La incertidumbre y el miedo (entre Trump y Biden)

9 noviembre, 2020

Una premisa obligada: el júbilo desbordado de muchos estadunidense que bailaban y cantaban en las calles en los días pasados corresponde al regocijo de muchos habitantes del mundo frente a una pesadilla que de pronto se disuelve. Y sin embargo hasta ahora el gobierno mexicano, junto con China y Rusia, aún no felicita a Biden por su victoria. Estamos en una bonita compañía. ¿Alguien tiene una explicación racional en lo que nos concierne, excluyendo el fingido legalismo leguleyo esgrimido por la máxima autoridad en un país donde las leyes no son mucho más que palabras en el papel o son torcidas a uso del hombre de poder en turno? Cierre de la premisa.

A partir de la Edad Moderna todo tiempo puede considerarse tiempo de incertidumbre. ¿Por qué, entonces, asignar la patente de incertidumbre al tiempo presente? Por varias razones, muchas de las cuales quedaron en evidencia en las recientes elecciones presidenciales en Estados Unidos. Porque en el presente un conjunto de cambios no sólo se aceleran sino que adquieren dimensiones mundiales y se combinan mostrando la insostenibilidad de muchos aspectos del actual sistema de vida, del comportamientos de empresas privadas e instituciones públicas. Estamos en el medio de una revolución tecnológica que está cambiando formas de vida y de trabajo, de una aceleración demográfica que llevará la población mundial de los actuales 8 mil millones a (según estimaciones conservadoras) 11 mil millones para fines del siglo, cuando se supone que el impulso decrecerá creando un nuevo problema global, el envejecimiento de la población planetaria. Estamos en los inicios del debilitamiento de la hegemonía mundial de Estados Unidos frente a los primeros pasos de un futuro protagonismo mundial de China y navegamos sobre las olas encrespadas de una globalización que cuestiona la capacidad de conservar autonomías y soberanías nacionales. Y frente a este cuadro en movimiento, como si estuviéramos pisando una superficie estremecida por un temblor sin fin, la reacción de gran parte de la humanidad es el desconcierto y el miedo. Para mucho es el temor de no poder conservar el nivel de vida adquirido y para otros es la amenaza hacia su precaria subsistencia frente a cambios climáticos que producen desertificación y eventos climáticos catastróficos.

La incertidumbre alimenta el desasosiego que crea una predisposición colectiva a encumbrar líderes que prometen congelar la historia y regresar a viejas certezas, incluyendo los prejuicios bendecidos por la tradición.

La pregunta que muchos observadores se hacen en estos días es esta: ¿cómo es posible que después de cuatro años de una presidencia Trump hecha de xenofobia, racismo y machismo malamente solapados, de vulgaridades e improvisaciones humorales, de reducción de impuestos para los ricos, de hostigamiento contra el orden multilateral del mundo (y, en especial, contra Europa occidental), de admiración disimulada hacia autócratas como Putin y un largo listado de irresponsabilidades y disparates, todavía poco menos de la mitad de los estadunidenses adultos hayan votado (con un inquietante entusiasmo) por un individuo inestable, ególatra y con una patológica propensión a mentir?

Gran parte de la explicación reside, como se dijo, en el miedo frente a un presente que cambia aceleradamente amenazando condiciones de vida adquiridas, lo que hace atractivos líderes políticos que en otros momentos habrían sido impresentables. Agrupemos someramente estos temores productores de locura (o algo similar) en tres categorías.

En primer lugar está la globalización que supone inseguridad en el trabajo, temor de que la lucha contra la contaminación y a favor de energías limpias suponga la pérdida de trabajos asociados a la explotación y al uso de los hidrocarburos y el deterioro de la posición relativa de las clases medias. Veamos algunos datos acerca de este último aspecto. Entre 1970 y 2018 la cuota del ingreso nacional absorbido por las clases medias de Estados Unidos sufrió un derrumbe pasando de 62 a 43%. Mismo periodo en que las clases altas pasaban de 29 a 48% del ingreso nacional y las clases bajas, de 10 a 9%. En el mismo periodo y en el mismo país las clases medias se contrajeron de 61 a 52% de la población. Con toda evidencia, en el último medio siglo las clases medias han estado bajo un ataque continuo. Y lo mismo ocurre con las clases bajas que, en el periodo en cuestión pasan de 25 a 29% de la población mientras se contrae su cuota de participación en el ingreso nacional. Entendámonos: muchos se han beneficiado de la globalización y el cambio tecnológico, pero, al mismo tiempo, muchos más han tenido que enfrentar un impacto negativo tanto en sus ingresos como en la seguridad de sus puestos de trabajo. ¿Qué produce todo esto sino malestar y temor para la propia familia y el futuro de los propios hijos? ¿Cómo asombrarse que la preferencia por Trump haya expresado una búsqueda desesperada de que el tiempo retroceda tanto en términos de seguridad laboral como de certezas arcaicas que para muchos toman la forma de supremacismo, machismo, racismo, nacionalismo exasperado y demás ismos tóxicos? Frente a un mundo que se vuelve amenazador y, en gran parte, incomprensible, para muchos resulta atractivo encerrarse en una fortaleza artillada a protección de una paranoia que, sin embargo, tiene bases objetivas y no es una simple enfermedad del espíritu.               

