadas por el personaje en cuestión a lo largo de los últimos años, a menos que quisiera encontrar en ello la premonición del retroceso de la humanidad hacia etapas culturalmente más primitivas o anunciar el venidero apocalipsis como castigo divino por la enajenación colectiva del pueblo que lo eligió como su presidente. La última de las ocurrencias del susodicho es de algunos días atrás (pero a estas horas ciertamente ya habrá sido rebasada por otra igual o peor) cuando exhortó a cuatro diputadas del Partido Demócrata de su país volver al país de sus ancestros, olvidando la evidencia (para todos menos que para él, descendiente de alemanes) que Estados Unidos es un país de ancestros provenientes de otras partes del mundo. Ahora bien, lo asombroso no es el disparate racista en cuestión, lo notable es que el país no se haya venido abajo frente a tamaña xenofobia presidencial o no se haya ruborizado hasta el último fragmento de epidermis por la vergüenza de tener en su cabeza un individuo capaz de concentrar tanta vulgaridad en el espacio tan reducido de un twitt. Naturalmente hubo varias declaraciones de repudio pero, al fin y al cabo, todo terminó ahí. ¿Cuál es el punto? El punto es la adicción progresiva de un pueblo (o buena parte de él) al retroceso civil que proviene del primitivismo cultural de su propio presidente. Cada día una nueva barbaridad recibe certificado de ciudadanía como si se tratara de una obviedad escondida que sólo la autoridad presidencial podía valientemente revelar. ¿Cómo fue posible que tanta bazofia se acumulara en tantas cabezas sin que nadie se enterara a tiempo para evitar el daño que ahora es evidente? Sin que se activaran señales de alarma preventiva.
La reducción de los impuestos de 2017 no produjo el boom previsto (por la administración republicana) de las inversiones. Así que la economía avanza gracia a un déficit presupuestal acentuado por la baja de las entradas fiscales del Estado. El déficit aumenta como consecuencia de una política económica que beneficia a las grandes empresas pero no a la sociedad, y así al señor presidente no le queda más que achacar la culpa a alguien fuera de Estados Unidos que pueda asumir el papel de chivo expiatorio.
Y así, en pleno desprecio de las reglas internacionales, vamos de un ataque comercial a China a una intimidación a la Unión Europea y de ahí a un chantaje a México, a Canadá o a cualquiera que pueda ser presentado como malévolo culpable de los líos derivados de una política económica nacional irresponsable. Los mercados internacionales reaccionan con transitoria atonía o señales de retroceso de títulos o volúmenes de los intercambios. Pero ocurre algo curioso.
Uno está acostumbrado a suponer que los grandes capitales y las mayores empresas disponen de un sexto sentido que les hace percibir las señales de peligro si una economía (especialmente la de Estados Unidos) es manejada de manera errática abriendo una multiplicidad arriesgada de frentes internacionales de conflicto. Así que en un mundo racional (alguien incluso ganó un premio Nobel por sus estudios sobre las expectativas racionales) grandes empresas y poderosos fondos de ahorro deberían sentirse inseguros y revisar radicalmente a la baja sus proyectos de inversión. Y sin embargo esto no está ocurriendo. Desde hace casi tres años la economía de Estados Unidos sigue su curso y su tasa de desempleo desciende. ¿Qué está sucediendo? Que las empresas que ven reducida su carga fiscal compran sus propias acciones para dar a los mercados una percepción de salud en gran medida ficticia. Moral: frente al auge de una política de desacostumbrada irresponsabilidad, ya que la reducción de los impuestos no se ha revelado la cura mágica que los conservadores suponían, se busca corregir los desequilibrios externos a golpe de voluntarismos unilaterales que debilitan nexos de cooperación y de mutua aceptación de reglas comunes con el resto del mundo. O sea, no solamente la sociedad parece adaptarse sin grandes perturbaciones, retrocediendo hacia una antigua cultura de aislacionismo y de esporádicas llamaradas de racismo, sino que incluso los negocios prosperan sin percibir los peligros que a mediano plazo podrían precipitar el país y el resto del mundo en una recesión de consecuencias potencialmente peores a las que el descontrol financiero estadounidense produjo desde 2007.
