Cien años del Partido Comunista Italiano (Enseñanzas tardías)

22 enero, 2021

Cuando faltaba poco para que se cumplieran dos siglos de la Revolución Francesa, alguien le preguntó a Zhou Enlai qué pensaba de las consecuencias de este hecho histórico. Su respuesta, en una mezcla de confucionismo y taoísmo, fue que todavía era temprano para formular un juicio. Algo similar vale, hoy, frente a la necesidad de hacer un balance de la aventura histórica del comunismo como intento de superación revolucionaria del capitalismo. Por un lado, el fracaso es evidente ya que en más de un siglo desde la Revolución Rusa, en ningún país se cumplió la promesa comunista de construir una sociedad más próspera y democrática que la sociedad “burguesa”. Sin embargo, siendo que  pocas cosas en nuestras vidas son tan sencillas como quisiéramos, en varias partes del mundo, hombres y mujeres que se decían comunistas dieron con sus luchas y, a menudo, con el sacrificio de sus vidas, un aporte positivo a la mejora en las condiciones de vida de los trabajadores. Reconozcamos, entonces, la complejidad: donde llegaron al poder los comunistas hicieron retroceder la historia hasta incluso la formación de dinastías familiares en el poder y crearon regímenes totalitarios con todo e Inquisición en nombre del proletariado. Donde no llegaron al poder, contribuyeron en varias ocasiones a hacer avanzar los derechos sociales y las condiciones de vida de las mayorías.  

La crítica de un sueño convertido en pesadilla no debe hacer olvidar que, a pesar de sus certezas vueltas una forma de religiosidad laica, los comunistas dieron una contribución determinante a la derrota del nazi-fascismo, de varias dictaduras esparcidas por el mundo (salvo, repitamos, crear otras cuando tuvieron la oportunidad) e hicieron avanzar la conciencia de derechos sociales negados junto con la capacidad de luchar por ellos. El balance resulta inevitablemente enmarañado haciendo imposible un juicio moral unívoco. Entre aciertos y errores, Zhou Enlai era un sabio. 

Lo que no impide reconocer que, afortunadamente, una época histórica se ha cerrado y que la idea de superar el capitalismo con un acto de ruptura revolucionaria fue una ensoñación escatológica alimentada por el marxismo que se creyó ciencia de la historia pasada, presente y futura: una presunción idealista disfrazada de materialismo. Creer que una sociedad pueda brotar de una idea equivale a creer que las comunidades humanas pueden prescindir de su historia. Kolakowski tiene razón cuando subraya que la socialdemocracia (sin grandes ambiciones filosóficas de reconstrucción radical del mundo) prosperó donde el socialismo reflejaba las aspiraciones concretas de la clase obrera, mientras el comunismo, con su pretensión de anunciar el destino último de la humanidad, prevaleció donde el movimiento obrero cayó bajo la influencia determinante de los intelectuales. Mismos que no tuvieron graves dificultades en mudar la voluntad de liberación en sofisticadas (o menos) justificaciones de nuevas formas de opresión con la correspondiente negación de todas las libertades ahora menospreciadas como burguesas. 

Pero vayamos al Partido Comunista Italiano. ¿Por qué hacerlo? Por tres razones. La primera es que el 21 de enero se acaban de cumplir cien años de su fundación y la fecha obliga a la memoria. La segunda es que el PCI fue por décadas el mayor partido comunista de Occidente. La tercera es que no se trató sólo de una creación artificiosa de la III Internacional (fundada en Moscú en 1919, como pretendido partido mundial del proletariado), sino que fue un partido con sólidas raíces populares que llegó a captar los votos de una tercera parte de los electores. Mucha gente concreta creyó en él y dio lo mejor de sí misma en su organización y luchas mientras, al mismo tiempo, creía que la URSS era la encarnación de un futuro deseable. En su largo recorrido fue, inicialmente, un partido revolucionario sin posibilidad alguna de éxito, y después un partido reformista con fatigados resabios revolucionarios.   

Vayamos a los orígenes. El partido comunista nació en el clima de turbulencia social y política sucesivo a la Primera Guerra Mundial. Los campesinos se organizaban en ligas y ocupaban las tierras mientras los obreros declaraban huelgas, conquistaban mejores salarios, obtenían nuevos derechos en los puestos de trabajo y, en 1920, en Turín, llegaron a ocupar las fábricas. Agnelli, administrador delegado de la FIAT, llegó incluso a proponer la transformación de la empresa en cooperativa. Y en el fondo del escenario, la visión de la Revolución Rusa que se declaraba el primer Estado donde los trabajadores habían tomado el poder encaminándose a construir una nueva sociedad. Naturalmente, las cosas no estaban así. Quien había tomado el poder en Rusia no eran los soviet, o sea, los trabajadores organizados en las fábricas y en el territorio, sino un partido bolchevique rígidamente centralizado, con una estricta disciplina y bajo el mando de Lenin. Pero desde lejos, partido bolchevique y trabajadores parecían sinónimos.  

