Cuatro anotaciones sobre Ucrania

19 abril, 2022

Con Rusia encaminada a reconstruir su antigua área soviética de influencia, no es necesario ser tremendistas para reconocer el peligro que la humanidad pueda acercarse en estos momentos a su tercera, y muy probablemente última, guerra mundial. Resulta evidente así que los regímenes autoritarios no son una amenaza sólo para los pueblos que los sufren sino para todos. Si un país renuncia a la fuerza equilibradora del conflicto democrático regulado por leyes y asigna a un solo individuo todo el poder, los desvaríos de uno se vuelven fuentes de despropósitos colectivo. La obscena guerra desencadenada por Putin contra Ucrania es ocasión para apuntar algunas observaciones. 

1. Aun cambiando nombre e ideología oficiales, Rusia sigue siendo un coágulo autoritario que, sabiendo ser (sobre todo: haber sido) un admirable unicum cultural, se resiste a integrarse al resto del mundo confrontando críticamente su historia con los valores democráticos y liberales que, desde el siglo XIX, han acompañado los mayores logros de bienestar en los países más avanzados del mundo. Rusia es un caso de nacionalismo patológico y compartir su historia con la historia de Occidente sería, a los ojos de sus autoridades de ayer y de hoy, una derrota civilizatoria. Y así, en nombre de su orgullo identitario, cuando menos desde el siglo XIX el país es una reserva de receloso conservadurismo que gravita sobre Europa usando su cultura y la religión ortodoxa (Moscú tercera Roma) como pantallas para justificar el amarre a un tiempo que ha sido superado en gran parte del mundo. Que la vida del país esté persistentemente salpicada de déspotas no expresa una mala suerte circunstancial, sino una inercia histórica que se reafirma en una tierra donde la democracia nunca ha arraigado y la autonomía social frente al Estado siempre ha sido una anomalía que alimenta desconfianza de la sociedad en sus propias capacidades y un agresivo, especular, recelo hacia todo aquello que se mueve en la sociedad sin ser objeto de control de la autoridad política. Haber estado al margen de los mayores avances sociales y políticos del mundo por tanto tiempo (antes en nombre de la Santa Madre Rusia y después del laboratorio comunista de la sociedad futura) ha instilado en el espíritu nacional una reacción compensatoria que trastoca el propio atraso en una jactancia nacionalista que hace de Occidente un bloque conspirativo que amenaza su íntima, inviolable, identidad. La paranoia justifica así cualquier déspota que se presente como encarnación de los valores de la Rusia profunda contra un mundo hostil que los desafía. No asombra entonces ni que Putin tenga más de 80% de aprobación en los momentos en que invade un país vecino poniendo el mundo al borde de un choque nuclear, ni que el patriarca ortodoxo Kirill convierta la invasión de Ucrania en una especie de guerra santa.

2. Frente a ese expansionismo imperial libre de todo complejo de culpa se yergue la resistencia heroica (uso el adjetivo sin la menor intención retórica) del ejército y de las milicias voluntarias ucranianas contra la aplastante superioridad militar rusa. Recordemos los números. La población rusa es más de tres veces superior a la ucraniana y los gastos militares rusos son cinco veces mayores. A pesar de lo cual, después de casi dos meses de lucha, Ucrania ha hecho retroceder, con graves pérdidas, a los rusos en varios frentes y presentando una resistencia, organización y capacidad de sacrificio que recuerdan, por la desproporción de las fuerzas en campo, una historia que va de las Termópilas a la guerra de Vietnam.

La armada rusa esperaba ser acogida con vítores de parte de los ucranianos; o sea, el Kremlin terminó por creer en su propia propaganda y frente a la resistencia incluso de la población de lengua rusa reaccionó con una rencorosa crueldad bombardeando edificios civiles, asesinando, torturando y cometiendo actos de barbarie contra ciudadanos indefensos. Como en la ciudad de Bucha donde centenares de civiles han sido asesinados, violentados y cuyas pertenencias saqueadas como si se tratara de un legítimo botín de guerra. De un solo golpe Europa regresa a una bestialidad de siglos olvidados y que recuerda a las invasiones mongolas del siglo XIII. Y frente a la evidencia, el gobierno ruso intenta liberarse de la condena mundial aduciendo lo increíble: que los ucranianos asesinaron a sus propios conciudadanos para desprestigiar el glorioso ejército ruso que tantas pruebas de humanidad dio en Afganistán y en Siria.   

