Los dinosaurios pueden esperar
Desde hace sólo pocas generaciones -y la cosa ha empeorado año con año- nuestra existencia como especie depende del equilibrio mental de unos pocos individuos. Media docena de ellos tienen en sus manos el destino -entendiendo con eso no sólo el bienestar sino la existencia misma- de miles de millones de seres humanos y, tal vez, de la humanidad entera. Por increíble que sea, podríamos repetir la historia de los dinosauros y esta vez no por culpa de un meteorito venido del espacio sino del despropósito hecho en casa.
Si los hombres en los cuales se concentra el poder político son elegidos por sus pueblos, la supervivencia de la especie depende críticamente de la cordura de esos mismos pueblos. Y uno no sabe si alarmarse o tranquilizarse. Hubo un largo trecho de historia, en que nos podíamos permitir líderes paranoicos, incompetentes, irracionales, monomaníacos, impulsivos, coléricos, brutos, fatuamente infantiles, o moralmente incapacitados. A lo sumo (¡a lo sumo!) su encumbramiento podía costar algunos centenares de miles o millones de víctimas mortales y retrocesos civiles que podían durar generaciones o siglos. Las cosas han cambiado. Ahora un perturbado en un alto puesto de poder supone riesgos previamente inimaginables. Moraleja: como electores, como ciudadanos, como encarnación individual de nuestra especie, estamos obligados a educarnos para educar a nuestros educadores y evitar las consecuencias potencialmente apocalípticas de decisiones equivocadas. Pero, si juzgamos a partir de lo que está a la vista en el presente algo falla con preocupante frecuencia en un mundo en que un solo error, en el puesto justo, puede ser fatal.
Años atrás Guatemala eligió para la presidencia del país a un payaso (profesionalmente hablando) que, sin hacer nada de beneficio para su pueblo, tuvo el descaro -para proteger sus intereses políticos (y tal vez no sólo eso)- de interrumpir uno de los experimentos más exitosos de combate a la corrupción en América Latina con la participación de las Naciones Unidas. Y es obvio que con corrupción de por medio todos los otros riesgos se multiplican.
Entre paréntesis, la experiencia guatemalteca, antes de su reciente interrupción, le haría un gran bien a un país como México que desde un tiempo indefinible flota en la corrupción con la naturalidad de un crío en su líquido amniótico. Una corrupción enraizada en la cultura colectiva con consecuencias ruinosas en la calidad y eficacia del Estado. Volvamos a Guatemala: el pueblo de este país, deseducado por generaciones por su clase dirigente, votó por un inepto hablador y en contra de sí mismo. Llamémoslo masoquismo democrático. Lo que hace parte de una desgraciada costumbre en Guatemala y fuera de ella. Las consecuencias eran predecibles: la prolongación de sufrimientos acumulados desde tiempos lejanos: niños condenados a la ignorancia y a la desnutrición (49.8% según UNICEF), miles y miles de migrantes obligados a la odisea de cruzar México ilegalmente (con los narcos y los policías mexicanos, que conocemos, al acecho) para llegar a Estados Unidos (con la policía fronteriza de ese país, que también conocemos, y las humillaciones imaginables en una sociedad que atraviesa una etapa de auge racista), mucha gente fallecida por desatención sanitaria, ancianos dejados morir en las banquetas frente a la olímpica desatención del Estado (¿Estado?). Y dejo aquí el listado del primitivismo institucional alimentado por la ignorancia y desesperanza de electores con pocos instrumentos para distinguir entre lo malo y lo peor. Por otra parte, México votó a lo largo de 77 años por un partido que garantizó desigualdad, enriquecimientos inexplicables, una clase política impresentable y una burocracia con poco sentido del Estado. Pero pasemos a otra experiencia que muestra lo que se quiere mostrar aquí: los daños globales de una mala elección de parte de ciudadanos desconcertados o prisioneros de la urgente necesidad de algún milagro en un país infinitamente más poderoso: Brasil.
