Democracia, desarrollo y bienestar
La relación entre democracia, desarrollo y bienestar es asunto erizado de espinas al interior de un laberinto histórico que no permite lecturas unívocas. Sin embargo, a pesar de todo, algunas cosas son razonablemente claras. Si miramos a Asia oriental (desde la Restauración Meiji en el Japón de 1868 a la China de Deng Xiaoping en 1978) es evidente que la democracia no ha jugado en esta parte del mundo un papel desencadenante (ni concomitante) en los procesos acelerados de crecimiento económico experimentados en la región. Sistemas políticos autocráticos sostuvieron aquí experiencias de desarrollo explosivo que (excluyendo a China) crearon posteriormente las condiciones para la democracia, como ocurrió en Corea del sur, Taiwán, Singapur, Japón y un intento democrático que sigue en vilo y bajo constante amenaza en Hong Kong. Simplificando, podría pensarse en una línea de causación que va del autoritarismo político (pero con Estados de sólidas raíces históricas y socialmente creíbles) al crecimiento económico y de ahí a la difusión de un bienestar que terminó por establecer las condiciones de sociedades e instituciones de perfiles democráticos.
Sin embargo esa secuencia lógica, donde cada logro es resultado del anterior y condición del siguiente, parecería valer sólo en esa región del mundo. Fuera de ahí (y con la parcial excepción prusiano-alemana a fines del siglo XIX), no hay en el resto del mundo experiencias de salida del atraso sino a través de formas políticas democráticas. Se pone así la siguiente cuestión: ¿Por qué vale en una parte aquello que no vale en el resto del mundo? Podrían formularse a este propósito algunas hipótesis que, sin embargo, ahorraremos al lector en esta ocasión. Limitémonos a los hechos: en el lejano Oriente, el autoritarismo político ha sido en distintos momentos en el curso del último siglo y medio factor de desarrollo y de emancipación del atraso, y en las fases avanzadas de estos procesos se abrieron las puertas a sistemas políticos cada vez más democráticas. En Occidente (con la excepción mencionada), la historia deja pocas dudas: sin democracia no hay desarrollo de largo plazo ni consolidación de sociedades con altos niveles de bienestar. Alrededor de lo anterior pueden elaborarse multiplicidad de teorías o actos de fe ideológicos, pero que las cosas estén así no puede haber duda razonable.
Sin instituciones públicas democráticas, eficaces y con adecuados márgenes de credibilidad social, pueden ocurrir episodios de desarrollo económico durante periodos determinados y, sin embargo, estos momentos de vitalidad económica no terminarán por consolidarse en sociedades con altos grados de bienestar. Los ejemplos son tan numerosos que no vale la pena su mención aquí. Síntesis: fuera de Asia oriental, sin democracia, como presupuesto histórico (aunque esa condición se refuerce en el tiempo con la difusión de condiciones de bienestar social), no hay ni crecimiento económico ni bienestar social de largo plazo. Podemos construir carreteras, represas, infraestructuras modernas e incluso crear empresas productivas con cierto grado de avance tecnológico y capacidad competitiva internacional, además de capacitar mejor a los trabajadores, pero, a la larga, de la fuerza gravitatoria del atraso no se sale. En otros términos: el atraso puede modernizarse pero, sin democracia, no se supera, así como cualquier especie animal o vegetal puede cambiar algunos de sus rasgos en el curso del tiempo siguiendo, en la sustancia, igual a sí misma.
¿Cuáles son las razones lógicas (la historia es siempre más compleja de cualquier predicción racional moviéndose entre necesidades nunca transparente y accidentes siempre impredecibles) por las cuales la democracia es el prius de un desarrollo capaz de crear sociedades con altas, y permanente, condiciones de bienestar? Me atrevería, en una extrema concentración de argumentos, a mencionar tres elementos mayores.
Primero: democracia significa construcción de reglas consensuadas y estables (donde lo segundo es consecuencia de lo primero) capaces de dar seguridad a los inversionistas sin la movilización (sectorial y territorial) de cuyos capitales no se crean ni riquezas ni empleos que puedan vencer el atraso tecnológico y reducir drásticamente las grandes masas que subsisten precariamente entre desempleo y subempleo crónico.
Segundo: democracia supone capacidad de organización social independiente del Estado para conseguir mejores salarios y mayores derechos sociales gracias a los cuales aumenta la conciencia ciudadana y se amplían los mercados con necesidades inéditas que estimulan las inversiones en nuevas tecnologías y nuevos productos.
Tercero: democracia implica vigilancia colectiva sobre las instituciones para evitar que sean presa de decisiones descabelladas que pueden satisfacer el ego del gobernante de turno y crear rentas de posición asociadas a privilegios de una burocracia cortesana sin fiscalización social.
Eso es la democracia: reglas negociadas, organización social independiente y control colectivo de las instituciones.
Ampliemos la mirada. Confucio decía que la primera obligación del gobernante es crear las condiciones del bienestar de las mayorías sin el cual la esencial educación de los ciudadanos (en su tiempo, súbditos) es un flatus vocis. El antiguo sabio chino tiene razón desde do milenios y medio: ¿cómo puedo cumplir con mis obligaciones y responsabilidades ciudadanas si mi impelente prioridad es alimentar a mi familia, si mi preocupación dominante es darle un techo y ropa para cobijarse? La conciencia de ser parte de un conjunto humano con deberes y derechos pasa inexorablemente a secunda línea frente a la pulsión vital de la sobrevivencia. La democracia no puede funcionar en sus mejores condiciones sin educación colectiva. Una población dominada por miedos acerca de su seguridad, por prejuicios, fanatismos e intolerancia no puede participar al debate cívico sin el cual toda sociedad retrocede necesariamente hacia la nostalgia del jefe providencial en el cual el pueblo disuelve su capacidad de ser factor plural y activo de su propia existencia.