En las elecciones de 1919, el Partido Socialista Italiano (nacido en 1892) tuvo un éxito sin precedentes, obteniendo 32 por ciento de los votos, y mandó al Parlamento 156 deputados. Pero el partido estaba dividido en su interior entre un grupo (mayoritario) de maximalistas que, bajo la influencia de la Internacional, pregonaban la toma violenta del poder sin hacer nada concreto, sin embargo, en esa perspectiva: un espíritu revolucionario que no iba mucho más lejos de un ejercicio retórico. Por otro lado, en clara minoría, estaba el viejo grupo reformista que, a pesar de Rusia, insistía en su estrategia de reformas graduales capaces de incrementar el poder de los trabajadores en los puestos de trabajo, en la sociedad y en los órganos de representación política. Además de estos dos sectores, en el clima de agitación de la época, se habían formado otros dos grupos. En Turín, bajo la hegemonía cultural de Antonio Gramsci, el grupo de Ordine Nuovo, que, en estrecho contacto con los obreros de la ciudad, alentaba la organización de Consejos obreros que debían repetir la experiencia de los soviet. Consejos que eran vistos no sólo como instrumento de lucha sino también como forma de autoeducación de los trabajadores en la perspectiva de la toma del poder. En el sur, bajo la hegemonía de Amedeo Bordiga, se había formado otro grupo que pensaba más explícitamente en la toma del poder como prerrequisito para las sucesivas transformaciones y que consideraba a Ordine Nuovo como un grupo peligrosamente cercano al gradualismo del reformismo socialista. En el Congreso de Livorno de 1921, estos dos grupos, a pesar de sus diferencias, salieron del partido socialista y dieron lugar al Partido Comunista de Italia, alineado a las directrices de la Internacional de Moscú.  

El nuevo partido nació en una fase de reflujo de las luchas sociales y como una forma de reactivarlas a través de una política más explícitamente radical. En otras palabras, en lugar de capitalizar las luchas obreras y campesinas previas para fortalecer la presencia popular en el sistema político italiano, los comunistas emprendieron el camino revolucionario indicado por la Internacional, un camino para el cual el tiempo había pasado con la ola alta de una protesta social que había perdido intensidad. Y así, entre reformistas que no podían reformar y revolucionarios que no podían hacer la revolución, el frente del movimiento obrero se rompió justo en los momentos en que el movimiento fascista recuperaba fuerza atacando las organizaciones de los trabajadores en varias partes del país. Para empeorar las cosas, en 1921, el mismo Filippo Turati, cabeza de mayor prestigio del grupo reformista del Partido Socialista rechazó entrar al gobierno en alianza con los liberales de Giovanni Giolitti. Y así frente a un movimiento obrero dividido y que no asume plenamente la gravedad de la amenaza fascista, poco menos de dos años después de la fundación del Partido Comunista de Italia, el rey convoca a Mussolini, jefe de las bandas fascistas, a asumir el gobierno del país. Y desde 1925 el fascismo asume plenos poderes, disuelve el Parlamente, los partidos y los sindicatos y, desde ahí, serán dos décadas de dictadura, de asesinatos políticos selectivos, hasta las leyes raciales y las deportaciones de judíos a los campos alemanes de exterminio y la entrada en guerra al lado de los nazis. La pregunta es inevitable: ¿habrían marchado las cosas en otra dirección si el movimiento obrero italiano no se hubiera dividido en un momento crítico de la historia nacional? Obviamente no es posible una respuesta contundente, pero es plausible sostener que la división entre comunistas y socialistas aplanó el camino del fascismo a la toma del poder.  

Setenta años después, en 1991, el partido finalmente se disuelve después de un largo debate iniciado dos años antes frente a la caída del muro de Berlín. Se ponía la piedra tumbal sobre una empresa que ahí donde había llegado al poder se había vuelto razón de vergüenza. Lo que queda en Italia y en muchas partes del mundo son las esquirlas cultural y socialmente irrelevantes de un pasado que no puede reconocer su fracaso: intelectuales marginales y nostálgicos que siguen razonando en términos de un anticapitalismo salvífico. Pero el nexo entre movimiento obrero y comunismo se ha roto definitivamente mientras el mismo movimiento obrero ha perdido su cohesión sociológica en un archipiélago de nuevas formas de trabajo. 

¿Qué queda? Queda un socialismo democrático que, sin embargo, en correspondencia con una nueva época de la historia universal, necesita redefinir sus horizontes culturales, sus bases sociales, sus formas de lucha y organización, sus objetivos políticos. Si desde fines del siglo XIX el socialismo se identificó con el trabajo y sus reivindicaciones, a eso hay que añadir hoy otros objetivos y culturas: la defensa del planeta de un capitalismo depredador y de prácticas de consumismo irresponsable, la asunción del feminismo como terreno de civilización de las relaciones de género y, obviamente, el tema de la equidad social en un momento de cambios tecnológicos y de globalización que han producido divisiones sociales que no se veían desde hace generaciones. Y es sobre esa ola de fragmentación social, que el populismo –en sus varias formas: de Trump a Maduro- se ha vuelto una presencia política amenazadora para la democracia como mezcla de liberalismo y Estado de bienestar.  

El socialismo seguirá siendo un eje esencial en los desafíos contemporáneos si sabrá incorporar a sus valores tradicionales aquellos que corresponden al nuevo ciclo histórico de la humanidad. Y es evidente que mantiene su especificidad distintiva, por ej., frente al nacionalismo revolucionario, como está claro en el caso de México. Mientras el socialismo democrático basa su fuerza en el desarrollo de una sociedad civil activa y demandante, el nacionalismo revolucionario se basa exactamente en lo contrario, en su debilitamiento y en gobiernos ligados al carisma de su jefe ocasional y a una visión positivista y de asistencialismo clientelar del desarrollo. Nacionalismo revolucionario y populismo son territorios aledaños. El socialismo democrático es, debe y puede ser, otra cosa.                                              

Publicado en Internacional