Y llegamos a Bolsonaro. La peor historia nacional que retorna. Mientras el señor presidente justificaba los militares torturadores del vergonzante pasado de su país y asistía impávido a los incendios en Amazonia, achacaba la responsabilidad de esos incendios a las ONG que querían desprestigiarlo. Todo se reduciría a una broma de mal gusto si no se tratara del mayor pulmón del planeta. Desafortunadamente no es así. Actualmente Amazonia absorbe una cuarta parte del dióxido de carbono liberado por la quema de combustibles fósiles del mundo, y lo hace en una proporción cada vez menor en los últimos años. Los brasileños han querido hacer ese regalo a sí mismos y al resto del mundo: instalar en Planalto a un tozudo reaccionario con bases morales (palabra desproporcionada en este caso) inexistentes: lo han buscado y lo han elegido con entusiasmo. Bolsonaro como Nerón que, según la leyenda, toca su lira mientras Roma es reducida en ceniza por las llamas que él mismo habría provocado. Y ahora, frente al escándalo mundial, el brasileño manda el ejército para tapar el ojo al macho. Pero Roma era “sólo” una joya invaluable, Amazonia es parte vital de nuestras posibilidades de sobrevivencia. Una diferencia obvia.
Hemos llegado a una nueva etapa de nuestra historia como especie y ya no es la de la reproductibilidad técnica de la obra de arte (Walter Benjamin) sino la edad de la destructibilidad técnicamente posible de la vida en el planeta. Lo inimaginable se ha vuelto posible. Suena apocalíptico y lo es. De acuerdo, Bolsonaro es un fenómeno de embarazoso retardo cultural sobre la historia del mundo. ¿Pero, y los casi 58 millones de brasileños (55% de los electores) que votaron por él? Ya sé que es una pregunta potencialmente irrespetuosa. Sin embargo, ¿cómo evitarla? Pudo haber sido una chifladura momentánea, pero de estos tiempos estos desvaríos pueden ser fatales. Y así, otros 58 millones de individuos se añaden a la cuenta de las variadas locuras que amenazan el mundo. Ignorancia, entusiasmo irracional o fe ciega se han vuelto, en potencia, mortalmente peligrosos. Evidentemente nos gusta jugar al borde del abismo.
Hemos vuelto al equilibrio del terror de la guerra fría con la diferencia que los actores se han multiplicado y que el terror no se reduce a la guerra nuclear sino a la devastación ambiental del planeta. Y no es sólo eso. El otro punto que ciertamente no está a nuestro favor es la calidad de los protagonistas de la actualidad. Kennedy o incluso Nixon y Bush Jr., a pesar de esto o de aquello, estaban en otras ligas respecto a un individuo, circunstancialmente presidente de Estados Unidos (60.5 millones de votos) que se levanta por la mañana con la idea de comprar Groenlandia a Dinamarca y suspende el viaje oficial a Copenhague porque los daneses le contestaron que no. Los surrealistas eran unos aficionados sin imaginación.
Volvamos al punto: el ex presidente de Guatemala y los actuales de Brasil y Estados Unidos han sido puestos en su lugar por el voto de sus ciudadanos. Ergo: algo va mal entre los ciudadanos. Trump no es el producto de un complot extraterrestre y los otros dos tampoco. Son cosa nuestra. Y eso quiere decir que estamos frente a un problema grave para el cual es difícil imaginar soluciones razonables en plazos razonables. Una típica solución consoladora (en lo que concierne a los tiempos en los cuales las soluciones son requeridas antes que el planeta se vuelva un erial sin vida) es mejorar la conciencia de los electores. ¿Y si mientras avanzamos en esta ardua tarea, Putin, Trump, Kim Jong-un, algún ayatollah, Netanyahu o quien sea, decide que ha llegado el momento de mostrar los propios músculos nucleares o de revelar que el problema ambiental es un engaño de ONG apátridas e izquierdosas?