Sin disponer del menor fundamento que justificara la invasión de un país vecino e independente, Putin inventó un motivo surrealista: desnazificar a Ucrania, un país democrático con elecciones libre, sin represión política, pluralista y liberal. Exactamente todo aquello que Rusia ni es ni nunca ha sido. Y así, en la ola de una desvergüenza que se siente impune, lo blanco se vuelve negro y a fuerza de repetir una mentira descarada, una población rusa que sólo recibe información censurada termina por creer todo aquello que proviene de una aceitada maquinaria de propaganda que ni usa la palabra guerra para indicar la agresión a un país independiente e inventa el hipócrita sucedáneo de operación militar especial. La realidad es removida con un pequeño artificio lexical y quienquiera que en Rusia se atreva a usar la palabra guerra se enfrenta a una condena de cárcel de varios años. La verdad y la realidad son removidas y la mentira diseñada en los cuartos de los servicios de seguridad ocupa todo el espacio público donde encontrará millones de ciudadanos que descubren, como en tiempos soviéticos, que la verdad no puede ser pronunciada y donde una parte de la población finge creer en la propaganda o se entrega pasivamente al chantaje nacionalista de la Gran Rusia amenazada por el mundo entero. Con lo cual cualquier barbaridad queda justificada en nombre del sacro ideal patriótico.      

3. Recapitulemos: de un lado tenemos un país gobernado por un autócrata que encarcela o envenena a sus opositores y que agrede impunemente una nación libre con la bendición de la mayoría de su pueblo y de su iglesia oficial. ¿Cómo no pensar en la Alemania nazi que invade Checoslovaquia y Polonia con el apoyo de un pueblo exaltado por su voluntad de potencia? Del otro lado, la inesperada resistencia de una nación dispuesta a pagar un precio altísimo por la defensa de su libertad. Y en el resto del mundo una mayoría más o menos indiferente y la mezcolanza de distintas minorías en la frontera entre lo patológico y lo esotérico. Varios sectores de izquierda de nostalgias autoritarias se declaran a favor de Putin (como el Partido del Trabajo mexicano para quien, en un ejercicio de macabro folklore, Kim Jong-un es un campeón de democracia) conjuntamente a una extrema derecha soberanista (Le Pen en Francia) que también está atraída por un gobierno ruso autocrático y liberticida. Y para completar el cuadro, grupos pacifistas favorables a Ucrania, pero contrario al envío de armas de parte de las democracias occidentales a los combatientes ucranianos. O sea, para aclarar los términos de la cuestión, pacifistas a favor de Ucrania a condición de que sus ciudadanos se entreguen maniatados a sus agresores. Lo que significa olvidar lo elemental: si los rusos (frente a la resistencia ucraniana) terminan la guerra se abren las puertas de la paz, pero si los ucranianos dejan de combatir desaparece Ucrania. Ultraderecha y ultraizquierda unidas y pacifistas que hacen de la rendición frente a un dictador brutal un signo de coherencia con los principios de la no violencia. Y que alguien intente entender esa feria de disparates, mientras Putin apoya a la derecha europea (como antes a Trump) para desmembrar la Unión Europea. Y México que, en nombre de la no injerencia, no envía armas a los ucranianos, exactamente como Francia e Inglaterra durante la guerra civil española, lo que favoreció la victoria del fascismo que apesadumbró la vida de millones de españoles por cuatro décadas. En la Segunda Guerra Mundial los envíos aéreos de armas aliadas a los partisanos italianos y rusos fueron esenciales para dar a los combatientes de esos países las condiciones materiales para defenderse y afirmar su dignidad ante el nazi fascismo. Una lección hoy olvidada por demasiadas almas cándidas que prefieren apegarse a sus principios abstractos o a su histerismo ideológico en lugar que aceptar las consecuencias ineludibles de una realidad dramática.

4. Putin ha puesto las democracias mundiales frente a una disyuntiva fatal. Apoyar con suministro de armas al ejército ucraniano alimenta una tensión que puede escalar de una confrontación militar indirecta a una directa con las consecuencias apocalípticas consiguientes. Por el contrario, mirar al otro lado y dejar que la superioridad militar rusa termine por imponerse en Ucrania abre el camino a una amenaza de largo plazo sobre Europa y las democracias del resto del mundo. Lo que significaría vivir con miedo de aquí en adelante y crear las condiciones para que el éxito de Putin sea imitado por otros dictadores y autócratas en potencia en distintos rincones del planeta. ¿Qué hacer? Ninguna de las dos opciones parecería aceptable en su excluyente autonomía, de tal manera que no queda más que una posibilidad: moverse con una mezcla de cautela y de firmeza en el sendero estrecho entre la necesidad ética y estratégica de apoyar (con armamentos y ayuda humanitaria) la democracia ucraniana y, al mismo tiempo, no cerrar las pocas, pero esenciales, ventanas diplomáticas que puedan conducir a una paz negociada.

El retardo social y democrático ruso regaló al mundo, después de una secular monarquía absoluta, un régimen despótico que, en un sombrío teatro de simulaciones y autoengaños no tuvo vergüenza en definirse socialista. Hoy el mismo país nos ofrece otra versión de autocracia que amenaza la paz y la existencia misma de la humanidad. Ya sé que la democracia no se exporta. ¿Se puede entonces permitir que se exporte la dictadura? 

Publicado en Internacional