Un segundo factor que fortaleció a Trump en el pasado y está destinado a mantener una fuerza considerable en el futuro es el sentido de una identidad blanca amenazada tanto por los negros, que cíclicamente levantan sus protestas contra el racismo subyacente en la sociedad americana, como contra las poblaciones hispánicas inmigrantes o que ya viven en Estados Unidos. Los “latinos” ya son la primera minoría racial de Estados Unidos. Volvamos a los números: en la actualidad poco menos de 19% de la población de Estados Unidos es de origen hispánico; los negros representan poco más de 13% frente a una población blanca cuyo porcentaje se reduce paulatinamente y que hoy se sitúa en un 60%. Obviamente las categorías raciales son aproximaciones con un alto margen de imprecisión, ya que, por ejemplo, una parte importante de los hispánicos son blancos y otras partes son negros y mestizos. Obviamente, no todos los blancos son anglo-sajones. Así que no asombra que haya resistencia frente a los flujos de inmigrantes no sólo de parte de los blancos, que ven su supremacía racial cuestionada, sino incluso de hispánicos que ven en la inmigración de gentes de su mismo origen una competencia en sus puestos de trabajo y una presión sobre sus condiciones de vida. Y de pronto los muros se vuelven atractivos a los ojos de muchos.  

Un tercer elemento que debe considerarse es el sentido de centralidad estratégica de Estados Unidos amenazado sobre todo por el crecimiento económico, tecnológico y militar de China y, parcialmente, de India. Hay aquí un orgullo nacionalista que se siente bajo presión y se expresa en formas contradictorias. Por un lado, la voluntad de conservar la centralidad mundial de Estados Unidos. Por el otro la tentación de desligarse de viejos compromisos internacionales a través de un nuevo proteccionismo y menores compromisos  multilaterales. En los dos casos, el punto central es detener el crecimiento chino. Y aquí también, Trump ha sido la encarnación de una tentación aislacionista (recurrente en la historia del país) que podría no desaparecer con su actual derrota.   

Trump ha representado y seguirá representando la certeza de que el multilateralismo comercial y diplomático y los compromisos militares en varias partes del mundo han debilitado la potencia y el bienestar americanos. Y de ahí viene la tendencia a encerrarse en un pasado hecho de unilateralismo y de valores agresivamente conservadores. En este sentido el presidente ahora derrotado encarna un enroque en viejos prejuicios internos y en una voluntad de desligarse de compromisos globales (como en el caso de los temas ambientales) que limitan una incondicionada libertad de movimiento. Trump ha representado y representa la idea de que la respuesta a los problemas del presente está en el pasado. Una falsa certeza que requiere mentiras sistemáticas para poderse sostener. Con Biden, Estados Unidos regresa a la realidad, al reconocimiento que los problemas nuevos requieren respuestas inéditas para controlar el cambio climático, para enfrentar el reto de una sociedad cada vez más multiétnica, para evitar que la globalización siga polarizando la sociedad americana entre pocos ricos y muchos nuevos pobres. A pesar de su tradición liberal conservadora, Biden está condenado a experimentar soluciones novedosas, mientras Trump podía encerrarse en lo peor del pasado y glorificarlo como panacea identitaria.

Una de las mayores incógnitas es si el partido republicano sabrá desligarse de Trump sabiendo que alrededor de él se mantiene un alto grado de adhesión (e incluso de entusiasmo) de millones de ciudadanos. La otra incógnita reside en la capacidad de Biden para evitar que una sociedad multiétnica se vuelva un polvorín de conflictos raciales y evitar que globalización e innovación tecnológica sigan reduciendo el peso específico de las clases medias. Incógnitas gigantescas que no están necesariamente destinadas a despejarse en forma positiva en los próximos años. Biden necesitará una mezcla de audacia y lucidez que no crece en los árboles. La nostalgia del pasado es siempre más fácil (como confirma también el México de hoy) que experimentar caminos novedosos y acordes con los tiempos.         Lo positivo del momento actual es que Estados Unidos y el mundo se han liberado de un personaje estrafalario para quien democracia y multilateralismo no eran mucho más que palabras; para quien el deterioro de la sostenibilidad ambiental del planeta era un asunto virtualmente irrelevante. Con Biden, se regresa a la realidad y a las difíciles opciones que impone. Pero habrá que recordar una lección antigua: el miedo produce monstruos.

Publicado en Internacional