Abriré aquí un breve paréntesis. Amlo dice que no va a declarar la guerra al narco y que va a combatir la miseria que lo alimenta. Y yo debo confesar que no entiendo porque las dos cosas deban ser incompatibles. Si Calderón usó la palabra guerra y le falló ¿habrá que eliminarla del diccionario? Salinas alguna vez debe haber hablado de inversión. ¿La eliminamos también? ¿La depuración lexical es la nueva estrategia? El problema es que la miseria en este país tiene siglos y no parece probable que su solución sea asunto de corto plazo, mientras tanto los narcos matan en promedio cien personas al día (lo que en términos anuales es más que todo el terrorismo a escala mundial) y envenenan sociedad e instituciones que ya desde antes no gozaban de cabal salud. ¿Hay alguna posibilidad que la demagogia justiciera compense respuestas institucionales ilusorias? Sin considerar que una clave ineludible consiste en el control del movimiento del dinero. Ahí es donde hay que golpear con eficacia y continuidad, como el juez Giovanni Falcone había entendido casi cuatro décadas atrás en Sicilia. Pero, para eso, se requiere voluntad política y personal altamente especializado además de jueces igualmente capacitados y honestos. Dicho lo cual, la tarea parece virtualmente imposible; una batalla perdida de antemano. Pero una cosa es segura: si para derrotar a los narcos en México tenemos que esperar la eliminación de la pobreza, habrá que acostumbrarnos a que este país siga siendo una carnicería a cielo abierto. El moralismo de algunos tiene una curiosa característica: es barato discursivamente y costoso en la realidad.
En el terreno ambiental vale lo mismo. No hay tiempo para esperar que Trump, Bolsonaro (e incluso dirigentes políticos serios pero pusilánimes en promover iniciativas fuertes contra el deterioro del medio ambiente) entiendan la gravedad del problema. Viene la nostalgia de tiempos idos cuando la juventud era capaz de enfrentar la barbarie de su tiempo. Valdría la pena volver a leer (o leer por primera vez tratándose de los jóvenes) Los ejércitos de la noche de Norman Mailer, donde se describe el momento en 1967 cuando centenares de miles de jóvenes hicieron un cerco alrededor del Pentágono en Virginia en protesta contra la guerra de Vietnam. Y muchos de ellos quemaron públicamente sus cartillas de reclutamiento. Había de todo: hippies, pacifistas radicales, trotkistas, organizadores sindicales, feministas, el Dr. Spock conocido por cada mamá de Estados Unidos, el poeta Robert Lowell, el mismo Mailer, jóvenes y menos jóvenes que bailaban, hacían ritos propiciatorios al son de tamboriles para que la mole gigantesca del Pentágono se elevara disolviéndose en el aire, rebasaban los cordones de seguridad de las fueras militares, tomaban por asalto los muros perimetrales del edificio, bailaban, cantaban, fumaban marihuana y oponían resistencia pasiva a las agresiones policiacas y decenas de otros actos de imaginación y talento colectivo de una generación que, entre geniales tonterías, supo estar a la altura de su tiempo.
Nuestros problemas actuales son potencialmente peores que los de la guerra de Vietnam, pero nuestras respuestas son infinitamente más débiles. Ha vuelto la hora de engendrar de nuevo una amplia masa moral enfrentada a los nacionalistas al poder, a los irresponsables que amenazan el holocausto mundial, a las industrias armamentistas o altamente contaminante, a las finanzas que lucran con la destrucción del planeta y a costumbres y comportamientos ciudadanos que se han vuelto insostenibles para el bienestar colectivo. La forma mejor de educar a los desatentos ciudadanos es dando ejemplos de resistencia civil, de crítica de masas contra la barbarie y la inercia irresponsable que nos rodea del punto de vista ambiental y nos amenaza del punto de vista nuclear. Esperar que la gente se eduque lentamente o que la miseria se disuelva poco a poco son laudables y buenos propósitos (cuando no son palabrería populista) y al mismo tiempo son actos de virtuosa ineptitud. Los dinosaurios deben y pueden esperar.
Publicado en Internacional