Sociedades desgarradas y exasperadas por la pobreza y la desigualdad, por miedos (racionales o irracionales), por ofuscaciones ideológicas derivadas de una ignorancia productora de convicciones graníticas, encumbrará en la cabeza de las instituciones a individuos destinados a debilitar la democracia como ha ocurrido en nuestro tiempos con los ayatollah en Irán, con Orban en Hungría, con Trump en Estados Unidos, con Putin en Rusia, con personaje atrabiliarios como Chávez o Maduro en Venezuela, con (años atrás) Berlusconi en Italia o con… y aquí debería seguir una larga lista de gobernantes racionalmente impredecibles que, surgidos de la ignorancia colectiva, la reproducen en mayor escala. Una historia de vergüenzas colectivas que no termina. Ahí está el fracaso mayor del comunismo después de décadas de dominio ilimitado en varias sociedades. Una vez liberadas del absolutismo totalitario, estas mismas sociedades no eligen hombres o mujeres dignos de una cultura democrática sino, en la mayoría de los casos, individuos sin una fuerte adhesión cultural a las normas de la convivencia democrática. Moraleja: dictaduras y populismos en su desesperante variedad no educan a la población a una futura democracia sino lo contrario. Ser súbdito acostumbra a seguir siéndolo, aunque sea en formas cambiantes. La inercia puede alterar sus modalidades, pero difícilmente se rompe. En la historia contemporánea hay algunas excepciones, pero, bien miradas las cosas, eso son, excepciones.
Hemos hablado de Confucio y aun a riesgo de caer en una insufrible pedantería necesito referirme a otro pensador clásico casi contemporáneo del chino pero en otra parte del mundo: Platón. En Gorgias, uno de los Diálogos del discípulo de Sócrates, el pensador ateniense manifiesta su clara antipatía hacia los políticos de su tiempo y del pasado. Y en esta aversión están incluidos Pericles, Milcíades y Temístocles. Todos ellos en algún momento gozaron del apoyo de la mayoría de los ciudadanos de Atenas. ¿Por qué, entonces, el rechazo hacia ellos? Porque, dice Platón, a pesar de haber “colmadola ciudad] de puertos, arsenales, murallas” no aportaron nada para educar al pueblo a la democracia y sólo condescendieron con sus pulsiones ennoblecidas por la tradición para conseguir su aprobación a través de una retórica que acariciaba prejuicios y pasiones dominantes. Traduzcamos: democracia no es adular el pueblo siguiendo sus fervores e ilusiones sin sustento, sino educarlo al autogobierno, o sea al debate cívico, a la confrontación plural de opiniones por medio de las cuales los individuos amplían su visión del mundo, multiplican sus opciones y se educan a la convivencia civilizada entre diferencias que no se convierten en ocasiones de cerrazón recíproca y, a final de cuentas, en justificaciones para delegar a un individuo la tarea de gobernar a todos en nombre de su pretendida superioridad moral.
Para Platón gobernar es una tarea mucho más compleja que construir “naves y arsenales”, sino que supone la creación de extensas redes de aprendizaje civil colectivo, lo que, volviendo a la actualidad, sólo significa cultivar en la sociedad al respeto de las leyes y, contemporáneamente, a la convivencia de diferencias que no pueden ni deben ser satanizadas a través de juicios ideológicos sumarios del gobernante en busca de fáciles consensos surgidos más de una cultura vinculada al pasado que de una proyectada a la busca de nuevas respuestas de cara al futuro.
Ciertamente gobernar supone convencer a la mayoría, pero si esto implica el uso sistemático de una demagogia destinada a reforzar el poder discrecional de uno sobre todos (además de triquiñuelas legaloides), la democracia, aunque sea en nombre de la mayoría, retrocede en lugar que avanzar. Y con una democracia enferma de mesianismo (o sea de renuncia a la propia creatividad), las colectividades pierden confianza en la certidumbre de las normas y en su capacidad de hacer valer sus necesidades y derechos sin represalias de parte del poder político. Así es como desarrollo y bienestar se alejan en el horizonte convirtiéndose en materia de una palabrería insulsa que no mejora ni la calidad de la vida de las personas ni su capacidad para escoger líderes responsables y con sentido democrático del Estado.
Demagogia y propaganda sistemática pueden conquistar votos pero no alimentan capacidad de gobierno en el sentido del desarrollo de la educación social a la democracia ni tampoco en el sentido de responsabilidad de funcionarios públicos endurecidos en la impunidad. Gobernar supone aprender en la marcha, disposición a reconocer y corregir los propios errores, confrontarse con una ciudadanía libre de expresar sus demandas. Sin eso es un patético teatro de simulaciones donde la realidad imaginada por el poder toma el lugar de la realidad real en que viven los ciudadanos.
Y que cada quien decida si lo anterior tiene o no algo que ver con la actualidad mexicana.
Publicado en Internacional