¿No se suponía (cuando menos en la opinión científica de los economistas ortodoxos) que la economía era nuestra última barrera de racionalidad? ¿No se suponía que los individuos podemos ser, caso por caso, un tropel de enajenados de comportamientos impredecibles, mientras los hombres de negocios son la mayor ancla de sensatez y sentido de responsabilidad? Bien, a cada nueva insensatez pseudo-nacionalista de Trump los títulos bursátiles de Nueva York registran a menudo picos inalcanzados previamente. La corte de los milagros de Víctor Hugo era un espacio de engaños hacia el cual el resto de la sociedad sentía una natural desconfianza. ¿Cómo bautizar ahora una corte de los milagros que, aposentada en la Casa Blanca, es recibida por sociedad y economía con (incluso entusiasta) aprobación? Dejemos a un lado los moralismos pero ¿no hay en eso un indicio preocupante de desvarío social y económico?
Pero crucemos el océano para acercarnos a otro teatro del absurdo. Ahora estamos en la Italia gobernada por un partido de ultraderecha (la Lega) aliado con otro partido (5 Estrellas, como un hotel de lujo) que se declara post-ideológico. Hace algunos días atrás salieron a la luz las grabaciones de un coloquio entre hombres del vice primer ministro de la Lega (Matteo Salvini) y hombres de Vladimir Putin para organizar un negocio petrolero entre los dos países, lo que dejaría un sobrante que la Lega habría usado para financiar su campaña para las inminentes elecciones europeas. Un proyecto de estafa que finalmente no se cumplió. En cualquier otra parte del mundo con mayor cultura democrática, un vice primer ministro cuyos hombres de confianza negocian un fraude con Rusia con el objetivo, más o menos explicito, de debilitar a la Unión Europea de la cual hace parte, renunciaría en el acto. Sin embargo, esa clase de decencia política en el caso italiano no parece en boga. En el París de medio milenio atrás, la corte de los milagros era el lugar donde los pobres y los excluidos intentaban en todas las formas posibles (con llagas ficticias y otros artilugios destinado a producir piedad) engañar a los transeúntes más o menos acomodados. Algunos siglos después la corte se ha transferido al territorio de los gobernantes que buscan desfigurar la realidad para embaucar un pueblo que desea ser embaucado, tanto es así que la Lega, además de ser el mayor partido político italiano, sigue aumentando el número de sus potenciales votantes. ¿Cómo se sale de este laberinto? ¿Qué dice la teoría de las expectativas racionales?
¿Podía faltar América Latina en ese recuento mínimo de cortes de los milagros esparcidas por el mundo? Imposible. En algún periódico aparece la siguiente noticia: el actual presidente brasileño parecería estar pensando en la posibilidad de nombrar a uno de sus hijos como embajador en Washington. Antes de escandalizarnos recordemos donde estamos. En estas tierras el finado Hugo Chávez hizo elegir su padre gobernador de un Estado venezolano y a su mujer como miembro de la Asamblea Constituyente, en Argentina (siguiendo la mejor tradición peronista) a la muerte de Néstor Kirchner le sucedió su viuda con su propia corte de los milagros hecha de empresarios voraces, demagogos políticos y ladrones institucionales a secas, en Nicaragua la esotérica vicepresidente es la esposa del presidente, en Cuba el poder pasó de Fidel a su hermano, en México el ex presidente Fox acarició la idea de convertir a su esposa en su sucesora. Bolivia es una excepción. No sé si por falta de hijos en edad madura, de esposa o de otros parientes de confianza, Evo Morales se encamina hacia su cuarto mandato consecutivo saltándose todas las trancas constitucionales establecidas desde 2009. Y no sigo porque los ejercicios públicos de masoquismo deben tener sus límites, aunque no los tengan en la realidad. Moraleja: por estos rumbos el poder político es a menudo un asunto de familia. Así que el actual presidente brasileño está en la norma y confirma lo que ya sabíamos, o sea que por muchos aspectos, sobre todo cuando nos referimos a las instituciones, América Latina sigue atascada en alguna parte del siglo XIX.
Pensando en la política, todavía hace varias décadas atrás éramos parte del subdesarrollo, pero ahora, considerando los vientos que vienen de Estados Unidos, de Italia, y de otras partes, ya podemos considerarnos si no a la vanguardia mundial, no muy lejos de ella entre presidente mesiánicos, políticos que se consideran insustituibles y otros presidentes que son portavoces velados de antiguos predecesores que tienen un pie en el Senado y otro en un aula de tribunal y cómicos convertidos en presidentes que antes hacían reír y ahora ya no. Si viera el mundo casi dos siglos después, Víctor Hugo tal vez no podría evitar una sonrisa sarcástica. A nosotros las ganas de reír se nos han ido. Y sin embargo, ¿qué más nos queda para no encerrarnos en el desconsuelo?
Publicado en Internacional